Los antecedentes del 19 de abril de 1810

Una serie de procesos influyeron para que se dispararan los acontecimientos del 19 de abril caraqueño. Tales procesos fueron: la invasión de la península ibérica por parte de las tropas napoleónicas y su posterior correlato, la abdicación de Carlos IV al trono español y la coronación inmediata de José Bonaparte; la disolución de la Junta Gubernativa Central de España y su sustitución por el Consejo de Regencia; el ambiente políticamente enrarecido que se respiraba en la Capitanía General de Venezuela, cuya aristocracia criolla estaba muy descontenta por las restricciones que la guerra en Europa provocaba al tráfico comercial entre Venezuela y España, y, particularmente, por los atropellos en contra de algunos de sus miembros, cometidos por el capitán general Juan de Casas; el disgusto que provocó en este mismo sector la designación, en mayo de 1809, de Vicente Emparan como Capitán General, quien por haber sido propuesto inicialmente por los franceses para desempeñar este cargo, hacía que se le tuviera como aliado de estos; las aspiraciones, por demás maduras, de otro sector de la misma nobleza criolla, por erigir en estos territorios repúblicas modernas: recordemos la tentativa que en este sentido ejecutaron en 1797 Manuel Gual y José María España; a lo que hay que agregar el punto de vista definitivamente emancipatorio que manejaban ya otros venezolanos, como eran los casos de Simón Bolívar y Francisco de Miranda, el primero de los cuales había proferido en 1805 su célebre juramento del Monte Sacro, mientras que el último realizó en 1806 sus dos intentos de propiciar en Venezuela un levantamiento de la población en contra de las autoridades españolas. Algunos miedos se manifestaron también en esta misma ocasión abrileña. Por ejemplo, el miedo del mantuanaje criollo a que se desatara a lo interno de la capitanía una rebelión de esclavos, parecida a la que tuvo lugar en Haití; o el miedo de esta misma clase a que Venezuela quedara bajo influencia de Francia y sus ideas revolucionarias.

Lo cierto es que el proceso con miras a constituir un gobierno en manos del mantuanaje caraqueño se aceleró a partir de 1808. Los acontecimientos se desataron a mediados de julio de este año, luego de saberse en Caracas que la península ibérica estaba invadida por las tropas de Napoleón y que el rey Carlos IV había renunciado al trono. La información provino, en primer lugar, de la gobernación de Cumaná, a cuya cabeza estaba Don Juan Manuel Cajigal, quien envió a la capital varios números del Times de Londres contentivos de noticias que narraban lo sucedido en Bayona. Luego llegó la misma información desde la isla de Trinidad, hasta que finalmente arribó a la Guaira, el día 14 de julio, el bergantín Serpent con los pliegos del Consejo de Indias y del gobierno juntista contentivos del escrito oficial acerca de los sucesos peninsulares. El teniente Paul de Lamanon, oficial francés, comandante de la embarcación, acompañado del alférez de navío Cerlay, fue la persona encargada de subir hasta Caracas, poner al tanto a las autoridades de la ciudad acerca del cambio de gobierno en España y tramitar igualmente el reconocimiento de José Bonaparte como nuevo rey de España y sus colonias.

La noticia no tardó en difundirse entre los pobladores provocando en ellos las reacciones naturales al caso. Lo que menos se esperaba en esta comarca es que vinieran con esa noticia de que un rey francés habíase instalado en el trono de Madrid. Las protestas por la presencia de los emisarios franceses, liderizadas por el cabildo de la ciudad, no se hicieron esperar, al mismo tiempo que se hizo formal solicitud al capitán Casas de un pronunciamiento a favor de Fernando VII. Pero éste se tomó su tiempo para responder, aduciendo que “convenía esperar hasta que se calmasen los ánimos para no efectuar la jura en medio del tumulto” (Parra-Pérez, 1992; 147). Los cabildantes insistieron con su petitorio hasta que finalmente Casas cedió a la presión y se proclamó a Fernando como legítimo monarca de España y de los territorios de ultramar. Correspondió a Don Feliciano de Palacios encabezar la marcha de las autoridades por las calles de Caracas y hacer el anuncio al grito delirante de: “Castilla y Caracas, por el Señor Don Fernando VII y toda la descendencia de la Casa de Borbón” (Parra-Pérez, 1992, 147).

