Doris, mi ángel de la guarda

Mi hermana Doris vivió una existencia de novela, una rara aventura vital de extraordinarios matices, de insólitos desarrollos, de lucha en todo sentido. Llegó a Caracas cuando apenas contaba dos años, procedente de lo que era entonces un pueblo más bien lejos de la capital, Caucagua, donde había nacido, hija de campesinos pobres. Atravesó el Camino de los Tigres cuarteada en una hamaca que colgaba de un caballo de la recua que traía a mi padre enfermo de bilharzia y a mi joven madre esperanzada con la nueva vida. Se aposentaron en un barrio del oeste de Caracas dedicados a una digna vida de trabajo arduo y de una exclusión social que compartieron con la mayoría del pueblo venezolano. Allí creció Doris con la compañía de un medio hermano igualito a mi papá, Ramón, a quienes todos quisimos entrañablemente y que le antecedió en unos cuantos años por el camino hacia el infinito. Allí vio el sufrimiento de nuestro padre, enfermo y mal atendido por la sociedad viciada, allí comenzaron a despertar en ella los sueños de una vida mejor y los anuncios de futuros combates redentores.

Yo nací cuando Doris tenía catorce años, su hermano menor. Inmediatamente una iluminación, para mí providencial, hizo que se enamorara de aquel bebé para siempre y que me convirtiera en su hermano favorito, a pesar de que amó también grandemente a los demás. Por ese amor me fue llevando a sus aguas maravillosas, para hacerme navegar en su alma llena de brillos y revelaciones. Allí me cobijó y me fue dando lo mejor que al final tengo en la vida: el sentido poético, el arrobo del arte, la condición de comunista.

A los siete años empecé a conocer los privilegios que me aportaría el tener tal ángel de la guarda. Pasó una cosa rara en aquellos años cincuenta: una muchacha de 21 años le regalaba a su hermanito algo que pocos niños podían disfrutar: libros, estos objetos que todo lo tienen y todo lo dan. Así conocí a Hans Christian Andersen, a Charles Perrault, a los hermanos Grimm, y sus cuentos ilustrados con hermosísimos grabados que se quedaron viviendo en mi memoria para siempre; y también a los dioses fenicios, como Baal, y la historia bíblica de José, que me dedicó señalándome, en texto que aun guardo como un preciado tesoro, el sentido de la hermandad.

Hubo tardes en las que me llevó a su cuarto para compartir otra rareza: los sonidos un tanto melancólicos de sinfonías clásicas, asidua como era ella de Beethoven y de Mozart. Así fui creciendo yo, en esa rica compañía con la que solo competían los sudores del beisbol.

Algún día, unos años más adelante, noté que mi casa la frecuentaban gentes que entraban y salían con sigilo, y que hablaban siempre en voz baja. Después, en enero de 1958, supe que eran reuniones de la Junta Patriótica que se realizaban en mi casa, de las que participaba la joven comunista Doris Francia, fundadora, de paso, del primer sindicato de la Compañía de Teléfonos. De aquellas reuniones se me enseñó la importancia del silencio y el secreto.

Una vez que supe que Doris era comunista, no quise sino ser como ella, y escuché sus palabras sobre la justicia, la igualdad, la Unión Soviética, Carlos Marx, la Patria y la liberación nacional. Para seguir sus pasos, me inscribí a los once años en la Juventud Comunista.

En esos avatares nos vimos juntos en muchos caminos. Ella fue una combatiente clandestina, incorporada a la guerrilla en los años 60. Yo, a pesar de que participaba del frente legal del PRV (Movimiento Ruptura), le serví de respaldo o de "canta zona" en un par de operaciones. Son proverbiales sus historias de coraje y entrega revolucionarias. Finalmente terminó siendo chavista, como debe ser.

En algún momento, el paso del tiempo comenzó a cobrarle, como nos ocurre a todos. Se me fue poniendo vieja de cuerpo, mas manteniendo siempre su espíritu jovial, su agudo sentido del humor que hacia justicia a su reconocida inteligencia. Se fue sin ruido, sin aspavientos, sin dolor.

Sí, se me fue mi ángel de la guarda. Sé que pasará esta tristeza y quedará para siempre el amor, esa joya que ella me entregó y que agradeceré hasta mi último suspiro.

 

 



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Néstor Francia


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