Ayer, Bukele —el autoproclamado "dictador más cool del mundo"— le lanzó una curva con piquete a Maduro: propuso un intercambio de 252 venezolanos —migrantes pobres condenados a pudrirse de por vida en el CECOT por órdenes de Trump— por presos políticos del madurismo.
Pero después del fraude de julio de 2024, Maduro necesita esos rehenes políticos como escudo para contener a un país que no ha renunciado a la democracia y que sabe que solo el fin del madurismo puede abrirle camino a una vida mínimamente digna. Cambiarlos por deportados —criminalizados por la narrativa trumpista— sería como entregar una bazuca a cambio de un petardo.
Liberar al yerno de EGU o a los aliados de Machado atrincherados en la embajada argentina, podría remoralizar a la oposición, justo cuando la administración estadounidense endurece su estrategia frente a maduro, solo muestra debilidad. En el mundo mafioso de Maduro, que el pran muestre debilidad puede ser mortal. Maduro no es un estratega; es un sobreviviente hamponil. Y los sobrevivientes no sueltan sus escudos. ¿Qué ganaría con esto, más que una narrativa endeble: "Rescaté a venezolanos del infierno de Bukele"? Su régimen se sostiene en el miedo, no en gestos humanitarios, menos aún cuando se trata de migrantes pobres y no de testaferros como Alex Saab.
Bukele, mientras tanto, apoyado en sus asesores venezolanos reciclados de Voluntad Popular, juega al héroe con las manos manchadas. Ivania Cruz, defensora de derechos humanos salvadoreña, lo desenmascara en un post: encarcela a inocentes como Fidel Zavala y fabrica casos contra activistas de DD.HH. Cientos están presos bajo falsas acusaciones, criminalizados bajo el mismo patrón que Maduro aplica contra la disidencia. Bukele no es un redentor; es un mafioso con mejor marketing. Su oferta no busca justicia, sino un golpe de efecto para parecer un líder regional mientras esconde sus propios crímenes. Si Maduro rechaza —como es probable—, Bukele se quedará con 252 deportados y un escándalo que amenaza volverse en su contra, justo cuando crece el rechazo en EE.UU. hacia Trump, su jefe.
Maduro se atrinchera para proteger su narrativa; Bukele maniobra para justificar la suya. Ambos se muestran como lo que son: un par de mierdas. Para sus víctimas, el resultado es el mismo: en El Salvador, los deportados venezolanos son tratados como desechos humanos, encerrados de por vida en el CECOT bajo condiciones infernales; en Venezuela, los presos políticos enfrentan tortura e incertidumbre, su único delito ser una amenaza o una pieza de canje para el madurismo. El gambito de Bukele no salva a nadie; solo pone precio al sufrimiento de las víctimas de ambas dictaduras.
El problema no es solo Maduro, sino la "era de los autoritarismos" que atravesamos, como señaló @m_betancourt: Bukele, Ortega, Milei, Noboa, Trump. Los deportados son el resultado de una política estadounidense que prefiere deportar a un campo de concentración allende sus fronteras en lugar de enfrentar las causas raíz de la migración venezolana: el colapso del país, alimentado por sanciones y la catastrófica gestión madurista.
Este "intercambio de prisioneros" es un duelo entre mafiosos que se reconocen en el espejo: poder edificado sobre vidas arrasadas. Bukele no quiere salvar a nadie; Maduro no puede ceder sin exponerse. Ambos están dispuestos a sacrificar vidas para sostener sus narrativas, mientras quienes sufren quedan atrapados en su disputa de poder.
La trampa es creer que debemos elegir entre ellos o aceptar esta "era del autoritarismo" sin resistir. Rechazar este falso dilema no es un gesto moral, sino una posición política necesaria. No estamos ante un juego de ajedrez con un lado menos malo, sino ante una pelea de canallas que usan personas como piezas descartables. No hay lado correcto en una partida así, y la salida empieza por rechazar la lógica que nos obliga a escoger entre dos formas de abuso. Esto no es comparable con las negociaciones diplomáticas que impulsó Estados Unidos para canjear rehenes. Lo de Bukele no es realpolitik, sino propaganda autoritaria camuflada de gesto humanitario: no hay proceso diplomático, solo espectáculo. Bukele no controla el destino de esos 252 deportados; ese poder lo tiene Washington, que usará esa ficha —si decide usarla— según su propio cálculo para desestabilizar al madurismo. El "gambito" no es suyo, aunque lo reclame.
Lo que ofrece Bukele no es una solución, sino una puesta en escena para blanquear su autoritarismo bajo el disfraz de liderazgo regional. Y eso lo hace más efectivo, no menos peligroso, porque no actúa solo: lo respalda una corriente hemisférica de derechas que se disfraza de orden mientras siembra caos. Esta es la cara de la "era de los autoritarismos": regímenes que castigan, negocian y se legitiman entre sí, mientras compiten por quién instrumentaliza mejor el sufrimiento. No es un giro regional; es una lógica de poder global.