Para acentuar más la turbulencia en que vivían los habitantes de la ciudad se presentó en la rada de la Guaira, horas después del arribo de los franceses, la fragata inglesa Acasta, con noticias acerca de la reacción del pueblo Español en contra del invasor Francés y de la conformación, en diferentes ciudades del reino, de juntas particulares, y en el caso de Sevilla, de la Junta de Gobierno Central, asumiendo en este caso la representación del gobierno español. Esta última información dio más bríos a los participantes de las protestas quienes pasaron a pedir ahora la entrega de los emisarios franceses, pero estos, protegidos por el Capitán Casas, salieron a escondidas de la ciudad y se embarcaron en la Guaira el día 16 de julio, pero sin poder zarpar, pues el resto de la tripulación de la Acasta bombardeó al Serpent y apresó a su comandante Lamanon.

Sin duda que las circunstancias vividas por los caraqueños en esos meses eran por demás excepcionales. La ciudad se vio envuelta en un escenario de mucha agitación política, motivo por el cual sus habitantes fueron empujados a discutir temas normalmente vedados. Una urbe cuyos pobladores consumían su tiempo entre oraciones y visitas a la iglesia, compras en el mercado, las siestas vespertinas, las tertulias literarias, los banquetes, las partidas de caza y los paseos al Guaire, se sintió de pronto conmovida por tanto ajetreo y por el tono adquirido en los debates, donde veremos participar además a toda clase de personas, desde el presuntuoso mantuano, pasando por el modesto tendero, hasta el humilde esclavo. Nunca se habían visto tantas asambleas y oído tantos discursos como en estos días del mes de julio y siguientes. Mientras un grupo de hombres y mujeres salía por las calles vociferando contra los franceses, otro gritaba vivas a Fernando VII, un tercero pedía un pronunciamiento del Capitán General a favor de la monarquía española y otro solicitaba que se organizara un gobierno local.

Se discutía entonces lo que era más conveniente para Venezuela, un asunto que hasta ahora había estado en manos de muy contadas personas. Las posiciones fluctuaban entre si se debía reconocer a la nueva monarquía francesa, a la Junta Suprema de España o se formaba un gobierno local; si el gobierno provincial debía estar integrado por puros criollos y actuar en nombre de la monarquía española o si este debía declarar definitivamente la independencia.

Por supuesto que el clima de agitación política del momento permitió que se perdiera el miedo y que afloraran posiciones nada ponderadas como la de Manuel Matos Monserrate, por ejemplo, un rico agricultor criollo, capitán retirado de milicias, quien en medio de aquel furor se atrevió a sostener lo siguiente: “Ha llegado el tiempo en que los americanos gocemos de nuestra libertad. Es necesario que salgamos de todos los españoles y sólo quedemos los criollos” (Magallanes, 1972, T.I: 144). Como debía esperarse, este pronunciamiento, compartido ya para esa fecha por un pequeño grupo de criollos, hizo que su autor fuera a parar a la cárcel junto con algunos de sus amigos, lo que no detuvo las reuniones con miras a constituir gobierno, promovidas por los mantuanos caraqueños a espaldas de las autoridades. En las casas de las familias Bolívar y Ribas tenían lugar estos cónclaves y allí podían verse las caras del marqués del Toro, del conde de Tovar, de Mariano y Tomás Montilla, de Pedro y su hermano Feliciano Palacios, de Vicente Ibarra, de Vicente Salias, de Narciso Blanco y de Manuel Aldao. Se usaron diferentes excusas para justificar tales reuniones: que se trataba de tertulias literarias, de fiestas onomásticas, de bautizos, de banquetes, etc; pero en el fondo el motivo era el mismo: tramar la formación de un gobierno provincial.

