Acatalepsia. Una novela por entregas. Capítulo 3

Si un fisgón ecuánime examinaba con buen criterio la situación del Guamo al romperse la armonía, encontraba que sus oriundos no tenían graves e innegables razones de enojo contra nadie. Sin embargo, no obedecían siempre en el Guamo, los alborotos, a motivos cuya rueda resultara fingida y lógica. Se revelaba en ellos un ímpetu independiente del arresto en los seres, que hacía aislar, en el momento oportuno, las tuercas mejor forjadas del motor social y aguijoneaba al pueblo hacia la violencia por caminos imprevistos. Los creyentes, para explicar esta especie de misteriosos prodigios, invocaban la acción directa de los dioses. Otros, que se definían como espíritus fuertes, aplicaban el materialismo y con él levantaban hipótesis cómodas que, si a ver vamos, nada remediaban. Sea lo que fuere, las tendencias revoltosas en el Guamo buscaban base en cierto número de convites (verdaderos o falsos) pero de carácter práctico –podría decirse– que constituían la mística golpista y que llegaban a imponerse ortodoxamente como juicio histórico definitivo de todas sus causas de destrucción.
A finales de aquel año raro por lo corto, tan corto que parecía mes, pero mes largo, se comentaba en el Guamo que había escasez de pimienta y canela. Se lo comentaban Tella y Rafaela Caguatigua a la mamá de Raycón Beló que, alarmada se declaraba, por sus fallidos intentos de adquirirlas en La Primavera. Pero que más allá del Guamo se conseguía a precios poco tiernos, pero que se conseguían. Su condición de aventurero inconsciente (además del chin chin de su mamá) lo impulsó a ir en busca de ellas al este del Guamo, pero por el oeste, partiendo del Raf que, ubicado se hallaba, digamos, que en el centro-sur, para lo que tuvo que andar una cierta suma de kilómetros. Con ese fin le pidió a su novia que lo acompañara. Su novia, por casi una pizca, no era muda, pero él (ser raro al fin) la amaba con locura sofocante: se sofocaba él y la sofocaba a ella y el resto, por supuesto, terminaba también sofocado. Le pidió a su mamá que le financiara el viaje al que ella tildaba de alocado, de buscador de absurdas excusas sin sospecharse para qué. La mamá era tan enrevesada, que lucía poética. Pero lo complació. Y tratando entonces de llegar al Raf, por el oeste, lo que hizo fue llegar a Mamo Arriba por los lados de Marimar que, en aquellos tiempos era un arenero por donde transitaban sólo leprosos, putas y clientes de alto riesgo. Pero también había billete, como decía Pulguita. ¡Y billete goldo! pelando sus ojos descorazonados. Cuando Raycón Beló y su novia regresaron al Guamo con abundantes relatos sobre el billete, cada uno de sus terciopelos se apresuró a reclamar su espacio en ese vergel fiscal, por él recién descubierto. –!Oye, qué cojonudo!– expresaba el ambicioso Monío con su vozarrón al tiempo que el apacible Pajarote se reía, suspicaz, para luego olerse los dedos de la mano derecha algo atufados de alquitrán. Que los castañeros eran los autores de todas las discordias que se suscitaban entre los guamoanos, parece que era convicción dentro de la gente mejor instruida del Guamo.
Y habiendo venido los castañeros del oriente, se establecieron en esta misma zona y se dedicaron luego al comercio en sus largos recorridos. Sus carros cabeceaban sobre el macadam cargados de productos provenientes de la playa del mercado y, uno de los puntos donde más recalaban, era en Punta de Mata, la primordial. Los mercaderes castañeros, tan pronto desembarcadas, exponían las mercancías a la venta pública. Y una de las muchas mujeres que acudían a la playa a verlas con avidez, y quizás comprarlas, era la joven hija de Inacho, el jefe explicito de Punta de Mata. Pasada una semana de la llegada de los mercaderes castañeros y vendida ya la mayor parte del inventario, y hallándose varias mujeres muy cerca de la trompa del 350, y luego de haber comprado cada una, lo que más avivaba sus apetencias, forjaron y ejecutaron –los castañeros– la fechoría de raptarlas. Incitándose unas a otras, y si bien, la mayoría logró escabullirse estupendamente, no cupo esto en suerte a la hija del jefe indiscutible del Guamo, quien, junto con algunas otras fue arrebatada no obstante su intransigencia y metida en un carro y llevada al Raf, hacia donde presurosos primero se hicieran a la avenida principal del Cementerio. Así contaban los rosaleros que al Guamo fuera conducida. No como decían los del Raf, y que constituyera el principio de los atentados públicos entre guamoanos y castañeros, a más que después, ciertos rosaleros, habiendo cooperado con Raycón Beló en la subida de Torrero, arrebataran al jefecillo aquel una hija de nombre Capricornia, pagando a los del Raf el agravio recibido, con otro equivalente.
Algunos años después, los guamoanos cometieron, no satisfechos con aquel desafuero, otro semejante: robaron a Rubén Mamagorda, de los bloques, una hija llamada Endemia luego de haber corrido la Instituto en una larga galopada y llegar cerca de Torito, en la Bandera, tras haber arrumbado por la Zuloaga. El padre de Endemia, por medio de un heraldo que enviara al Guamo, y juntamente con la satisfacción del rapto, solicitaba que le fuese restituido su retoño. Pero los guamoanos tendrían a bien contestarle que, como quiera que los del Cementerio no se la habían dado antes, por el robo de la Buldocito, tampoco ellos la darían por el de Endemia. Además, relataban que en la segunda edad que siguió a estos ultrajes, habría de ser cometido otro por uno de los hijos de Loquillo: Caretigre. Porque no otra cosa, que el hecho de haber quedado impunes los raptos anteriores, pudo infundir en el joven el antojo de poseer también, alguna ilustre mujer robada en el Guamo, creyendo que no tendría, por su injuria, que dar la más mínima satisfacción. Y por tal razón entonces, robó a Orietta, motivo por el que los gamoanos decidieran enviar plenipotenciarios a pedir su restitución así como que se les pagara la pena del rapto. Los embajadores explicaron su encomienda y se les daría por contestación –echándoles en cara, el robo de Endemia– que resultaba muy raro que, no habiendo los guamoanos por su parte, satisfecho la ofensa anterior ni restituido el objeto de su rapiña, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción, para sí mismos. Hasta aquí, según decían los del Raf, pues, no hubo más hostilidades que las de estos raptos recíprocos, siendo los guamoanos los que tuvieran la culpa de que, en lo sucesivo, pudiese incendiarse más la discordancia por haber principiado sus marchas contra el Cementerio primero a que los de la calle El Carmen pensasen emprenderla contra el Raf.

