¡Negociad, o morid!

No culpo a nadie en Venezuela por haber creído en la Revolución Bolivariana, ni por no haber creído en ella; cualquier posicionamiento (a favor o en contra) frente a sus responsables políticos (Chávez y compañía) era y aún es justificable (por la positiva expectativa histórica de cambio que había al comienzo y las lamentables condiciones en que se encuentra el país una década más tarde). Hoy resulta igualmente válido haber creído o no en tales líderes: vemos claramente que tanto el gobierno como la oposición ha tenido buenos motivos (incontestables) para entrecriticarse. Simplemente, ninguno podría lanzar la primera piedra con intacta moral.

Fallas y aciertos disputándose el primer lugar al interior de ambos sectores hacen que los saltos de talanquera resulten hoy prácticamente irrelevantes. Más importancia tendrían en el béisbol. 

Dicho de otra manera: inútil, independientemente del sector al que pertenezcamos, continuar perdiendo tiempo y energía en acabar con quienes nos igualan en imperfección y mera buena voluntad (o si lo preferimos, en negligencia y buenas intenciones inaplicables). ¿El resultado? Un juego trancado, un país auto-bloqueado (y presa en el ínterin de los peores oportunismos, de las mañas acumuladas de un pasado insuperado).

Se agotan inútilmente todas las fuerzas en destruir a un contrario que sólo nos asemeja demasiado. Somos un país inmovilizado, falsamente activo, vulnerable.

De la misma manera que no necesitamos del diablo para hacer el bien, no siempre necesitamos, contrariamente a lo que se piensa, destruir para construir. Pero he aquí que no paramos de fabricarnos excusas para engordar nuestro odio recíproco (el peor odio, el de resentidos), en vez de dedicarnos a trabajar cada uno según sus capacidades en la solución de tantos problemas esenciales (que deberían sepultarnos en la vergüenza más profunda, ya que no admiten ideología alguna, aparte de aquella llamada sentido común).

Pero para defenderse cada uno desde la falsa solidez de su trinchera de papel, vaya letanía interminable de clichés intercambiables.

¿Qué pretende la izquierda, despojar completamente a quienes poseen algo, para devenir gerente sin competencias, y pasar a explotar al hombre desde el Estado (a punta de antisindicalismo y retaliación a la auto crítica, por mandato revolucionario)?

¿Y qué espera por su parte la derecha, seguir ad eternum disfrazando de sacrificios sacrosantos la abominable superioridad de condiciones de vida que acapara una ridícula minoría; convencernos de la santidad absoluta del sudor de la frente de ésta; beatificar su opulencia, sublimando las limosnas mensuales que la misma reserva para sus flojos esclavos?

Mejor sería, me parece, que ambas damas descendiesen de las nubes en sus aladas monturas y por una vez... ¡NEGOCIASEN!

Las clases sociales son una realidad, pero es un error garrafal seguir interpretando la tensión entre ellas mediante los a prioris de una lucha inexorable, fatal, última e impostergable; adjetivos todos, como vemos, portadores en sí mismos de una temprana alegoría apocalíptica, propia al catecismo marxista en su curioso presentimiento de fantasmas recorriendo continentes, y otras necrológicas utopías.

Pero no es casual que dichos adjetivos rimen tan bien con el sustantivo "LUCHA". Éste, por ejemplo, supone desde ya —en forma demasiado apresurada y simplista— la existencia de un destino fatal, de un desenlace violento (incluso mortal), el cual es invariablemente antepuesto por la ortodoxia revolucionaria como condición previa a toda idea constructiva. Para ella lo positivo comenzaría, pues, por lo negativo; la construcción, por la negación...

Hmm... nada más sospechoso. Como todo fundamentalismo: otro caso de psicoterapia.

También otras palabras de la jerga revolucionaria, como abolición y ruptura, llevan la carga negativa del resentimiento antes que la positiva del cambio verdadero hacia el equilibrio y la igualdad (que las mismas tanto proclaman). Solapadas en el ideario revolucionario, muy sinuosamente escondidas en él, se encuentran también otras energías negativas que jamás lograrán llevar a las masas más allá de la pura venganza. El resentimiento solo no basta, está condenado a reproducir su miseria. Toda referencia al humanismo por parte del resentido no es más que un vehículo retórico, un artilugio demagógico hacia la ejecución del otro. Un acto, por cierto, en el cual también se ejecuta a sí mismo, pues lejos de conjurar su suerte, mediante él la confirma.

Cuando las diferencias (de la sociedad en clases) son sopesadas principalmente por su antagonismo, y el acento es puesto deliberadamente sobre la potencialidad auto destructora de los factores "en pugna", pasa desapercibida otra potencialidad existente, la cual es menos obvia pero mucho más útil y esencial: las diferencias son el objeto ideal para la síntesis.

La tensión interclasista no supone una salida exclusiva por enfrentamiento hasta la destrucción del otro, constituye en sí misma una realidad potencial de transformación positiva. Los antagonismos sociales tienen otras opciones que el mutuo exterminio. La eliminación del otro no es siquiera una forma de aproximación al equilibrio. Hay una, sin embargo, que no es para nada nueva y tal vez constituya, en fin de cuentas, la forma más civilizada, realista y efectiva de promover avances: LA NEGOCIACIÓN.

Inútil aquí hablar siquiera de lucha, sólo de estrategia. Aunque, si vamos al caso, estrategia es en realidad la única forma verdadera de lucha, pues implica jugadas, seducción, inteligencia. Las patadas al tablero no lo son, por supuesto. Allí donde no hay negociación, hay sólo barbarie. 

La historia universal es la única que tiene la última palabra, realmente sólo ella sabe las respuestas. Pero es muy quisquillosa la milenaria abuelita, no le gusta ser ignorada, relegada a planos accesorios; castiga con sus mismos falsos remedios a quienes no aprenden de ella, y los trata enseguida como pretenden ellos tratar al mundo. "¿Les gusta la violencia, la confrontación? Pues bien, experimentadlas hasta sus últimas consecuencias". Es una dama, de hecho, muy complaciente... Su voz sabia y maternal, pero austera, pareciera estarnos deciendo:

" Entonces, venezolanos,

si no hay entre vosotros la menor disposición para negociar,

parad pues con la hipocresía del discurso democrático

(en el cual confesais no creer ni un minuto,

a pesar de vuestras continuas elecciones).

Mejor aun, destruiros sin piedad unos a otros.

Sí, eso es:

en vez de negociar, desahogaros como buenos salvajes;

saciad vuestros odios pavlovianos,

aquellos con que habéis sido alimentados

(por vuestros propios líderes, con fines politiqueros).

Mataos, pues,

pero bien rápido!

y con vosotros al país.

¿Por qué desperdiciar otro ejemplo de barbarie?

También adoro coleccionarlos (como sabéis no tengo preferencias).

Sed al fin consecuentes:

¡ negociad, o morid ! "





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Xavier Padilla


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