A fines del mes de julio de ese año 1808 convinieron finalmente tanto los miembros del cabildo como el Capitán General Casas, en que se constituyera un gobierno local, y en función de estos fines encargaron a Isidoro Antonio López Méndez y Manuel de Echezurría de elaborar el proyecto correspondiente. En este proyecto se estableció que dicho gobierno debía estar integrado por el capitán general, el arzobispo, el regente y el fiscal de la audiencia, por el intendente del ejército, por el ayuntamiento y otras autoridades reales; también estaba previsto que hubiese representantes de los productores criollos, de los comerciantes, de la universidad, del gremio de abogados, del clero secular y regular, del cabildo eclesiástico, de la nobleza y del pueblo.

Pero el capitán general no estaba muy ganado para la idea de formar un gobierno con una buena representación de criollos. Por eso congeló la iniciativa anterior, en espera que los acontecimientos se fueran definiendo con más claridad. Él, cómo representante legítimo del gobierno español, no debía estar formando parte de nada que no estuviera en sintonía con el mandato e interés de sus autoridades en España, fueran éstas españolas o francesas. Así entonces, ante la insistencia del selecto grupo de caraqueños de constituir un gobierno provincial, expuesta en una propuesta dirigida a su despacho en noviembre de 1808, responderá como autoridad constituida y fidelísimo funcionario monárquico. Acusa a los firmantes de estar conjurando contra su gobierno y resuelve su arresto. Al marqués del Toro, conde San Javier y Antonio Fernández de León le son asignadas sus casas como cárcel. A José Félix Ribas, Nicolás Anzola, Vicente Tejera, Martín y José Tovar, Mariano Montilla, Francisco de Paula Navas y Juan Sojo se les envía a diferentes cuarteles; mientras que se ordena el confinamiento de las siguientes personas: Pedro Palacios, a Curiepe, Antonio Nicolás Briceño, a Ocumare del Tuy; Francisco Antonio Paul, a Guarenas; Juan Aristiguieta, a Araguita; Juan Nepomuceno Ribas, a Guatire; José María Uribe, a Ocumare de la Costa; Isidoro Quintero, Domingo Galindo y Narciso Blanco a Puerto Cabello; Antonio Esteves, a Tacarigua; Tomás Montilla, a Baruta; Vicente Ibarra, a Charallave; y Francisco de la Cámara, a la Guaira (Magallanes, 1972, T.I; 146). Como se ve, la familia Bolívar no fue objeto de represalias, pues ninguno de los dos hermanos firmó el documento. Al parecer no estuvieron de acuerdo con el contenido del mismo por no plantearse allí la independencia definitiva con España. Luego, ellos continuaron en la hacienda de San Mateo con sus reuniones con fines revolucionarias. Para contrarrestar las maniobras criollas, atenuar la crisis del gobierno y darle un poco de solidez a su mandato, el capitán Casas lo que si hará es reconocer oficialmente, en enero de 1809, la soberanía detentada por la Junta Gubernativa de España, constituida en Sevilla el año anterior.

Sin embargo, las medidas represivas tomadas por el capitán general en respuesta a las diligencias del grupo de propietarios que se atrevió a proponer la constitución de un gobierno local lo que hizo fue avivar la llama de la discordia entre dos instituciones, el cabildo y la capitanía, llamadas más bien a garantizar el mantenimiento del orden colonial. La situación entonces tendió a tornarse más difícil en los meses sucesivos. De allí que, para restituir el ambiente a su estado anterior y retomar la alianza con el sector de los criollos, el gobierno español decidió, el 18 de febrero de 1809, levantar los confinamientos y poner en libertad a los detenidos. Con este mismo propósito se decidió igualmente el relevo de Juan de Casas, designando en su lugar a quien había sido hasta ese momento gobernador de Cumaná, el mariscal de campo, Vicente Emparan. Con estas medidas buscaba el malogrado gobierno español restablecer su alianza con los criollos a los fines del sostenimiento del orden colonial. En este momento, dada la situación de minusvalía en que se encontraban las instituciones monárquicas, no podía aquel hacer otra cosa, más que buscar congeniarse con el poderoso grupo de terratenientes criollos al mando del cabildo caraqueño. En otras circunstancias hubieran procedido de manera implacable, tal como lo hicieron en 1795, en ocasión de la protesta contra la Compañía Guipuzcoana encabezada por el cosechero Juan Francisco de León, o en 1797, en ocasión de la tentativa republicana de Manuel Gual y José María España.