Pero eso de saquear mujeres en sitios abiertos, resultaba repugnante a los cánones de la rectitud, así como también, conforme en algo a la cultura y civilización, tomar con tanta obstinación represalia por ellas. Por el contrario, no hacer ningún caso a las arrebatadas, resultaba propio de gente sesuda y habilidosa, porque bien claro quedaba que, si ellas no lo hubieran suspirado de veras, nunca robadas, hubiesen sido. Por ese juicio –completaban los castañeros– los del Cementerio miraron siempre con mucha displicencia esas expropiaciones femeniles, muy al contrario que los guamoanos, quienes por una hembra armaban una milicia descomunal, como alguna vez lo hicieran por una morena, cuando pasando al Cementerio destruyeran el reino de Portugués Amarillo, cosecha forzosa de odio con el que miraran ellos después, por enemigo imperecedero, al hombre guamoano. Sobre lo que no cabía la menor duda, era que el Cementerio y grupos bárbaros que lo poblaban, los del Raf miraban como patio trasero suyo, mientras al Guamo como una banda emancipada de su mando. Así pues ocurrirían las cosas, según la adaptación castañera.

Eran ellos muy creídos, que el origen del odio y enemistad hacia los guamoanos, les había provenido de la conquista de la Plaza Tiuna. Y en cuanto al robo de Endemia, no concordaban con ellos los del Raf, debido a que estos negaban haberla traído por la fuerza al Guamo. Por el contrario pretendían, que la joven diera razón más bien de su trato casi familiar con el chofer del 350, cuando consciente estando, del tiempo muy próximo de parir y por el jadeo que habría de experimentar, al tener que revelarle a sus padres, su femenina debilidad, hubo preferido en su lugar, y voluntariamente, fugarse con los guamoanos, a fin de no tener que soportar ese estigma.

Y un chocante empeño permitiría que Rubén Mamagorda perdiera todo: la corona Walter, su mujer y por último la vida. Llegó a tomar su resolución en verdad tan impertinente, habiendo estado sobremanera enamorado de Pierina Cachado, su esposa, y estar muy ganado además a creer gozar de la más linda mujer del universo, pero en nada (esa Anabel) manantial de límpidas y cristalinas aguas. Disponía entre sus escoltas de un privado de toda su confidencia de nombre Iván Palomino, con quien solía ventilar los asuntos incluso más reservados. Se pondría el apasionado Rubén Mamagorda entonces a recomendar con mucho empeño, un día venido muy a propósito, y llevando hasta las médulas del cielo aquella cacaraqueada belleza de su mujer, y sin que hubiese pasado mucho tiempo sin estar como si su fatal ruina hubiese sido decretada por el cielo, a departirle de nuevo, a Iván Palomino, así: –Observo, pana, que por mucho que te lo pondero no quedas muy convencido de cuán hermosa es mi mujer. Y viendo cuánto entre los hombres se da menos crédito a los oídos, que a los ojos, entonces habré yo de hacer que sea ella la que presente a tu vista todos sus adornos seductores, tal como Dios la trajo a mi mundo. Iván Palomino, al oír esto exclamaría acoquinado por la sorpresa: –¡Qué discurso tan poco juicioso y tan erróneo, vale! ¿Me obsequias, como dicha, que ponga en la mira a tu mujer? No, tú me vas a perdonar, pero la mujer que se quita una vez su ropa, también se despoja de su mesura y de su decencia. ¡Déjate de vainas, Mamagorda! Y muy bien sabes que, entre las leyes que dicta el decoro público y por las cuales debemos conducirnos, hay una que reza que, contento cada quien con su hembra, no tiene porque poner sus ojos en otras y menos si resultan ajenas. Firmemente creo que tu mujer es tan perfecta como me la pintas, la más hermosa (incluso de la pradera), pero te pido, y encarecidamente, que no exijas de mí algo tan fuera de buen juicio. ¡No busques convertirte, por tan raro empeño, camarada, en cornudo de tan erguidos pitones! –Sí, Iván, tienes razón, es perfecta, pero no bella. –¿Cómo? ¿Qué no es bella, siendo perfecta? –Sí, Iván Palomino: la única belleza que concibo es la que se encuentra en la imperfección. Porque lo perfecto no es bello. Es simplemente perfecto, ¿ves? –¡Tú lo que estás..! –¿Es loco de bola es lo que ibas a decir injuriosamente, verdad? Palomino horrorizado de las consecuencias que el espinoso asunto pudiera traerle, tal cual habló al temible Rubén Mamagorda. Pero negado a resignarse, Mamagorda, así le replicaría: –Anímate, vale, que de nadie debes guardar recelo. No pienses que trato de hacer prueba de tu lealtad y buen servicio, ni temas tampoco que mi amada mujer pueda causarte daño alguno, porque habré yo de hacerlo, de manera tal, que ni de casualidad sospechará haber sido vista desnuda por ti. Este mismo servidor tuyo te llevará a nuestro cuarto y te ocultará detrás de la puerta que se mantendrá abierta. Y verás que no tardará Pierina en venir a desnudarse y cómo, en un gran taburete de marquetería que hay inmediato a la puerta, irá poniendo una a una sus prendas dándote entre tanto la oportunidad para que la mires despacito, y a toda tu satisfacción. Y luego que ella dándote la espalda, se venga conmigo a la cama, llegas tú, quedamente, y te pintas sin que lo note. ¿Ves?
No pudiendo Iván Palomino aguantar la presión de Mamagorda, se muestra por tanto presto a obedecerle. Y, cuando éste considera que ya es hora de irse al tálamo, se lleva a Palomino a la habitación poco antes de que hiciera presencia Pierina. Palomino, cuando ella hace su entrada y va dejando sus prendas a paso de tortuga, la contempla y le admira aquel cuerpo tan bien abastecido, hasta que le da la espalda pero también algo más, y se dirige hacia la cama. Entonces se sale, pero tan poco a escondidas, que hubo ella por tanto de verlo por el desrimelado rabillo del ojo. Convencida del siniestro plan de su marido, aguanta la ira sin sentirse avergonzada y hace ver que no se había dado cuenta, simulacro que una mujer es capaz de ejecutar, impecablemente. Pero decide desde ese mismo instante vengarse de Mamagorda, porque no sólo entre los cementeriales, sino también entre casi todos los bárbaros se tenía por garrafal ignominia, el que un hombre se dejara ver desnudo cuantimás una mujer. Entretanto, y sin darse por entendida, pasó ella toda la noche sedentaria y serena, pero tan pronto apareciera el crepúsculo matutino y notificando a ciertos lacayos, que sabía eran de sus más insobornables, hizo llamar a Iván Palomino, quien se presentaría de inmediato sin la menor sospecha de que la mujer de su amigo tuviese al