¿Sociedad de cómplices?

Hace algunos años, durante “la cuarta” –se hace la referencia, sólo para señalar que “las cosas” no han cambiado– el abigeato mantenía asolado al estado Barinas. Ninguna medida aplicada parecía producir algún efecto. Los cuerpos de seguridad del estado decidieron realizar una reunión conjunta con los ganaderos de la región. La discusión se extendía sin ningún acuerdo, cuando uno de los presentes propuso como única solución posible “matar a los ladrones”. Ante esta inusual proposición, un viejo ganadero –más curtido por la experiencia que dan los avatares de la vida, que por la inclemencia del sol llanero–, respondió tajantemente: “Si se matan a los ladrones, ¿quién queda para enterrarlos?

El actual problema de la corrupción en Venezuela no se debe a que “los chavistas” son más corruptos que los adecos y copeyanos; o, a que –como afirmara un amigo– como los primeros fueron antes de los últimos, cuando este gobierno se inició ya llevaba una amplia experiencia en el asunto; ni a que la abundancia de recursos permite que “quien parte y bien reparte le queda la mejor parte”; ni a que sea genético –como aseguran otros– porque el indio nuestro no poseyó propiedad privada, ni la esclavitud del negro le permitió nunca ser dueño de nada. ¿Es, entonces, una “mala herencia” de la prepotente raza aria, que siempre ha sido dueña de todo?

Los “arios” hasta pretenden darnos instrucciones de moralidad a través de organizaciones como “Transparencia Internacional”, cuyos informes –casualmente– siempre muestran los niveles de corrupción proporcionalmente al color de la piel. En nuestro caso particular, nos presentan como uno de los países más corruptos del mundo, porque a lo primero se le suma el no seguir sus “precisas instrucciones” para ser como ellos, que se muestran impolutos porque dicen no robar en sus propias naciones; tampoco consideran robo el despojo al que han sometido durante siglos a esos mismos países que desaprueban, tal vez porque piensan que otros les arrebatan lo que consideran su botín.

Pareciera que somos una sociedad de cómplices en la cual la palabra ladrón sólo se aplica para designar a quienes no siguen el procedimiento adecuado para obtener riquezas rápidamente; no para quien las obtiene inapropiadamente. Podría decirse que existe un acuerdo no escrito, mediante el cual si se ocupa una posición apropiada, se debe “aprovechar la oportunidad”; los demás permanecerán callados, siempre y cuando también se vean beneficiados de la actuación del primero. En otras palabras, ladrón no es el que roba, sino el que no reparte el botín.

No es “matando los ladrones” como se puede acabar con la corrupción, en un país en el cual el número de jueces nunca será suficiente para procesar las denuncias formuladas por quienes aún mantienen la esperanza de vivir en un medio donde la honestidad no sea la excepción, sino el común, y el honesto no sea rechazado por su entorno por no adaptarse a los “procedimientos normales” de aprovechar las oportunidades de enriquecerse rápidamente, que algunos cargos le brindan.

Es la condena moral de la sociedad al señalarle, de una u otra manera, que su reconocimiento como persona no derivará de sus posesiones materiales, producto de “haber sabido aprovechar la oportunidad del cargo”, sino de sus virtudes personales, entre las cuales pudiera arrastrar “el penoso estigma” –como algunos lo calificarán– de haber sido “un pendejo”. ¿Cuántos pudieran decir orgullosamente, como el doctor Chimbín, “Con el maletín vacío; pero, con la frente muy en alto”?


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Luis E. Rangel M.


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