El cambio del capitán general y las medidas políticas tomadas recientemente no lograron atenuar, sin embargo, el empeño mantuano por lograr conformar un gobierno representativo de sus intereses de clase. De allí que continuaron estos con sus actividades conspirativas en contra de las autoridades españolas. Fuerza les daba a los comprometidos la participación en estos menesteres de hombres de la condición de Don Antonio Fernández de León, futuro marqués de Casa León, del marqués del Toro, del marqués de Mijares, del conde de Tovar, del conde de San Javier y del conde de La Granja, los más ricos propietarios y los de mayor linaje de Venezuela. Además, el nuevo Capitán General no actuó de manera distinta a su antecesor y pronto se ganó la enemistad de los blancos criollos. Aparte de hacer nombramientos inadecuados, ”mandó hacer una leva general en toda la provincia, y sin forma de juicio condenó al trabajo de obras públicas a una multitud de hombres buenos, so color de vagos; de mano poderosa desterró sin formarles causa a varios sujetos respetables, y entre otros a Don Miguel José Sanz, que era entonces asesor del consulado; fomentó con tanta imprudencia como inmoralidad las delaciones y chismes, designando un lugar en su propia casa para recibir escritos anónimos; embarazó el comercio y comunicación de unos pueblos con otros, exigiendo pasaportes a todas clases de personas; humilló al ayuntamiento despreciando sus acuerdos e introduciendo en sus seno miembros que aquel cuerpo rechazaba; y, finalmente, cuando no revocó, dejó sin efecto las determinaciones de la audiencia y de la curia eclesiástica, si no se acordaban con sus fines” (Baralt, 1975, T.II; 46). A la difícil situación de la provincia se sumaba la evolución de los acontecimientos en la propia España. La disolución de la Junta Central debido a la invasión de la región de Andalucía en España por las tropas napoleónicas, dio por resultado la conformación del Consejo de Regencia, instalado el 31 de diciembre de 1810. Este era un órgano compuesto por cinco miembros, encargado de sostener el funcionamiento del gobierno español en las precarias condiciones de una nación que se hallaba casi toda ocupada por un ejército extranjero. Tal Regencia carecía en verdad de poder real. No estaba en capacidad de garantizar ejercicio de gobierno en la península, ni mucho menos en América; era simplemente una ficción que quizá podía servir de estímulo moral a los patriotas españoles en su lucha contra el invasor, pero para los habitantes americanos esa Regencia no representaba nada, por lo cual aquí le fue negada toda autoridad.

Como vemos, la situación en España se presentaba poco halagadora. Nada indicaba que los franceses serían derrotados prontamente, ni que se saldría rápido del marasmo en el que se encontraban las instituciones del estado español, ni que se retomarían las relaciones comerciales con los territorios de ultramar. Lo que más se temía era que una vez triunfante los franceses sobre la resistencia española vinieran sus tropas a intentar posesionarse de las tierras americanas.

