Cuánta inefable tristeza y cuánto dolor en una despedida…

1º de mayo de 2023: Día del Trabajador. Todavía se celebra el Día del Trabajador, día que en un futuro podría llegar a ser sustituido por el de La Inteligencia Artificial. Lo raro es que por aquí en el campo nadie celebra tal día, porque trabajar es tan natural como respirar, y celebrarlo sin ordeñar ni atender los cultivos ni a los animales, sería además de una estupidez, un verdadero golpe para la economía familiar. Por aquí, es raro quien reciba un sueldo tal como le ocurre a quienes vivimos en la ciudad, aquí hay que ganarse la arepa a pulso, desde que sale hasta que se pone el sol.

Hoy ha hecho esplendoroso día, bueno para secar café, y deshidratar los ajíes picantes que nos regaló Cileni.

  • ¡Adiós! – es Ángel que pasa saludando, porque baja al pueblo.
  • ¡Ya vuelvo! –añade.

Para Ángel ir al pueblo, que queda a unos cinco kilómetros subiendo cuestas bien empinadas, es como para nosotros en Mérida, cruzar la calle hasta la bodega de enfrente, a cien metros de distancia.

He terminado de limpiar todo el cambural. Ha pasado la señora Consuelo, ha visto lo que he hecho, y exclama: "-¡Dios, cómo habrá quedado de molido el señor José". Es como un piropo, veo el terreno limpio y me digo: "-Pues, sí, ha sido un duro trabajo".

No hay como hacer ayunos intermitentes para luchar contra los fulanos tóxicos floridos, esos que le metemos al cuerpo. Un día desayunamos en forma y otro no. No hay como despacharse la mañana con un plato de frutas: cambur maduro, lechosa, naranja, para luego desquitarse con un buen plato de caraotas o espaguetis al mediodía. Si queremos evitar enfermedades, dos cosas esenciales debemos atender: una racional y comedida alimentación además de ejercicios físicos diarios. Cualquiera de estos dos elementos que lleguemos a descuidar nos puede llevar a un descalabro de nuestra salud.

Nada más doloroso que ciertas despedidas, miro el terreno al que hemos amado con tanta devoción durante más de diez años, miro estas montañas con su verdor luminoso llamándonos para que las recorramos; a los amigos que nos traen alimentos todos los días, esta luz tan dulce que arropa a nuestros cafetales, caminos como dice el poeta todos llenos de esperanzas, cantos de pájaros, paz y silencio como en los tiempos amables de nuestra infancia. Lástima, lástima que, por tonto, me negué a ser campesino para volverme doctor. Con cuánto dolor nos veremos obligados a dejar este paraíso como el que ahora yo contemplo, en el que todavía me encuentro. Tierra muda, las más dulces palabras de despedida antes de alzar el vuelo hacia quién sabe dónde…

Chespirito viene y se pone a mis pies. Nos ha adoptado y ya pareciera que no se acuerda de su amo. Prácticamente se ha venido a vivir con nosotros. Para nada quiere irse a su refugio natural que está en la casa de los Mora. María Eugenia lo consiente, lo atiende muy bien haciéndole arepitas y guardándole carne de res y de pollo. Chespirito entiende lo que siento en estos momentos en que me quedo mirando las nubes a ver si alguien me responde y me mira con sus luminosas pepas de parapara, diciéndome: "-Pues, quédese aquí para siempre, ¿cuál es el problema?"

2-5-23: Hoy temprano, frente a la cocina, María Eugenia se ha encontrado un impresionante escarabajo, más grande que su mano. Jamás en nuestras vidas había visto algo igual, con sus enormes pinzas negras, su cuerno parecido al de un rinoceronte, su caparazón, sus antenas, sus patas y tórax. Dócilmente se dejó llevar a un mejor terreno, y lo que cupo decir es que es un signo de buena suerte la presencia de este espectacular animal en nuestra casa.

