La guerra perpetua, la paz de nunca (I)

I
La ingenuidad de los que ignoran la historia i la filosofía de la historia, i la falsa creencia de ser simple relato de acontecimientos de la vida del hombre, archivo de su años o siglos de peregrinar sobre el planeta, biografía colectiva del mundo, donde todo se fue produciendo al azar o, más disparate todavía, en ejecución de una programación de cierta voluntad divina, parece ser la más universal de las mentiras, o el más colosal de los errores

Esa inmensa mentira que envuelve todos los siglos i los espacios posibles, obnubila la mente i en múltiples manifestaciones culturales de la aparente vida civilizada, nos oculta el verdadero destino del hombre, o mejor, de lo que llamamos Humanidad, olvidando aquel acierto sociológico de no poder hablar de sociedad humana en singular, como hablamos de la sociedad animal. La primera es plural, compleja e incomprensible; la sociedad animal, sea de abejas, hormigas, termitas u otras, siempre serán ginecocracias estables, permanentes, donde cada individuo tiene asignada una función, programada genéticamente, o como soñó Huxley, en El mundo feliz. En cambio, este bípedo implume, este hombre que llamamos civilizado, ese troglodita pre histórico, es el más fiero de cuantos hayan habitado el planeta, incluyendo a los dinosaurios; el más impredecible i complejo, i el mayor depredador de nuestro planeta Tierra, al cual terminará indefectiblemente, por destruir.

Por ello, desde hace años, en la década del setenta, en mi novela-ensayo,

Ajedrez de Mundo, presentada con prólogo, hablaba de “las Humanidades”, diciendo que “La Humanidad no es una sola –pese a que en el juego lingüístico podamos afirmar que lo presuponemos–; son muchas i tan diversas que, en esta nave espacial como calificamos ahora a este tercer planeta del sistema solar, corremos de un lado a otro sin entendernos, odiándonos, tratando de agredir o someter al semejante en beneficio de nuestra supervivencia, robando el esfuerzo ajeno, mancillando el honor – si es que todavía existe, a no ser como palabra–, apartando con violencia al que consideramos peligroso, levantando barreras sociales, económicas, de abolengo, de castas etnocentristas o inventando dolores i crueldades, para hacer de esta especie, que no es mono desnudo sino vestido de deshumanismo , el animal más peligroso i calculador, así como el único que con inteligencia se ha propuesto -también paradójicamente– propiciar su degeneración como especie, lo que contrasta con otros tipos de progreso”. Esa novela-ensayo, subtitulada “Aventuras de una ética sin nombre” refleja mi agonía ética, ante un mundo al cual acusaba i acuso, de ignorancia i fanatismo religioso i político, tan malignos i nocivos, como las más estúpidas supersticiones del hombre. Analicemos.

La ignorancia del hombre, no es sólo de conocimientos, sino de los que pretendían los hombres ilustres de siglos anteriores i lo buscaban en la filosofía: la capacidad de comprender i explicar, mundo i vida. Por ello crearon sistemas filosóficos que en los tiempos modernos i contemporáneos, ya no tienen justificación alguna. En Filosofía decimos que, el último gran sistema filosófico, está sepultado en una tumba en Koenisberg, donde están los restos mortales de Inmanuel Kant. Empero, los científicos i hombres de grandes conocimientos existen, i por ello la ciencia avanza i la humanidad progresa; pero como lo más dominante es el comercio de todo, es la perversión o la ambición de dinero i de bienes materiales, el veneno o la ponzoña que ha ido destruyendo todos los valores éticos de la existencia humana. Por eso vemos naciones o continentes superpoblados, acorralados por la pobreza o la miseria; o pueblos “aparentemente” ricos, dominadores, agresivos i terroristas que, son una élite envanecida; pero en ellos, la gran mayoría empieza a sufrir i sufrirá los embates de lo que he denominado los agujeros negros de la economía mundial. Carl Sagán afirma en su libro El mundo y sus demonios, que “un noventa i cinco por ciento de los americanos son analfabetos científicos”. Posiblemente incluya a todos los de “las tres América”, pero por lo que expone, se refiere principalmente a su pueblo del norte. La ignorancia, además, tiene un catalizador formidable: las religiones; sistemas inventados por el hombre primitivo para remediar la soledad que, modernamente con Jasper, llamamos el solipsismo existencial, pero que no ha hecho otra cosa que dividir –o paradójicamente, embrutecer– a la humanidad en sectas fanáticas i, tal como decía Russell i he repetido mucho, “todas son falsas i nocivas”. I los que son analfabetos científicos, están en las redes de alguna religión. Por ello decía Goethe: “Quien tiene ciencia, ya tiene religión; quien no tiene ciencia, que tenga religión”. Por eso, la gran mayoría de los intelectuales, universitarios u hombres de letras, cuando están en más desventaja que Plotino o Santo Tomás, para armonizar el dogma cristiano con la filosofía griega, al enfrentarse con tantas contradicciones entre la ciencia, i los textos sagrados con sus mitos i explicaciones infantiles, se amparan en aquello de creer en lo absurdo, por la fe, así tampoco puedan explicar qué es la fe i porqué dios fue selectivo o parcializado, en el reparto de esa virtud, porque, por ejemplo en la fe cristiana, apenas si con mucha voluntad, encontramos una cifra de unos trescientos cincuenta millones de cristianos (ellos legan ser mil millones, lo que es absolutamente falso; apenas llegan o pasarán en la primera mitad del siglo XXI, a cuatrocientos mil), i en planeta habitan más de 6.500 millones de seres humanos. Pensar, fuera de la ciencia, lleva a una ignorancia generalizada, sobre mundo i vida, cosa que para profundizarla se necesitaría, no de uno, sino de muchos libros.

Ese tipo de ignorancia, entonces, nos lleva al fanatismo religioso i al fanatismo político.

(Continuará)




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Roberto Jiménez Maggiolo


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