Apuntes sobre el capitalismo con cebolla picadita - Capítulo I

Abrigos para pingüinos y otras formas de hacer el pendejo

La soledad es un subproducto del primer mundismo. Mientras más desarrollado es un país, mas solitarios son sus habitantes. Los pobres, aprendí cuando pelé mucha bola en España, se apoyan para sobrevivir, mientras los ricos, aprendí cuando fui rica en mayami, se distancian del resto por cuestión de elegancia, distancia y categoría.

La soledad se promueve en una sociedad de consumo, puesto que genera un mercado infinito de productos para desesperados. Nada desespera mas que levantarse solo, comer solo, ver la tele solo, no ir al cine porque estás solo, olvidar cómo se baila, regañar al perro a las tres de la tarde con voz de recién levantado, porque si el perro no se caga en la alfombra, no hay necesidad de usar la voz.

La soledad deprime, pero no importa porque hay todo un alfabeto de antidepresivos en tu farmacia de la esquina: de la A a la Z del Anafranil al Zoloft, una pastilla para cada fobia que este trastorno te genere. Un efecto secundario por cada pastilla y otra pastilla para cada efecto secundario.

Todo con récipe médico, todo con consulta pagada, con póliza de seguro, con declaraciones de impuestos, con IVA, con recaídas, con dependencia, con miedo a la soledad que no se quita tomando pastillas que venden para que se quite una depre que te dio por no tener un alma con quien rescatar la tuya.

Buenos días. -dice telepáticamente el civilizado primermundista a su imagen en el espejo. Estoy mas gordo, mucho mas gordo, como, y como el doble de lo que debo, porque venden raciones familiares para gente sin familia. Engordo con chucherías empacadas en coloridos paquetes gigantes que dan la sensación de felicidad. Estoy muy gordo...

Pastillas para adelgazar, hierbas milagrosas, gimnasios para gente flaca, vergüenza de no ser uno de ellos, aparatos que venden en la tele para tener un gimnasio en casa, alimentos envasados en alegres paquetes que dan la sensación de que no los estás comiendo. Lasagna light, Diet Coke, galletas doble chocolate de la abuela fat free...

Galletas de chocolate de la abuela, eso es otro invento del mercado de la soledad. Una abuela genérica, gordita, sonrosada, canosa y sonriente. Una abuelita dulce que jamás se pone brava si te comes sus galletas recién horneadas hace quince días en una fabrica en Wisconsin.

Larry el lechero, pintado en dispensadores de leche automáticos, con su sonrisa de buenos días señora Smith, ¿como está su gatito? y la señora Smith, muda, introduce unas monedas en una máquina con la que jamás podrá engañar a su marido.

Y la seductora voz del cajero automático que te dice que no tienes saldo, y el contestador automático dice que no hay nadie en casa, y el simpático autolavado que te recuerda subir los cristales, y el cajón para tomarse fotos, al que entras mirando a los lados, aun cuando sabes que nadie te mira, que nunca te miran, y sonríes, y los músculos de los cachetes rechinan oxidados y haces todo ese doloroso esfuerzo porque una voz electrónica te dijo ‘’say cheese’’ y tu dijiste ‘’cheese’’ sin tener ni pizca de ganas.

En la casa una computadora para cada uno, celulares, iPods con audífonos aislantes, cada quien con su música, cada uno con su soledad y luego el mundo allá afuera: No ese mundo que aterra, que tiene alergenos y da rinitis, no el mundo en el que la ropa no te queda, el mundo imperfecto con calvicie, dientes torcidos, acné, ojos pequeños, narices grandes, tetas caídas, arrugas, miedo, soledad... Otro mundo, el mundo virtual.

Todo comenzó con las salas de chat, en dónde puedes decir que eres alto, musculoso, catira, voluptuosa, soltera, talla dos, millonario, audaz, treintón exitoso que no ha salido esta noche porque está cansado del acoso de las mujeres. Todo esto mientras comes papas fritas con una mano y tecleas con la otra, y olvidas que estás en pijamas y pantuflas y te imaginas que llevas ropa interior con pintas de leopardo, y te crecen los pechos y se achica la cintura, desaparece la celulitis, la barriga de cervecero, y te pareces a Brad Pitt o te confunden en la calle con Angelina Jollie.

Pero aparecen los webcams y las mentiras se derrumban, el mercado exige soluciones y éstas no tardan en llegar en forma de avatares. Algún genio con mucho ojo supo que los solitarios comunes y corrientes tampoco tendrían éxito en su vida virtual si no lucían bien, por lo tanto se crearon sociedades virtuales en las que pagando con dinero real, puedes adquirir esos ojos que no te dio tu madre, ese cuerpazo que el tiempo te robó, esos pantalones que no te entran ni con vaselina, esa actitud de mírenme que aquí estoy yo.