Hemos realizado ejercicios físicos como pocas veces en los últimos años. No paramos de limpiar el terreno, y nos hemos concentrado en el frente de la casa. En esos menesteres, como a las nueve, nos encuentra Lizardo y su esposa quienes se dirigen a la siembra de café (unas veinte mil matas) que tienen montaña arriba, a unos dos kilómetros de donde nos encontramos. Nos invitan a almorzar en un ranchito, allá donde tienen la siembra. Agradecemos la invitación y le decimos que en cuanto terminemos nuestras tareas, cogeremos montaña arriba.

Nos sentimos hechos polvo por el duro trabajo de la mañana, y a las once emprendemos la marcha, en un día esplendorosamente claro, llevando en una bolsa, yuca y mazorcas para sancochar, además de tres manzanas de nuestro manzano. El Catire anda bien caliente, con amenaza de venírsenos un verano bien severo. Vamos por el sendero que conduce a la antigua posada Las Hortensias, hoy sepultada entre barro, palos y lajas. Vamos dejando atrás la casa de Avenildo, la de Evencio, la de los Mora, la de Rosa la de las Rosas, la de Abel. Un poco más allá nos encontramos a Manuel Ovidio quien baja con grandes palos de mapora en el hombro. Continuamos nuestro ascenso hasta toparnos con un pavoroso infierno de lajas, un volcán de piedras y árboles esparcidos en quinientos metros a la redonda que han sepultado a algunos riachuelos, sembradíos y al propio río La Coromoto, a toda el área de un hermoso bosque. Vamos pisando lajas con tierra apelmazada, y mirando hacia la garganta abierta de la montaña por donde se vino la vaguada de hace cuatro meses atrás. Sí, como dice el señor Corsino en su lenguaje, aquí se ha formado una playa (aunque él nunca llegó a conocer el mar): ásperas formaciones rocosas. Algunos aseguran que estos deslaves se producen por la persistente desforestación del lugar, y ciertamente en esto se ha tenido poco control.

Si en nuestra casa estamos a 1.780 metros de altura, pues la casita de Lizardo se halla a 1.905, de modo que la altura por una cuesta bastante empinada, nos pone a echar los bofes y a reverberar con los rayos del sol. Vamos resollando y pensando que a la vez vamos muy lento, retrasados, que a lo mejor nuestros amigos no se explican por qué tardamos tanto en llegar. ¡Oh, Dios!, este camino se nos hace interminable, muy empinado, sin un sombrita a la cual meternos, y hasta nos puede dar un soponcio. Nos acompañan Chespirito y un perro que llaman Nevado pero que hoy no lo está tanto, ennegrecido por la mugre. Alzamos la vista y allá en la cumbre vemos que nos están esperando. Vemos a Karlita que nos recibe alegremente, vemos a lo lejos el fogón ardiendo, mientras nosotros buscamos desesperadamente una sombra, resollando, dejando el alma en cada respiro. De inmediato recibimos el auxilio de una buena taza de café con un buen trozo de pan, seguido de un vaso de agua de panela, y ya, ya estamos repuesto.

La vista desde estos terrenos de Lizardo es la mejor que pueda darse de La Coromoto, y la aldea se ve tan pequeñita, como si pudiéramos cogerla con la mano. Todo tan cerca y apuñado, la casa de Abel, nuestra casita, el camino que va a la parcela de Fernando y Fátima, el frondoso valle que discurre hacia el fondo del camino real. Lizardo tiene en esta barraquita un centro de operaciones para atender el ganado y su siembra de café, situada en una bella explanada. Al uno elevar la vista ve el extenso mar de matas de café, colina arriba, con un verdor reluciente; pese al corto tamaño que presentan tienen abundantes pipas, bien verdecitas, todavía. Hay un mesón, un banco, unos troncos para sentarse, bloques de cemento apilados y arena para hacer un tanque para el café. La gran explanada es para en un futuro secar allí el fruto. El techo de la barraquita es de zinc, hay un fogón, una batea a la que llega agua recogida con manguera. El punto más alto de esta siembra se encuentra a 1.950 metros.

