El hombre que quería hablar, al que no dejaron hablar

Especial para el Suplemento Cultural Dominical
Diario VEA

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Enunciado de esta manera el título de este artículo configura la trama de una tragedia griega con todas las de la ley.

Y es que la necesidad de hablar, de comunicarse, de expresar lo que se siente, es un derecho, casi irrenunciable diría yo, del ser humano. Por lo que cercenar ese derecho deviene casi en un delito de lesa humanidad. Vamos a estar de acuerdo en ello. Por lo que, si les digo que un Gobierno silenció a una persona, le tapó la boca, le impidió expresar lo que tenía urgencia de comunicar, no hay duda que los habrá de indignar, sana indignación que también compartiría con ustedes; pero que no podré compartir por el hecho de que una cosa es cercenar un derecho y otra es evitar que en nombre de él alguien se crea facultado para hablar pendejadas y echar basura sobre personas e instituciones.

Y vamos a estar claro en algo. No veo nada malo que se hable la pendejada en bruto, quién de nosotros no lo ha hecho alguna vez en su vida, con o sin bebidas espirituosas por delante, y qué bien nos hemos sentido durante y después de esa tenida. Así como tampoco veo nada de malo que la habladera de pendejadas rebase el marco de una reunión privada, y que se lleve a cabo en muy serios foros internacionales, o dentro de recintos emblemáticos de los pueblos como lo son las Cámaras altas y bajas de los parlamentos. ¿Acaso no nos hemos cansado de ver a muy ilustres presidentes hablando por hablar, hablando sin tener nada que decir? ¿Acaso no hemos visto a muy "honorables" senadores y diputados en esas mismas lides, alguno de ello incluso comportándose como cualquier "guapo" de barrio que se respete, lanzando demoledores golpes a diestra y siniestra?

Y no hablemos de artistas e intelectuales, porque entre ellos la habladera de pendejada frecuentemente adquiere niveles insospechados, pero por tratarse de gente a la que se tiene por "superior", al menos muchos de ellos no dudan en tenerse por "muy" superiores, y, ¡hay de aquel que lo cuestione!, sucede que sus dichos devienen en enjundiosos tratados, e incluso en profesión, puesto que a muchos hasta se les paga por hablar, y escribir, pendejadas.

Pero cuando además de hablarse pendejadas se arremete contra personas e instituciones, y se pretende a través de la palabra o de la escritura arrojar basura sobre ambos, entonces la cosa deja de ser una mera intrascendencia para devenir en delito, en delito tipificado y sancionado en cualquier Código Penal. Y no importa cuán encopetado sea el difamador e injuriador para que se pueda ver envuelto en un feo lío judicial. Recordemos que un tal Donatien François Alphonse de Sade, el Divino Marqués, se las vio, pero que muy mal, por andar por allí diciendo y escribiendo cosas contra la monarquía y la Iglesia, aunque los cargos que se le formularan fueran por desviaciones sexuales (por aquellos tiempos la sociedad no veía con muy bueno ojos que se usara un cáliz como juguete erótico). Y por ellas estuvo preso 6 años en Vincennes, pasando luego a la Bastilla y en 1789 al hospital psiquiátrico de Charenton. Abandonó el hospital en 1790, vuelve a ser detenido en 1801, hasta que en 1803 lo internan otra vez en Charenton, donde murió en 1814.

¿Y a qué nos lleva toda esta disquisición?

Pues simple y llanamente a la no presencia de Óscar Tenreiro en el acto de entrega de los Premios Nacionales de Cultura.

Había sido galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura, pero cuando el jurado se lo informó, e inquirió si estaba de acuerdo en ir a recibirlo el día en que lo fijara el Ministerio de Cultura, puso como condición que lo aceptaría únicamente si lo dejaban hablar en el acto de la entrega de los premios, que se llevó a cabo el pasado 30 de junio.

Y le dijeron que no. Que ese día no podría hablar.

Y se molestó grandemente, por lo que mandó para el diablo al Premio, al Jurado y a quien había sido su socio, y compañero de taller en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, Farruco Sesto, o sea, al Ministro de Cultura.

Y allí se puso de manifiesto que será un buen arquitecto, así lo confirmó el jurado que le otorgó el Premio Nacional, pero que no tiene la más mínima idea de lo que es la mecánica y el protocolo de la entrega de los Premios Nacionales, puesto que es una costumbre consuetudinaria que quien pronuncia el discurso de orden, en nombre propio y en nombre de los demás premiados, no es otro que el Premio Nacional de Literatura, en razón de ser ese premio el de mayor antigüedad, habiendo sido otorgado por primera vez en 1947 a Don Mario Briceño Iragorry.

Aunque si a ver vamos eso le importaba bien poco, puesto que lo que deseaba, de una manera u otra, era armar un escándalo y dejar en entredicho al "oprobioso", "despótico", "tiránico", "cuartelario" y "castrocomunista" régimen del "Tenientecoronel", como gustan decir sus amigos y correligionarios de "Proyecto Venezuela".

Y como de formar lío se trataba, El NaZional le abrió sus páginas, para que publicara el 30 de junio un extenso artículo titulado "Reflexiones sobre un galardón", poniendo nuevamente en evidencia que será un buen arquitecto, pero un mediocre redactor de panfletos. Por lo que no habré de comentar ese lamentable escrito. Tanto más que se resume en estas pocas palabras.

No recibo el premio porque soy escuálido y al enemigo ni agua. Manifestando también que hasta ese día llegó la amistad que tuvo con su colega Farruco Sesto.

Y en parte echo de menos que no se le permitiera "hablar", ya que no dudo que hubiese recibido, cuando menos, una ruidosa pita. Y eso se habría constituido en todo un record, puesto que en los casi sesenta años de vigencia de los Premios Nacionales, nunca a nadie se la ha dado un concierto de "boca".

Pero además para decir lo que escribió, mejor era que callara. Y como creo que no conoce el "Tractatus logico philosophicus" de Ludwig Wittgestein, sería bueno que lo buscara y, aunque sea, leyese el último capítulo que tiene por título: "De lo que no se puede hablar lo mejor es callar".



Juan Vicente Gómez Gómez

Caracas, 15 de julio de 2004.



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