Hace unos días entré en uno de esos mundos llamado Second Life. Entré, di varias vueltas para tratar de entender por qué hay mas de ocho millones de personas registradas en ese ¿lugar?. Pues de nada sirvió porque mientras más vi menos entendí.

Para empezar, construyes tras un fastidiosísimo proceso, un personaje que puede ser como tu lo desees: alto, bajo, gordo, flaco, bonito, feo... Tienes tantas opciones que tu avatar puede terminar pareciéndose a ti, cosa que nadie quiere, pero de eso te enteras mas tarde cuando sales de la fábrica de alteregos al mundo virtual.

Como en Miami Beach, la mayoría de los avatares son rubias voluptuosas o exuberantes morenas, veinteañeros musculosos, bronceados, metrosexuales. En mi corta estadía no vi ningún viejo, ni gordos, ni chaparros que no dan la talla, tampoco quise quedarme para buscarlos.

Descubrí que se puede volar, así que salí volando de la plaza principal solo para estrellarme en una discoteca donde los avatares bailaban sin ganas, obligados por sus dueños solitarios, que creen que bailar es apretar una la tecla de ‘’enter’’ y nada más.

Descubrí que la propiedad privada virtual existe, que es muy cara y que se paga con dinero real. Puedes tener una isla, donde la arena no se te pega a los pies, pagando la módica suma de doscientos noventa y cinco dólares al mes. Puedes comprar camisas sin costuras ni tela, zapatos que no hacen ampollas aun cuando sean de estreno, puedes pagar para ver a otra avatar hacer un strip tease solo para ti, o al menos eso dice.

La terrible soledad de estar pegado a una pantalla viviendo tu vida a través de un muñeco pixelado, convirtiéndote en un triste Geppetto que sueña con ser Pinocchio. Creo que habrá que inventar un nuevo ansiolítico virtual para poder sobrellevar este mundo ‘’sin reglas’’ recién inventado. Tan sin reglas y sin sentido es que es la copia exacta de la decadencia del mundo real, donde todo tiene un precio, donde, pagando, el tamaño de las tetas no tiene límite, donde las mejores propiedades son de transnacionales reales que, se les queda pequeño el mundo físico y se lanzan a devorar megabytes, donde el dinero solo sirve para empobrecer el alma.

Yo pensé en estas personas que tuvieron la oportunidad de crear un mundo de cero y van y hacen una copia exacta de lo peor del mundo que tenemos. Que poco seso, que mezquindad.

Menos mal que mi hija jugaba afuera cuando yo, brevemente, fui una chica voladora, de edad indefinida y orejas de conejo. Aterricé con el timbre de la puerta, era Daniela, el patio estaba vacío. Corre Carola, préstame tu computadora que los niños están en el club de los pingüinos. -Me dijo con carita de apuro mi hija.

Los niños, dejaron el parque, las pelotas, la piscina y se sentaron cada uno frente a una pantalla convertidos en pingüinos virtuales, mientras suplicaban a sus padres que les dieran dinero para comprarles unos abrigos para que no murieran de frío. Se paga con tu tarjeta y ya, anda Carola, que todos tienen abrigos y gorras menos yo.

En el sofocante calor margariteño sentí un frío horrible que me atravesó la espalda y se alojó en mi corazón. Dos semanas hablando, explicando y dándome contra la pared de la incapacidad de mi hija para entender que no se puede comprar algo que no existe, cuando, en realidad, quien necesita un par de zapatos es ella que no deja de crecer, que cuesta mucho ganarse el dinero, que hay que trabajar un montón, que un pingüino no necesita chaquetas, que hay niños reales que si tienen frío, hambre, sed, que el mundo está lleno de mierda mi gorda, y que no nos debemos embarrar. ¿Cómo no pensaron en eso los creadores de pingüinos?

Terminé comprando, si, pero a mi manera, o a la de Daniela, que me demostró que las palabras, cuando tienen sentido, terminan calando. Me mandó mi hija a comprar plastilinas para hacer pingüinos con abrigos y esferas de anime para hacerles iglúes, y llevamos dos semanas construyendo un mundo con las manos y la cabeza, un mundo que se toca y no da frío en el corazón.


carolachavez.blogspot.com


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Carola Chávez

Periodista y escritora. Autora del libro "Qué pena con ese señor" y co-editora del suplemento comico-politico "El Especulador Precóz". carolachavez.wordpress.com

 tongorocho@gmail.com      @tongorocho

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