Yameri es una mujer hecha y formada para las más rudas tareas del campo, y la vemos ir de un lado a otro, sin parar, del lavadero al fogón, del fogón a la mesa, llevando en vasijas y platos, aguacates, arroz, ensalada rusa, carne asada, cambures sancochados, yuca y torta de auyama. En el centro de la mesa está colocado un gran jarrón de agua de panela. Se une al condumio el trabajador Gabriel Méndez, del pueblo de Guaimaral, quien vive en Canaguá y tiene tres hijas que mantener. Karlita está contenta y nos refiere que a su perrito Capitán lo mataron. Qué tragedia, porque la muerte de un animal tan querido es una gran tragedia, y de inmediato pensamos en nuestra Solita.

Finalizada la heroica batalla del almuerzo cogemos cerro arriba para apreciar mejor la siembra de café. No se explica uno cómo esta productores de café en esta zona, son capaces de plantar miles de matas en faldas tan empinadas y resbaladizas, que cualquier traspiés puede hacer que uno se pueda ir al abismo sin manera de sostenerse con nada; plantas que además hay que limpiar y abonar frecuentemente. Como voy diciendo, en la mayoría de los casos, estas faldas plantadas con café son casi verticales. Alguien podría pensar que durante la cosecha, los recolectores de pipas se deben ver obligados a amarrarse, para no irse a los abismos, pero NO, así es la vida por aquí, lo que ha de hacerse en las cuerdas flojas o al filo de la navaja, se hace sin ningún tipo de parafernalia. Unos campesinos que nos vieron a María Eugenia y a mí, trabajando con guantes se preguntaron: ¿Y cómo harán para agarrar las cosas con esos trapos? Aquí, los guantes del jornalero son los de su propia piel, los de sus costrosos callos. Cuando me veo al borde de estos precipicios y quienes me guían parecieran no darse cuenta de que yo mismo me veo a un tris de irme al infierno, y así y todo, del modo más natural me invitan a que siga ascendiendo, hacia las nubes, creo que es la voz misma de Dios quien me lleva y me protege de cualquier percance o accidente.

De la barraca de Lizardo nos dirigimos todos a nuestra casa para compartir un café de nuestra propia cosecha. En llegando, vemos a Marcolina y Toñito quienes vienen de El Cobre a pedirnos prestada la escalera. Pues bien, compartimos el café recién hecho, recordando que hubo una época en la que pensamos dedicarnos a vender café en Mérida. De hecho, llegamos a comprar varias cargas de café en laja e hicimos una asociación con mi hijo Andrés y mi hija Adriana. En un principio y en calderos nos pusimos a tostar café en nuestro apartamento, una tarea de locos, porque se llenaban de humo todos los alrededores, llegándose a producir protestas en el conjunto habitacional que ocupamos. En esos calderos no se podía tostar más de tres kilos, tragando humo durante más de dos horas. Luego, con ayuda de la familia, hicimos una tostadora que nos permitía tostar en dos horas quince kilos, y también acondicionamos el molino, usado en otros tiempos para moler el maíz, con un motor eléctrico. Mi hija Yuri nos regaló el pilón pata trillar. María Eugenia quería registrar la marca "El criollo coromotano". Estuvimos vendiendo graneado el kilo ya molido a cinco dólares (cuando hoy tiene un precio de diez o doce dólares), hasta que ya se hizo imposible seguir con un negocio tan amargo, que no daba ni para reponer en un décimo lo que en él invertíamos. Descartado este emprendimiento, pues, no nos ha quedado otra salida que poner en venta la tostadora y el molino, ambos en 300 dólares.

A las cuatro de la tarde, finalmente llegamos a una negociación definitiva, ¡aunque de momento, plata no hay! Ha llegado la hora en que nuestra casita pase a otras manos, el lugar en el cual hemos vivido durante doce años. Nos damos la mano, precisamos las dificultades, y volvemos a recorrer aquellos predios a los que nos entregamos a cuidar con devoción, como si allí fuésemos a vivir eternamente. Vivir aquí no es como hacerlo en un edificio de las urbes, aquí se pertenece a los que habitan estos espacios, aquí se llega a construir no amigos, sino una familia, y es duro partir. Puede que digamos para nuestros adentros que se cumplió un ciclo de amor, y que ya nos toca partir, pero tener que despedirnos de tantos sueños compartidos, dejar este lugar del que hemos recibido tantas enseñanzas nos desgarra el alma.



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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