El examen de la geopolítica contemporánea exige despojarse de las simplificaciones que reducen los conflictos internacionales a meras luchas entre democracia y autoritarismo, o entre salvadores y tiranos.
Un análisis honesto debe partir de una premisa histórica documentada: el control de los recursos energéticos, específicamente el petróleo, ha sido el eje gravitacional de la política exterior de las grandes potencias, con Estados Unidos a la cabeza, durante más de un siglo. Ignorar esta realidad no es una muestra de objetividad, sino una forma de deshonestidad analítica que oculta las estructuras reales de mando en el sistema internacional. Desde el derrocamiento de Mossadegh en Irán en 1953 hasta la invasión de Irak en 2003, el patrón de intervención ha sido consistente. El objetivo no ha sido la implantación de valores abstractos, sino el aseguramiento de recursos y la preservación de una arquitectura financiera global donde el petróleo se comercia casi exclusivamente en dólares.
Esta arquitectura, conocida como el sistema del petrodólar, no es un fenómeno natural del mercado, sino una construcción estratégica diseñada tras los acuerdos de Bretton Woods y consolidada mediante pactos con las monarquías del Golfo en los años setenta. Al obligar al mundo a acumular dólares para comprar la energía que mueve sus industrias, Estados Unidos ha logrado un privilegio de señoreaje único en la historia, permitiéndole financiar déficits masivos y proyectar poder militar global. Por tanto, cualquier nación que posea reservas masivas y decida buscar una autonomía política o comercial fuera de esta órbita, desafía automáticamente el cimiento mismo de la hegemonía financiera estadounidense. Es bajo este prisma donde el caso de Venezuela adquiere su verdadera dimensión geopolítica, más allá de la retórica mediática convencional.
Venezuela, al poseer las mayores reservas probadas de crudo del planeta, se encuentra en una posición de vulnerabilidad estratégica extrema frente a una potencia que considera el hemisferio occidental como su zona de influencia exclusiva. La crisis venezolana suele presentarse en los medios occidentales como el resultado unívoco de una mala gestión interna, una narrativa que omite de forma deliberada el impacto de uno de los regímenes de sanciones más severos de la historia moderna. Si bien es imperativo reconocer que la gestión estatal bajo el chavismo ha incurrido en graves errores de planificación, corrupción documentada y una deriva autoritaria, analizar estos factores aislándolos del cerco económico es intelectualmente insostenible. Las sanciones impuestas, especialmente a partir de 2017 y 2019, han funcionado como una herramienta de asfixia diseñada para producir el colapso de la industria petrolera y, por extensión, de la estabilidad social del país.
Expertos independientes y relatores de las Naciones Unidas han señalado que estas medidas coercitivas unilaterales han tenido efectos devastadores, restringiendo el acceso a alimentos, medicinas e insumos básicos para la producción. El bloqueo no es solo comercial, sino profundamente financiero; la exclusión de Venezuela del sistema bancario internacional impide transacciones rutinarias y el mantenimiento técnico de refinerías, creando un círculo vicioso de desinversión y deterioro. Atribuir la totalidad del sufrimiento civil a la incompetencia interna, mientras se ignora que el país opera bajo una economía de guerra impuesta externamente, es una forma de eufemismo diplomático que oculta la naturaleza de la presión económica como una forma de agresión moderna. El patrón es empíricamente observable: aquellos países con recursos estratégicos que intentan políticas soberanas suelen experimentar crisis de estabilidad que, si bien tienen raíces internas, son catalizadas y amplificadas por presiones externas coordinadas.
En la actualidad, el sistema hegemónico enfrenta su desafío más serio en cinco décadas con el fortalecimiento de bloques como los BRICS y el surgimiento de un mundo multipolar. La decisión de potencias como China, Rusia e India de comerciar energía en monedas locales, o la exploración de Arabia Saudita de unirse a nuevas alianzas económicas, representa una erosión directa del monopolio del petrodólar. Venezuela se inserta en este tablero no como un actor capaz de destruir por sí solo el orden imperante, sino como un símbolo de la resistencia a la unipolaridad energética. La reacción agresiva de Washington ante estos movimientos no es paranoia, sino un cálculo racional para mantener su capacidad de proyectar poder sin restricciones económicas. La selectividad de la indignación moral estadounidense, que sanciona a Venezuela por violaciones de derechos humanos mientras apoya y arma a monarquías absolutistas en el Medio Oriente, confirma que el motor de su política exterior es el interés estratégico y no la defensa de principios democráticos.
Un análisis genuinamente imparcial del caso venezolano y el petróleo debe ser capaz de sostener múltiples realidades simultáneas sin caer en el reduccionismo. En primer lugar, es imperativo reconocer la agresión sistemática de la política exterior estadounidense hacia aquellos países que desafían su hegemonía energética, una realidad documentada por décadas de historia, cables diplomáticos y testimonios de actores clave cuya negación implica ignorar una evidencia abrumadora. Al mismo tiempo, este examen debe integrar la responsabilidad interna del gobierno venezolano en decisiones de gestión cuestionables, la corrupción, entendiendo que estos son problemas reales por los cuales la población tiene el derecho legítimo de exigir rendición de cuentas, sin que ello sirva de justificación para la intervención externa.
La verdad incómoda detrás de este escenario es que el sistema internacional opera bajo relaciones de poder desnudas que las narrativas oficiales sobre un "orden basado en reglas" o el "libre mercado" suelen enmascarar. Estados Unidos ha utilizado su posición dominante para estructurar el sistema energético global según sus propios intereses a través de la fuerza militar, la coerción económica y la hegemonía del dólar, hechos que constituyen una descripción de la realidad y no una mera opinión.
Mirando hacia el futuro, la inminente transición hacia energías renovables no promete el fin de la conflictividad geopolítica, sino su transformación. A medida que el mundo se aleja de los hidrocarburos, la competencia se trasladará hacia los minerales críticos como el litio y el cobalto. Es probable que se repitan los mismos patrones de intervención y control que marcaron la era del petróleo, ahora en nombre de la seguridad climática. Por ello, un análisis veraz del presente exige reconocer la asimetría de poder que define las relaciones entre estados. Solo mediante un reconocimiento honesto de que el poder real ,financiero, militar y energético, es lo que estructura el orden internacional, se podrá avanzar hacia un debate sobre estructuras más justas que no dependan del estrangulamiento económico de las naciones periféricas para sostener la prosperidad de los centros hegemónicos.
NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE