Un Metro de encaje negro

 Al heroísmo de los y las trabajadoras del Metro de Caracas, quienes no solo han resistido las sistemáticas embestidas del neofascismo nacional e internacional, sino que han tenido que forzosamente servir de materia ante las paranormales catarsis de una arrebatada clase media en trance.
 

¡A degüello! gritaron desde la superficie. Eran las bandas terroristas, molotov en ristre, que abandonaban momentáneamente las barricadas situadas a los alrededores de la levitada Plaza Francia, y se venían como de costumbre, hacia su obsesionado objetivo: la estación del Metro Altamira.

Después de más de nueve semanas de un asedio irregular, en horario vespertino, que comenzaba de tres a cuatro de la tarde, y terminaba más allá, un rato largo, después de la media noche, con ataques rotativos y simultáneos de par de bandas por turno, tres veces por semana, todos los días, de esos tres meses de golpe continuado, los mercenarios por primera vez, dejaron ver con gran desparpajo ante los fotógrafos de la confabulada prensa mundial, a los que desconocieron en medio de sus desvaríos, su verdadero rostro: malandros transnacionales que asomaron la tragedia de los asesinatos en masas ante la santamaría de la estación.

Los y las trabajadoras reunidas en minga de defensa y protección en el subterráneo caraqueño, sabían que aquel estridente grito de guerra, no era una simple amenaza, ni una acción más del terrorismo sicológico al que habían estado sometidos desde el comienzo de los ataques, dos meses atrás. Además, la voz que lo dejó caer como tubo metálico desde lo alto de las escaleras, sonó con un marcado acento extranjero, como el impersonal altavoz de un campo de concentración nazi. La intuición les decía que a estas alturas de la escalada violenta, si los criminales no mascaban para dar de baja con premeditación y alevosía a guardias y policías nacionales, ellos con más razón, eran un objetivo militar de mayor valor simbólico. Para la elemental iconografía que manejaban sus desquiciados financistas, los líderes de la insurreccional campaña llamada "La Salida", quienes dirigían su enconado odio contra todo aquello que les recordara el mundo del Presidente Obrero, Nicolás Maduro, y más específicamente contra los choferes y unidades del Metrobus por aquello del "Chofer Mayor", así como en un tiempo, dirigieron el sumo de sus amarguras, a los militares, por culpa de un tal Teniente Coronel, como despectivamente llamaban en los círculos escuálidos" al Comandante Supremo de La Revolución Bolivariana.

Los y las trabajadoras se replegaron a nivel de túnel. Estaban acompañadas de un buen número de artesanas y comerciantes propios de la estación y uno que otra usuaria, sorprendidas ese día, por la rápida acción de los guarimberos al bloquear las salidas. Observaban estupefactas, en el televisor habilitado al centro del andén, cómo, en los canales comerciales, desfilaba un rosario de representantes de la contrarrevolución, desde mustios políticos, hipócritas, patéticos y mitómanos; angelicales estudiantes, analistas y opinadores de todos los horarios, hasta agrios humoristas, definiendo las acciones de calle que se desarrollaban en ese justo momento sobre sus cabezas, como legitimas manifestaciones pacíficas. Todavía para ese momento la televisión privada tenía el poder de autenticar la verdad, a tal punto de hacer dudar, a alguna de las víctimas allí presentes, sobre la veracidad de su realidad.

      Ese día, ante la imposibilidad de acceder a las instalaciones interiores, estratégicamente defendidas desde la mezanina por su concientizada fuerza laboral y por la impecable actuación de los cuerpos de seguridad en las adyacencias de la Avenida Francisco de Miranda (El Generalísimo), los terroristas optaron por ensañarse con la caseta de control del Metrobus. La arrastraron, cual toro moribundo tras la mórbida faena de matadores parsimoniosos, hasta el centro de la arena, y allí en medio de sus despojos, la incendiaron, levantando una larga hoguera, anquilosada en los vapores del invierno,  adoradora del fantasma fascista que volaba como bandada de cuervos sobre el Municipio Chacao.

