Las palabras sin contenido son solo ruidos

El ruido molesta, incomoda, e irrita. El ruido me fastidia tanto que me he visto en la obligación de entrenar mis oídos a no oír. Aprender a no escuchar no es una tarea fácil, de los cinco sentidos el oído es el mas expuesto al abuso, no trajeron párpados nuestras orejas, he ahí un error grave de la evolución.

Es fácil cerrar los ojos, bajas los párpados superiores y ya dejas de ver, es fácil dejar de sentir frío con una bufanda, un gorro y un abrigo, para no saborear la mierda solo debes evitar llevártela a la boca, la nariz está un poco desguarnecida pero siempre se puede aguantar la respiración.

Pero los oídos, pobrecitos, no pueden dejar de cumplir su función. Son unos trabajadores incansables que no duermen, y por ser tan eficientes, a veces, no nos permiten dormir.

Hace muchos años me tocó vivir, como La Cenicienta, con una madrastra mala y dos hermanastras peores. Mi madrastra tenía un problema espantoso: cuando de enojaba, y eso le sucedía cuarenta y seis veces al día, empezaba a dar un discurso doliente, para quien la tuviera que oír, monótono y repetitivo. No había escapatoria porque ella tenia dos piernas y, si era necesario, dos garras al final de sus brazos.

Como yo no era su hija, como mi papá me quería, como yo era feliz, me convirtió en el blanco favorito de sus ataques de cólera. Yo, que crecí en un ambiente armonioso, me sentía agobiadísima con sus peroratas infinitas. Ella era capaz de pasar de una rabieta a la otra sin necesidad de tomar aire.

Me despertaba con sus zumbidos de avispa gigante, desayunaba como podía y a veces lograba zafarme para ir a la universidad. Regresaba a su avispero para ser atenazada de nuevo y así almorzaba, estudiaba, me bañaba, hasta que ella se dormía y seguía quejándose entre sueños para que yo no pudiera soñar.

Una mañana me asusté mucho porque me di cuenta de que alguna de las dos había muerto. Yo me desperté descansada y muy tarde, escuché a los pajaritos, los pasos de mi papá en la escalera e incluso mi propio bostezo, escuche tanto como podía buscando un ruido con el que no me acostumbraba a vivir pero con el cual estaba estableciendo una extraña relación de dependencia: escucho el zumbido venenoso y luego existo.

Bajé a la cocina acompañada por los chillidos de mi hermanastra que, desde su cuarto, gritaba furiosa porque no cabía dentro de mi pantalón. La aspiradora estaba encendida, el portón de la entrada rechinaba, la licuadora despedazaba una lechoza y mi madrastra no se oía.

Se murió, eso es, no puede haber otra explicación. Entré a la cocina y me puse helada al verla allí de pié, esperándome como cada mañana, con sus ojos puyudos y estirados odiándome, batiendo sus garras con uñas acrílicas, moviendo sus labios rellenos de colágeno, igual que cada mañana pero sin emitir sonido alguno.

Me morí, eso es, la muerta soy yo, por eso los pajaritos y los ruidos caseros de mi infancia, estaba muerta y vagando por la casa esperando a mi papá para decirle adiós antes de ir a donde me tocaba. La muerte no era mala, era un verdadero alivio. Podía seguir oliendo el café de la mañana, podía ver a todo el mundo, podía incluso hacer pipí, era como estar viva pero sin zumbidos.

Las garras manicureadas me alcanzaron y me zarandearon desesperadas, mientras la boca hinchada de la bruja se retorcía con muecas tan feas que merecían otra cirugía. Las arrugas de su cuello se movían solo para formar otras arrugas más profundas. La cara, frisada con una gruesa capa de maquillaje, se le notaba colorada y su boca se hacía mas grande y amenazadora, y yo, muerta de la risa por estar muerta y libre de aquel ruido que me persiguió por no se cuantas semanas.