tanto de nada de lo conspirado por su marido la noche de anoche, ya que a menudo también solía ser llamado por orden suya. Y luego de llegar, a quemarropa le habló: –No tienes salida, Iván Palomino. Debes escoger entre estas dos opciones. Una de dos: o me recibes como tu mujer y te apoderas de los negocios, eso sí, dando muerte a Mamagorda, o morir en este momento, no sea que más adelante le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te fue ni es lícito ver. No otra alternativa hay: es forzoso que muera, o quien tal ultraje ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso sus ojos en mí, estando tan en pelotas. Iván Palomino aturdido, demoró algo su respuesta para luego implorarle, del modo más recio, que no lo obligara por semejante fuerza a escoger alguno de tales extremos. Pero viendo que era imposible hacerla desistir y que se hallaba realmente en el espantoso dilema, o de matar con su mano a su amigo, o de ser él mismo el matado por mano servil de Pierina, optó entonces por matar que por morir, y seguidamente, preguntó: –¿Ya que me constriñes a dar muerte a Mamagorda contra toda mi voluntad, dime mijita, cómo acometeremos este ingrato objetivo? –¿Cómo?– le responde. ¡Pues en el mismo sitio donde me mancilló desnuda a tus ojos! ¡Allí mismo quiero que lo cojas dormido! –¿Qué lo coja? –¡No, chico, que lo mates!
Así conjurados, y llegada la noche, Iván Palomino (a quien durante todo el día no se le perdió nunca de vista, ni oportunidad alguna se le dio para salir de aquel vaporón rumbo a un cayo floridano) siguió a la cruel mujer de su amigo que le condujo a su habitación, le puso el chafarote en la mano y le ocultó detrás de la misma fatídica puerta. Y saliendo al ratito de allí, y acometiendo con felina resolución, va y mata a Mamagorda dormido con lo cual toma posesión de su mujer y de sus negocios al mismo tiempo, suceso que un poeta de despreciada existencia, seguro no dejaría de mencionar en alguna estrofa de sucesos. Además, esta versión producto de una mente amiga de cuentos y merodeos, no tiene –como la que Zorrillo diera de un pastor homónimo– el mismo esbozo y que por tanto concordara más con la de Pepe Martínez en lo trascendente del suceso. Entonces –y sin incurrir en deducción maliciosa– ¿aquel silencio tan premeditado de Pierina Cachado no correspondía más a un entente previo con Iván Palomino, que a lo otro, y que Zorrillo por cierto catalogara, desde entonces, de cachos ramplones? Y lo sarcástico estribaba –lo comentaba no recuerdo quién, decididamente pasado de moda– en que si bien Rubén Mamagorda lo que parecía exigir de su mujer, era una sola cosa, Pierina Cachado lo que parecía exigir de él era todo lo que, como es bien sabido, ella condicionaba y codiciaba. De allí que tenía que valérsela, de modo tal, para que Mamagorda no pudiera obtener esa única cosa, sino a cambio de encargarse de ella y de los chamos por venir. Y ese no era el supuesto (ni siquiera inconsciente) de Iván Palomino. –¡Qué inseguridad tan endemoniada!– exclamó Raycón Beló, achispado.
Iván Palomino no solo se apoderó pues así de la mujer de su amigo y de sus negocios, sino que en su posesión fue ratificado por el profeta de Guaribe para que se consolidara en su ejercicio pacíficamente y, sin menoscabo, por supuesto, de que Chea Lopi, auxiliar del profeta, reservara a los familiares de Mamagorda su satisfacción y venganza; vaticinio que entre tanto ni los castañeros ni los propios guamoanos hicieran caso alguno, hasta que con el tiempo se realizara.

Iván Palomino no pudo negarse y mucho sobrellevó por no poderse aguantar. Pero a la vez se deleitó evitando la posibilidad de haber sido echado del oasis de la placidez, no obstante que Pierina Cachado hubiera de traspasar, con su maniobra, la frontera viva de su intenso barranco luego de haberse entretenido durante su adolescencia recogiendo florecillas que convertidas ya en pequeño ramillete, colocaba entre sus senos intactos.

Pero un deliberado olvido de Mamagorda impediría que Iván Palomino supiese que su amada Pierina (sobre quien no podía precisarse, por cierto, qué era en ella peor, si su locura o su vileza) mientras una vez paseaba por un cementerio –donde a propósito la conociera– comenzó a despedazar las flores y a patear las tumbas sin recordar nada posteriormente de lo que hiciera. Y que luego, en un albergue diera cuenta de haber visto personas muertas en su cuarto y en su cama, y además, de haber oído voces que la llamaban a gritos y con insistencia, desde aquel afamado cementerio.


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Raúl Betancourt López


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