Entonces, ante una situación que no prometía cambios positivos en los tiempos venideros, la oligarquía criolla se ve impulsada a preparar nuevas acciones en procura de concretar sus planes gubernamentales. Es así como disponen, para diciembre del año 1809, una intentona más, esta vez para derrocar al nuevo capitán general y sustituirlo por un gobierno de criollos, pero enterado Emparan del plan procedió a tomar las medidas del caso e impedir que los conjurados llevaran a buen término sus aspiraciones. Luego, a principios del año siguiente una nueva conspiración con los mismos agentes fue develada. Se trataba esta vez de la Conspiración de la Casa de Misericordia, sede del cuartel de los Granaderos de Aragua, comandados por el coronel marqués del Toro. Este, junto con su hermano Don Fernando Rodríguez del Toro, quien a su vez se propuso sumar para tal propósito a las milicias de los valles de Aragua y las de valencia, pensaban hacer la revolución, destituir a Emparan y tomar las riendas del gobierno, pues en España todo estaba perdido a favor del Emperador. Sin embargo, también en esta oportunidad, el funcionario español se enteró con antelación de lo que se preparaba en su contra y pudo arruinar la maniobra. Las medidas tomadas por el capitán general se limitaron a la expulsión de Caracas de algunos comprometidos, mientras que a otros se les confinó en sus haciendas, entre estos estuvieron los hermanos Bolívar, partícipes de casi todos los movimientos de este tipo que se sucedieron en la provincia por esos tiempos.

A este nivel de los acontecimientos la autoridad de Emparan era en verdad muy precaria. Se tenía la sensación de que existía una especie de vacío de poder que requería ser cubierto y los mejor llamados para hacerlo eran los miembros de la clase mantuana, que además de ser los principales propietarios, cuyas fortunas corrían riesgo ante las dificultades que presentaba el comercio con Europa, detentaban el gobierno en las distintas ciudades de la capitanía general de Venezuela, es decir, tenían estos poder político y experiencia como para conducir por buen camino los destinos de estos territorios, así como también en sus manos estaba la actividad productiva de la cual dependía el sostenimiento del resto de la población.

El 19 de abril de 1810: un gobierno de moderados oligarcas

De manera que el 18 de abril, cuando arribaron a la ciudad de Caracas los señores, Antonio de Villavicencio, Carlos Montúfar y José Coz de Irriberia, comisionados por la Regencia Española para lograr se reconociera su autoridad sobre la Capitanía General de Venezuela, era ya demasiado tarde para complacer la solicitud de los diplomáticos y dar vuelta atrás a las maniobras de los conjurados. El plan contra Vicente Emparan se encontraba muy adelantado y mucha gente de la principal de Caracas estaba comprometida. José Félix Ribas era uno de los implicados más desembozado en este asunto y por esos días su accionar fue muy evidente. “Se multiplicó por calles y cuarteles, animando en medio de la muchedumbre incierta, venciendo resistencias tímidas pero embarazosas, esforzando a los débiles, llenando los pechos de su osadía y entusiasmo. Su único propósito fue siempre la independencia de la metrópoli” (Magallanes, 1972; 149).

En medio de estas convulsiones es como arribamos al 19 de abril, día cuando los criollos caraqueños, después de mucho complotar, logran finalmente vencer las últimas resistencias que se oponían a su intento de constituir en Caracas una junta de gobierno, independiente de la Regencia española.

Los acontecimientos se van a desenvolver ese día algo distinto a como estaba previsto, pues habíase acordado que la junta sería presidida por Vicente Emparan, sin embargo, gracias a la oportuna intervención del canónigo chileno José Cortés Madariaga esa idea fue desechada a última hora y se convino entonces la destitución del capitán general. Se pasó de seguidas a integrar el gobierno y redactar el acta con el registro de los sucesos de ese día. Veintitres personas, entre criollos y españoles, conformaron la junta. Sus nombres fueron: José de las LLamozas, Martín Tovar Ponte, Feliciano Palacios, José Hilario Mora, Isidoro Antonio López Méndez, Rafael González, Valentín de Ribas, José María Blanco Liendo, Dionisio Palacios, Nicolás Anzola, Juan de Ascanio, Silvestre Tovar Liendo, Pablo Nicolás González, Fernando Key Muñoz, Lino de Clemente, Juan Germán Roscio, José Félix Sosa, Francisco Xavier Ustariz, José Félix Ribas y Herrera, José Cortés Madariaga, Francisco José Ribas y Herrera, José Tomás Santana y Casiano Bezares.