Escuché la voz de mi papá detrás de mi, me zafé de la bruja y lo abracé riendo y le dije: Chao papi, me tengo que ir, pero no te preocupes que estoy contenta. Me miró extrañado mi pobre papá y me dijo que no me preocupara que el arreglaría todo, a lo que yo conteste que no se enredara mucho con los detalles, que yo siempre he sido muy sencilla y no valía la pena gastar ese dineral en un funeral.

Mi papá se espantó, pensó que la bruja me había hecho perder la razón y me arrancó de esa casa jurándome que yo estaba viva, que si no la escuchaba debía ser porque recuperé la sordera selectiva que tan útil me había sido cuando era una niña, y, en lugar se comprarme un funeral, me compró un desayuno y una mudanza para dos. Nosotros dos.

La sordera selectiva es una destreza maravillosa que los niños dominan a la perfección hasta que son domesticados a punta de lecciones de buenos modales y uno que otro jalón de oreja, esto último parece dañar la compuerta que evita que las palabras fastidiosas lleguen hasta sus pequeños tímpanos.

Mi mamá era muy buena y pensaba que los pellizcos, bofetones y jalones de oreja atentaban contra la dignidad de los niños, por lo que mi compuerta auricular permaneció intacta, solo que cayó en desuso gracias a mi buena educación. Bastó un poco de abuso para que yo sufriera una regresión milagrosa y muy oportuna.

Desde entonces usé este don hasta que me convertí en mamá y decidí dejar la compuertas siempre abiertas por si acaso. Ahora escucho todo y de todo. He descubierto el vacío de las palabras, he oído a quienes hablan sin pensar por un momento siquiera el ridículo que están haciendo, los he escuchado decir, sin el más mínimo pudor, las cosas mas absurdas con palabras rebuscadas que no significan nada, adoptan frases que salieron de otras bocas brutas y las repiten como loros. Niegan el sentido del don del habla al mover la boca, emitir sonidos y no decir nada.

Hay palabras que suenan como patadas que no llegan a su blanco, palabras de odio que se devuelven contra quien las pronuncia. Hay insultos tan tontos, como el que me dijo un opositor furibundo que, dejando a un lado su hombría, pretendió ofenderme llamándome fea, ¿qué se le responde a eso? ¿mira mirita cara de papita?

Como todos tenemos boca, todos hablamos, y eso estaría muy bien si al hablar procuráramos hilar ideas con las palabras que pronunciamos. Pero nos vemos obligados a escuchar a personas que no tienen nada que decir y que, de paso, te exigen que debatas con ellos.

Fiel al espíritu democrático accedo a sus peticiones, expreso mis ideas y ellos solo pueden decirme fea, y, como si eso fuera tan fácil, de tratan insultarme llamándome acomplejada, resentida, bruta. No saben que solo la verdad ofende. A eso ellos le llaman debate, a eso le llaman libertad de expresión.

Mis oídos escuchan frases hechas que niegan al prójimo y a todas sus luchas, oigo con decepción a quienes se dicen ser ‘’los educados’’ hacer ruidos grotescos con la boca. Ni una sola idea, ni una sola propuesta, ni una sola palabra que tenga contenido.

Pero me empeño en escuchar, a ver si algún día comprendo que es lo quieren decir cuando emiten esos ruidos, si es que en el fondo tienen otro significado mas allá del odio y el vacío que transmiten.

Y, como soy optimista, espero un día escuchar al menos una palabra que tenga sentido de una de esas bocas que, por ahora, solo sirven para bostezar, comer y negarse la oportunidad ser una boca humana que, si se conectara con su cerebro, podría dejar de hacer ruido y comenzar a hablar con coherencia. Solo entonces podremos dialogar.

Mientras tanto solo les puedo decir que el que lo dice lo es con la pata al revés...


carolachavez.blogspot.com


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Carola Chávez

Periodista y escritora. Autora del libro "Qué pena con ese señor" y co-editora del suplemento comico-politico "El Especulador Precóz". carolachavez.wordpress.com

 tongorocho@gmail.com      @tongorocho

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