La Hojilla (juvenil)

Con motivo de la celebración de los diez años de Aporrea, escribí un corto artículo, cuyo sugestivo título, portaba implícito, una humilde propuesta: Aporrejuvenil.org.

En el encuentro que sucedió en el CIM (Centro Internacional Miranda), se reunió parte de la militancia que colabora con dicho movimiento. En aquella oportunidad decía que quienes estábamos allí, rondábamos el medio cupón, es decir, abundamos en canas. Una generación que poco entiende los códigos de los chamos, los que aún no terminamos de asimilar, a la siempre joven, Revolución Bolivariana. Concluía que Aporrea es un portal para vejucos, y si bien, como grupo atareo, nos tocó (a los cincuentones) ser los picapedreros, en el umbral de este momento histórico, nuestros chamos serán quienes tomen las decisiones en un futuro muy próximo y es necesario pues, ponerlos en auto, lo más rápidamente posible.

Con La Hojilla sucede igual (guardando las diferencias). El programa que realmente es la novedad de la televisión en la última década, debe producir su versión juvenil como lo indica su intrínseca rebeldía. Ha  de parir el lenguaje mediático que le hable a los chamos para aglutinarlos a los procesos de cambio cultural, sobre todo en su dimensión ideología,

Por un lado, la televisión comercial, en manos de los grandes capitales privados, ha definido su tarea y su posición en la estructura del poder mundial. Cada vez ha especializado en grados superlativos, tanto humana como tecnológicamente, la exquisita arma sicológica que es, y la ha puesto al servicio de los intereses del hegemon (El Complejo Industrial Militar Imperial). Este tiene en los medios audiovisuales, específicamente en la televisión, su arsenal de misiles dirigidos al cerebro, los cuales utiliza en los escenarios de las operaciones sicológicas, las que preceden a las agresiones militares.

La innovación en la tv privada, son los reality shows. Le anteceden los programas de concursos en su insufrible variedad. La cada vez mayor saturación de burdas técnicas cinematográficas inyectadas a los dramáticos, ha dado como resultado los híbridos entre seriales típicos gringos, de todo género, y la lamentable telenovela, cuya morfología conceptual, deriva en mera propaganda. La agresiva fauna farandulera ha engullido al sector de los periodistas convirtiendo, a buena parte de ellos, en divos y divas en su gran mayoría (con sus excepciones), en defensores a ultranza, y en algunos casos, desvergonzadamente, de los intereses de los dueños de las plantas de televisión y por ende, de sus orientaciones ideológicas. En este sentido, la industria no solo ha trastocado sus objetivos, colocando los políticos por encima  de los económicos, convirtiendo de esta manera, sus estructuras en el nuevo carapacho de los partidos políticos, desplazando a aquellos carcamales que hicieron agua en el siglo XX, sino que en su desorientación moral, han degenerado en fábricas de adulterar, descontextualizar, tergiversar, manipular, ocultar, invisibilizar, censurar, alterar, victimizar, criminalizar, según la matriz de opinión que necesiten imponer.

La cada vez mayor especialización de las transnacionales de la información y el entretenimiento, de convertirse en las agujas hipodérmicas que inyectan el paquete ideológico imperial para facilitar la penetración de su idea política (Destino Manifiesto), su fuerza militar (El policía del mundo) y su doctrina económica (El dios mercado), ha quedado en evidencia, no solo en la dimensión teórica, sino en su dimensión practica. Y todo esto tiene su prioridad de acción: los jóvenes. Venezuela ha sido un autentico laboratorio para ello y la Revolución Bolivariana ha probado hasta la saciedad la podredumbre que se esconde tras la fachada de estas corporaciones informativas.

En este orden de ideas, en el marco de la Revolución Bolivariana, ha emergido una nueva forma de hacer televisión, que encuentra, en el Sistema Nacional de Medios Públicos, su expresión organizativa a nivel del Estado. En lo popular, está la Red de Medios Alternativos, los Productores Independientes y toda la política comunicacional del Gobierno Revolucionario.

Pero este es un tema que necesita mayor rigor y espacio para su análisis. Lo que nos ocupa en este momento, es La Hojilla, el programa de televisión que asumió la defensa de la Revolución Bolivariana ante el abrumador y masivo ataque mediático tanto nacional como internacional, en la guerra que el imperio le ha impuesto los pueblos de Bolívar.