      El personal del Metro fue el último en abandonar la estación. Lo hizo en el tren de las once en punto. Allí estuvieron en cuerpo y alma, unidos por un lazo emocional que solo la complicidad florecida en las ultimas trincheras, es capaz de emular, el que anima a buscar desesperadamente la figura del que va adelante en la oscuridad de la marcha nocturna, como cuando se le confía la vida al compañero o compañera al desafiar a la muerte, el que sabes jamás te dejará morir porque se apagaran sus ojos con tu despedida.

El resto, los trece artesanos, nueve comerciantes, un librero, una pareja de buhoneros itinerantes, un quinteto de músicos callejeros, un trio de pedigüeños, un predicador evangélico, cinco liceístas, cinco empleadas de la empresa privada, dos albañiles, una tatuadora de oficio y una poeta, habían abandonado la estación mucho antes, tan pronto como la seguridad interna así lo dispuso. No sin antes despedirse con besos, abrazos y la romántica promesa de reunirse allí algún día, más pronto que tarde, para celebrar de nuevo aquella inusitada experiencia, la que había exacerbado, más los afectos que los miedos escarbados. Fue entre el trasiego de arrimar un transporte a la salida más al oeste, el que permitió evacuarlos con seguridad cuando la guardia bolivariana pudo despejar esa bocacalle para permitir el libre tránsito, quizá por algunas horas, mientras los delincuentes se enconchaban en sus caletas al norte de la plaza. Algunas dos horas después, volverían con sus arremetidas delirantes hasta lo más oscuro de la noche, antes del amanecer.

En el trascurso de ese persistente ritornelo en que se había tornado la alargada despedida, fue cuando la líder vocera del consejo de trabajadores y trabajadoras de la Estación Altamira, capturando la importancia de la ocasión, se le ocurrió, como buena orientadora, hacer la propuesta de impulsar a partir de tanta empatía y fuerza moral exhibida, un colectivo para desarrollar la solidaridad y ejercer la defensa de la "Cultura Metro". El obrero, maestro albañil, perfil dilatado entre malandro viejo y gran jodedor, exclamó, rememorando viejas andanzas: "Nos autoproclamaremos: Colectivo Cultural, Tírame algo". Ella, dada la rapidez con que avanzó la idea, al fragor de la algarabía que se hizo bochinche, pensó atropelladamente en el nombre de un prócer, en algún luchador caído en aquellas mismas celadas y sin tener tiempo de pronunciar palabra alguna, se le adelantó el delgado buhonero itinerante, desde la mitad de la escalera donde estaba sentado diciendo con austera circunspección:"¡No es lo mismo, un metro de encaje negro, que...!" para acto seguido cuajarse de la risa. Pero que bien cayó aquella serpentina de sílabas derramadas de lo alto del techo. "Que delicado y sensual, la seda del encaje negro para la imagen de un grupo cultural" agregó la tatuadora, y a partir de allí fue imposible  deshacerse de la feliz coincidencia entre El Metro de Caracas y la fina malla negra.

Cuando el autobús que los transportaría a Plaza Venezuela, apenas había avanzado media cuadra hacia el municipio bolivariano y aun la despedida mantenía el calor de las bendiciones, la buhonera itinerante sacó la cabeza por la ultima ventanilla y gritó con toda la potencia de sus pulmones de vendedora informal: "¡Que un negro te encaje un metro!".

La avenida, altamente transitada a esa temprana hora de la noche, estalló en una explosión de risas. El humo fue cortado por un sordo relámpago y dejó ver el aire limpísimo del Wuarairarepano, las barricadas se desplomaron dentro de las alcantarillas. Las trampas para motorizados cedieron ante la tensión de los postes y la basura se tragó su olor de cenizas podridas. Venía una breve tregua, un espacio para recordar la vida y la paz, sin embargo faltaban pocos días para que quemaran vivo al primer chofer.



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Milton Gómez Burgos

Artista Plástico, Promotor Cultural.

 miltongomezburgos@yahoo.es      @MiltonGomezB

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