Sin duda que el paso dado en ese momento fue a todas luces un acto valiente y de un atrevimiento sin parangón, pues formar gobierno por iniciativa propia, al margen de directrices emanadas de España, en una provincia enclavada en las indias americanas y, por tanto, jefaturada siempre por funcionarios designados directamente por el rey, significaba que sus habitantes se colocaban al mismo nivel que los residentes en el viejo continente y por tanto con los mismos derechos de estos, capaces en consecuencia de manejar directamente los negocios de la economía y de la política. En concreto, los participantes en el movimiento indicaban a los gobernantes españoles que no querían ser considerados más como un sector subalterno, dependiente y subordinado, sino como parte integrante de la monarquía, como hombres plenamente maduros, aptos para tomar en sus manos la administración de su destino. Por lo demás, en la coyuntura del momento, España no estaba en condiciones de asegurar el sostenimiento del orden que ella misma había instaurado desde hacía trescientos años de vida colonial. Tal orden correspondía ahora mantenerlo a la nobleza mantuana, única con el interés de hacerlo y con poder para lograrlo.

Pero está claro que por la condición de los integrantes del movimiento abrileño no se podía esperar de ellos un programa de acción que los llevara a confrontar rápidamente el orden colonial. Aquí estaban los hombres más prestigiosos de la provincia, grandes propietarios de tierra, amos de esclavos, los principales productores, integrantes del cabildo, autoridades del clero, cuyos apellidos estaban ligados a linajes españoles, por tanto en sus miras estaban más bien objetivos políticos bastante prudentes, lo cual se ve expresado en la denominación utilizada para identificar el repentino gobierno: Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII.

Sus miedos, su acendrado realismo, su inmaculado catolicismo, sus intereses de clase, su espíritu de casta, explican esa toma de posición algo dubitativa con la cual se manifestó la clase de los criollos ese 19 de abril. Los integrantes del gobierno provisional pertenecían todos al grupo que conformaba la elite dirigente caraqueña, gente tradicionalmente muy celosa de sus prerrogativas y privilegios coloniales, temerosa por tanto de cualquier cosa que comportara mudanza y amenaza del status quo. Se atrevieron a constituir gobierno ante la situación de vacío de poder dejada por la abdicación del rey español. Con ese movimiento intentaban impedir también los disturbios sociales que amenazaban presentarse en el panorama venezolano, dado que la autoridad real no estaba allí para impedirlo. Pero para lamento suyo ocurrió contrario a su deseo, pues las provincias de Coro, Maracaibo y Guayana se negaron a seguir su ejemplo así como a subordinarse a su mandato. Estas, en oposición a las pretensiones de Caracas, reconocieron a la Regencia como depositaria legítima del poder monárquico, lo cual provocó poco tiempo después, el estadillo de la guerra entre los dos bandos en que se dividió la población venezolana.

El rumbo que tomaron los acontecimientos hizo que los sectores conservadores del gobierno juntista fueran perdiendo progresivamente el dominio de la situación. Además de la negativa de las ciudades de Coro, Maracaibo y Angostura de sumarse al gobierno caraqueño, otros ingredientes perturbadores de su proyecto de filiación monarquista se agregaron a la dinámica histórica. Uno será el desembarco en la Guaira, a comienzos del mes de diciembre de ese año 1810, de Francisco de Miranda, el Teniente Coronel de la independencia norteamericana (1781) y General de la Francia revolucionaria (1792); y otro será la temida rebelión popular cuyas primeras manifestaciones se dejaron sentir a los pocas semanas de del 19 de abril.