Empecemos pues, por su nombre. La Hojilla: nos sugiere una herramienta tan incisiva en su accionar, que corta por sus dos lados. La hojilla fue una herramienta muy popular, utilizada con maestría, por los barberos (los del corte corriente), de la Venezuela que sobrevivió hasta los años setenta. Pocos chamos la conocen. En las peluquerías de ahora, las parten por la mitad y la utilizan como navaja. Antes eran el elemento principal de una maquinita que se ajustaba en su cabezal, y que se utilizaba para afeitarse la chiva. Hoy la han sustituido las afeitadoras desechables (las hay de hasta tres filos), cuyo ardid publicitario promete: “Lo que a la primera se le pasa, la segunda lo repasa” Pero esta imagen (desechable) no tendría la contundencia combativa que tiene la hojilla. En materia de nombre para su versión juvenil, serán los propios chamos los que inventen su denominación.

Si bien, el Aló Presidente es el programa que vino a romper la uniformidad del alienado trabajo audiovisual, La Hojilla es la que con su irreverencia, abre el camino para develar un mundo paradójicamente hermético. Y es que La Hojilla empezó por echar por tierra algunos mitos que le daban un aura de superioridad y poder divino a las plantas de televisión privadas y a sus personeros. Lo que emanaba de sus pantallas era santa palabra. Gozaban de una falsa legitimidad que el común no se había ocupado en cuestionar. Eran los autorizados de autenticar la realidad, es decir, lo que la pantalla de tv no ratificaba, sencillamente no sucedía. El hecho en cuestión, quedaba relegado a la amnesia colectiva aunque haya sucedido ante los ojos de la gente.

Y es que el tema de los mitos es lo neurálgico en este asunto. Son los mitos mediáticos los que mantienen un velo de engaño que oculta la verdadera naturaleza de estas estructuras, la gente que está detrás de ella, y como desarrollan ese poder en detrimento de los pueblos del mundo.

Uno de estos mitos es aquel que sostiene que no se le puede dar respuesta a la opinión autorizada que emana de la pantalla de televisión. Este es La Incuestionabilidad: así como existe un refrán que reza: “Entre bomberos no se pisan la manguera” parecía existir un acuerdo tácito entre los miembros del gremio de la televisión entre si y la audiencia, de respeto sagrado a las posiciones e intereses de la farándula propietaria, dándole de esta forma  al desamparado espectador, el carácter de una ficticia pertenencia. Ello establecía un contubernio que legitimaba cuanto aparecía en pantalla, fuere cual fuere su naturaleza. Cuestionar lo dicho o ejecutado por algún expositor mediático, no solo era visto como una acción de muy mal gusto, sino que establecía un acto de traición a la pulcritud de la pantalla. Quien así lo hiciera era execrado de por vida, a menos que se redimiera con generosas muestras de humildad. La Hojilla derriba este mito, en caliente, de manera inmediata y metódica. Primero, analizando estas tres interrogantes: quién (o quienes dicen o hacen lo que es emitido), el contexto (donde y cuando se  dice o se hace), y el qué (el mensaje en sí). Segundo, al construir la respuesta categórica y sin atenuantes a los, por lo general, muy inteligentes, pero débiles y contradictorios discursos del marketing mediático.

Otro es la imparcialidad. Tanto Mario Silva como los comunicadores del chavismo, en sus respectivos espacios, han manifestado el color de su tendencia política, dejando así en claro, cuáles son sus intereses en tanto su trabajo mediático. De esta manera introducen el tema de la sinceridad en un ambiente en donde se ha alimentando como valor fundamental, la falacia de la imparcialidad, de quienes fungen como dueños de los medios y de quienes emiten los mensaje. Ello constituye el otro mito sobre el cual se posa el quehacer de los medios privados, al presentarse como apolíticos e imparciales, cuando en forma tradicionalmente  subliminal, y últimamente con el desparpajo del descaro, hasta con el lenguaje corporal, empujan a la opinión pública hacia el extremo donde están sus apetencias. En este sentido La Hojilla con su trabajo investigativo, va armando el largo expediente del mapa de la delincuencia política, de las empresas mediáticas y las individualidades que le dan soporte.

La anonimia. En una sociedad culturizada para no hacerse responsable por nada, y menos por los actos que señalan la autoría de algo, en lo cual haya que pagar con el patrimonio personal, el anonimato es un refugio cómodo en el cual pretenden esconderse los cobardes tras los recovecos de sus compañías anónimas. En el universo de La Hojilla, todo el mundo tiene que responsabilizarse por lo que hace y dice en primera instancia, y luego, por lo que como dueños implican los actos y los diretes de sus propiedades.                      

