Errores a corregir y heridas por sanar

Recomendar la auto-crítica, para condenar a quien la ejerza...

I
Toda revolución comienza por una crítica del orden establecido. La crítica es entonces una forma de indisciplina frente a él. La revolución, por lo tanto, es esencialmente indisciplina.

Lo mismo aplica para la auto-crítica, esa forma de indisciplina supra-ética, cuyo objetivo es evitar la reproducción hacia dentro de las miserias morales halladas afuera.

Por ello, resulta muy extraño ver a un revolucionario descalificar apresuradamente a la auto-crítica (la crítica hacia dentro), acusando de conspiración, de infiltración o incluso —en el mejor de los casos— de ociosidad a quien la... ¡ose!

Aun peor que verlo, es oírlo hacer, mientras martilla los clavos de su condena, un llamado a la disciplina.

Mas no es inusual, desafortunadamente, encontrar esta conducta en revolucionarios llegados al poder. Algunos, una vez en la cima del Olimpo, parecen olvidar sus orígenes rebeldes, los años en que la disciplina también rimaba como otro nombre de la censura, no habiendo tenido ellos mismos más remedio cierto día que optar por la indisciplina, ese otro nombre posible de la justicia, tan afín a rebelión.

Tarde o temprano llega el momento de pasar a ser "receptores", no sólo de la crítica exterior, sino de la interior. Muchas veces ésta nos recuerda a una hija legítima, aún en busca de reconocimiento y de quien nadie quiere hacerse cargo.

Entonces el valiente escenario de la revolución se vuelve agitadamente doméstico. Cobra la forma de un confuso salón de espejos. Unos se preguntan dónde está el "culpable" del engendro, otros por qué la niña nunca nace en el buen momento.

Crispados los instintos en fórmulas ingenuas del deber, las paciencias se a hogan en brazadas extenuantes. El enemigo interno, el mismo que "debe estar en alguna parte", más vale que realmente esté en alguna…

Llega entonces a empujones, arrestada, la mágica palabra que todo arregla: "¡ANARQUÍA!"

II  

Había que desviar el asunto de su principal cauce y transformarlo en... cualquier cosa. Triunfa nuevamente, por supuesto, la autoridad, a quien "Anarquía" viene siempre al dedillo, a pesar de ser algo muy distinto de "caos".

Pero dicho desvío nos obliga a un paréntesis:

El principio que rige a las masas en la formulación y realización de ejemplos concretos de solidaridad social; que promueve en el individuo acciones espontáneas cuya audacia resulta en hechos trascendentes; que emerge de las entrañas mismas del interés colectivo, sin demagogia, cual expresión asimétrica de soberanía: se llama ANARQUÍA.

Los individuos de un colectivo se unen espontáneamente por afinidad de convicciones en la auto-distribución de tareas inherentes a la realización de un ideal común; es decir, tienen libertad en todo momento para proponer, organizarse y realizar; y ello sin requerir las directivas de un "alto mando".

No niegan, sin embargo, a tal mando, el cual es probablemente una opción para ellos. Dicen los derechos revolucionarios, donde quiera que el futuro progresista de la especie los escriba, que los individuos, solos o en masa, regularán de cualquier modo a estos "mandos" mediante la acción, la participación. Es e l poder de las masas manifestado en acciones no subordinadas a un plan, mas no desprovistas de plan.

Pero no hay prodigio c ívico por gracia, gratuito: es necesario dejarse encarnar por los principios defendidos. Lo verosímil, lo verdadero, es intrínseco a la lucha. E l revolucionario no empuña una espada, es la espada en manos de una idea.

En las virtudes de mañana, el ciudadano será reconocido por conductas aún desconocidas. L e conviene entonces , p ara fundar su nueva polis, entregarse desde ya al cultivo deliberado de ciertas contra-mañas.

Habría much í simas... Una de ellas, por ejemplo, sería acostumbrarse a observar un frío desapego por las grandes construcciones físicas, esos mastodontes llamados a veces iglesias, otras ministerios; blindarse resueltamente (as í, por principio) contra todo tipo de afectos inspirados por el orden jerárquico que invariablemente florece al interior de todas —sin excepción— las construcciones palaciegas. La arrogante y fastuosa elegancia que ellas ostentan no es para nada ingenua, ni accidental, sino una constante histórica en la inducción social de mansedumbre y consentimiento.

III

No hay excusa válida ni posible para el ocultamiento de la información en un proceso revolucionario: aquellos que la tengan en su poder, por virtud de cualquier investidura que les concierna, están moralmente obligados a compartirla. Ni tácticas, ni pretextos de Estado en medio de coyunturas políticas justifican el bloqueo de los derechos ciudadanos sobre el acceso a la información.

En caso de bloquearla, ¿no se genera de inmediato ocasión para la crítica?

De hacerlo, no puede haber quejas, descalificación, retaliación contra la legítima invitada.

Revolución es ante todo CRÍTICA, y nunca habrá razones estratégicas suficientemente buenas que le prohiban este rasgo, este gen. Lo propio de ella es manifestarlo en forma plena, es decir, no sólo hacia afuera, sino también en forma refleja. El día que la revolución olvide vigilarse a sí misma, ponerse a prueba , pasa a ser otra cosa.

IV

Ningún centro de poder, por revolucionario que se tenga, puede atribuirse derechos de exoneración frente a la crítica. Hacer de ella un uso selectivo es impensable, contrario a su naturaleza. La crítica es un derecho atemporal, inalienable de las masas (las cuales también incluyen “las bases”), y no puede estar regulada desde arriba por preceptos —¿pretextos?— disciplinarios.

V

Disciplina revolucionaria es, ante todo, disciplina crítica. O sea, indisciplina supra-ética, no un ciego acatamiento de directrices. Es inadmisible que los líderes revolucionarios exhorten al ejercicio de la crítica y luego ejecuten sistemáticamente a todos quienes toman consejo.

VI

No se puede recomendar aquello que luego se penaliza. No obstante, tal contrasentido ocurre en muchas instancias de nuestra civilización, y no precisamente en forma accidental. Se trata de una de las más antiguas técnicas utilizadas en las organizaciones de tipo jerárquico, y garantiza el control de los sectores inferiores por parte de los superiores. Pero u no de los contextos donde su aplicación es más corriente, es el militar. Allí guarda plena coherencia con la idea de disciplina que se forman los profesionales de la guerra.

VII

Un rey moribundo revelaba al príncipe —su pronto heredero al trono— que el secreto de mantenerse en el Poder estaba en castigar abiertamente y sin excepción todo indicio de insubordinación a la corona; que una dosis regular de punición era, incluso, siempre necesaria a la salud y estabilidad de un reino...


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Xavier Padilla


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