La presencia de Miranda contribuirá sin duda a darle un giro acalorado a los sucesos subsiguientes, dada la convicción claramente independentista y republicana de este caraqueño. Desde 1783, año del rompimiento mirandino con la monarquía española, el generalísimo se había dado cuenta de la necesidad de fracturar definitivamente el vínculo colonial que ataba a los territorios americanos con España; es él el primero en vislumbrar que la hora de la libertad de estos territorios ha llegado. De manera que cuando arriba a Venezuela lo hace con un pensamiento libertario completamente perfilado. A sabiendas de ello es que los criollos realistas intentan impedir su desembarco, pero la muchedumbre que espera ansiosamente en la Guaira a tan celebre personaje frustra tales pretensiones. Y en pocos meses los jacobinos venezolanos, conducidos, además de Miranda, por José Félix Ribas, Simón Bolívar, Francisco Javier Yanes, Vicente Salias y Antonio Muñoz Tébar, entre otros, logran ablandar la terquedad de los moderados en el gobierno juntista, forzándolos a tomar la decisión de declarar la independencia de Venezuela, el 5 de julio de 1811. Ocurrido esto último lo que corresponde hacer es pasar a defender de manera resuelta la opción tomada, mucho más cuando el maltrecho gobierno peninsular español acusa a los venezolanos comprometidos en las acciones de abril del delito de rebelión y ordena el bloqueo de los puertos pertenecientes a la provincia de Venezuela; luego además, algunos realistas se dedicaron a soliviantar el ánimo de los esclavos y pardos propalando la especie según la cual los criollos lo que se proponían en verdad era agudizar su explotación e impedir la aplicación en Venezuela de los derechos del hombre consagrados por la revolución francesa.

Así ocurrieron los hechos previos al estallido de la guerra de independencia desatada en territorio venezolano a partir de 1811 y culminada en 1821. Este último año sobrevinieron dos acontecimientos memorables. En primer lugar, el ejército libertador conducido por Simón Bolívar obtiene la victoria, en las sabanas de Carabobo, ante las fuerzas españolas, por cuya consecuencia éstas son expulsadas definitivamente de nuestro territorio; y, en segundo lugar, se concreta la creación de la República de Colombia, proyecto por demás exitoso, pues existió y se prolongó hasta 1830, año en el cual se fractura debido no a impedimentos geográficos o económicos propios de sí mismo, sino motivado a componendas segregacionistas fraguadas entre sectores sociales internos interesados en gobernar republiquetas y no Repúblicas, y a factores externos provenientes de potencias extranjeras, temerosas de ver surgir en Suramérica un núcleo de poder con capacidad para impedir la concreción de sus pretensiones de rehacer sobre estos territorios las relaciones de dominación coloniales momentáneamente destruidas por la guerra de independencia.

La desmembración de Colombia y la prematura muerte del Libertador, ese año treinta, ocasionaron la suspensión circunstancial del propósito emancipador iniciado en nuestro territorio el 19 de abril de 1810; cierto es, lo que hubo fue una pausa temporal en la difícil empresa, una tregua pasajera en el proyecto de largo aliento. Pero la suspensión, por su propia condición temporal, tenía que terminar, para lo cual tuvimos que esperar casi doscientos años, es decir, hasta hoy, cuando los venezolanos nos decidimos a retomar la tarea inconclusa anterior, seguros de que ésta vez no fracasaremos en el empeño de llevarla a feliz término, dado que nos encontramos en condiciones mucho más favorables que antaño. Además, la lección fue muy dura, hubimos de sufrir la tragedia implícita en los casi dos siglos de sometimiento neocolonial, impuesto por las potencias sucesoras de España, para que finalmente se nos abriera el entendimiento y nos atreviéramos a gritar, como ahora lo hacemos, ya basta, no más sometimiento, tan oprobiosa situación debe terminar. Los países del Sur, a quienes les asignaron la condición de perdedores en la división internacional del trabajo (Galeano), no queremos más serlo, los especialistas en permitir a otros el saqueo de nuestro trabajo y recursos naturales rehusamos seguir consintiéndolo. No nos interesa continuar enriqueciendo al norte y empobreciéndonos a nosotros mismos. Felizmente la coyuntura venezolana actual nos ha abierto una nueva oportunidad en la dirección de la emancipación de nuestro país, con la particularidad que ésta vez no se nos presentan dos opciones sino una: vencer; sí, vencer para poder vivir, ahora sí, en una verdadera república de mujeres y hombres libres y dignos, tal como soñaron Bolívar y Miranda.

siglanz53@yahoo.es


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Sigfrido Lanz Delgado


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