El valor del tiempo. El sistema capitalista a través de una aberración como lo es la industria publicitaria, le ha adjudicado un altísimo valor monetario al tiempo en televisión. De allí una cantera inagotable de dinero. Este determina el dinamismo vertiginoso de su operatividad cotidiana. Los segundos que habrá de dedicarse a cada uno de los temas, están determinas por guiones (story boards), que terminan arrancándole el alma a lo humano que pueda aparecer en pantalla. Tanto Aló Presidente como La Hojilla y últimamente Cayendo y Corriendo, se deslastran del tiempo mercantilista, aquel que  le pone precio a las horas de trabajo del hombre y la mujer para pagárselas a precios de miseria. Por otro lado vende tantos segundos como se puede al mejor postor, a precios del valor que reclama el trabajar un micro segundo, en la mente de alguien. La comunicación en el socialismo pone al tiempo, al servicio de los seres humanos, en función de los procesos para su desarrollo. El tiempo deja de tener un valor monetario para adquirir el valor que retribuye el movimiento y el espacio para la vida.

El tabú de lo innombrable. La maña de evadir el nombre de las cosas para evitar las confrontaciones odiosas (o peligrosas), que pudieran poner en evidencia la complicidad de la televisión como industria en la maraña de actos delictivos de todo genero, configuró un lenguaje mediático, evasivo, guabinoso, alcahuete; que siempre estaba en procura de decir de todo para no decir nada. Es así como a muchas afamadas marcas, las que sustentan económicamente estos emporios comerciales, no se les pueden nombrar ni con labios de pétalos, so pena  de sufrir astronómicas demandas o retiro inmediato de sus cuentas, como llaman al descomunal flujo de dinero que estas inyectan. En La Hojilla todo tiene su nombre (y su apellido además), tanto las personas como las organizaciones, todas y todos, cargan  con la responsabilidad que le corresponde al aparecer en pantalla, por lo tanto son nombradas con todas sus letras, ellas y sus dueños. En este espacio son tan terrenales, como los pobladores del último caserío, y reciben el trato que se merecen.

La exclusividad. La televisión avanzó en el propósito de pulir la pantalla para legitimar su discurso, no solo en el sentido del esteticismo occidental, sino en el de “calidad total” de la moderna libre empresa. De la pantalla fue excluido todo lo que es considerado feo, pobre e inculto, con ello reafirmaba su carácter discriminatorio y solo podía acceder a la palestra mediática, una suerte de elite sagrada, cuyos criterios se constituían en ley. De esta manera cualquiera que expresara a través de la pantalla chica, opiniones y preceptos vacuos, siempre y cuando estuviera en consonancia con los intereses de la idea política de la industria mediática, era concebido por la desprevenida y cautiva audiencia, como lo verdadero. Opinadores de oficio, religiosos, mujeres, pretendieron utilizar la supuesta inmunidad que les confería su género, su culto y sus conocimientos, para atacar sin ninguna limitación a sus adversarios. Sacerdotes, damas, académicos y otras especies, se subieron al ring a tirar coñazos, esperando ser tratados como señoritas delicadas.

¿Como pretende ser tratada una persona que interpreta a todo un pueblo de la siguiente manera?: “El mismo lumpen de siempre, los sempiternos viajeros de autobuses con un bollo de pan bajo el brazo y una carterita de ron en el bolsillo”. Al contrario de su malévola intención, de dañar a toda una maza noble, a él se le responde con un particular: “Hijo de puta”. La Hojilla le da respuesta por encima de los mitos. Derribándolos. Esta persona ahora no es el hijo de un respetado y admirado editor, sino un peligroso bocazas, amparado por la “libre expresión” que consagra la Constitución Bolivariana.

La televisión socialista debe segur emergiendo en la pantalla del sistema Nacional de Medios Públicos, y en ellos la Hojilla tiene un sitial de vanguardia. Lo ha probado, es como lo dijimos al comienzo, la verdadera novedad. Ello exige sacrificios y riesgos. Ser precursor nunca fue fácil. La Hojilla es la expresión de los valores de la televisión en la patria libre y como tal es incomprendida en su tiempo.

Hacia el 7 de octubre en el curso de la Revolución Bolivariana.

miltongomezburgos@yahoo.es




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Milton Gómez Burgos

Artista Plástico, Promotor Cultural.

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