Hugo Chávez en Colombia, entre dioses y designios

De antiguo sabemos de videncias. Entre griegos, cuando un guerrero moría en manos de otro, solía predecirle la muerte. Es famosa la sentencia de Héctor a Aquiles, al pronosticarle su muerte por causa de las flechas de Paris. Mucho más tarde, a años de haber finalizado la Guerra de Troya, Ulises muere de la manera más simple, cuando era rey en su isla y nada como una guerra lo amenazaba. El oráculo le había vaticinado que la muerte le vendría del mar y, en efecto, acabó con él un erizo.

Sin duda, si queremos ser efectivos adivinos, podemos sentenciar que todos moriremos. De ello no hay duda. El problema siempre será saber cuándo o cómo, a menos que una enfermedad incurable le haga decir a un médico que contamos con tantos meses de vida, por ejemplo. Edgar Cayce, vidente estadounidense, le dijo un día a una actriz que no se montara en el avión, por más importante que le pareciera aquello que la esperaba en su destino. No obedeció y su capítulo es historia. (Por cierto, este vidente vaticinó la desaparición de los EEUU bajo inundaciones, luego de lo cual una era de preponderancia encarnaría en Suramérica)

Vivimos, en fin, en la incertidumbre de la vida, que es como decir de la muerte, no sabiendo cuándo nos toca viajar tan largamente. No tenemos muy a la mano matar a alguien para que nos “confiese” el futuro, como entre griegos, ni tampoco la suerte de que un amigo vidente como Cayce tenga una visión y nos advierta. Nada de oráculos por estás épocas.

Ello nos lleva a las “confianzas” de vivir como todo el mundo, bajo la incertidumbre, que a fuer de ser normalidad la asumimos como invulnerabilidad, no creyéndonos nunca que la pelona nos vendrá a buscar. ¿Se imaginan? ¿Pensar en la muerte a cada paso? Terrible, sin duda, y sería como si muriésemos permanentemente estando en vida, dada la angustia o temores.

Se acabaron aquellos tiempos míticos, de previsión futura, al parecer. No se movía un soldado griego o troyano hacia el combate (para seguir con la referencia) si un águila daba un “mal vuelo” en el cielo; o si las vísceras de un ave sacrificada revelaban algo siniestro. A no ser por el pulpo Paul del reciente mundial de futbol, que acertó todos los resultados que predijo, no parece haber en el presente fuentes fiables de predicción, como se corresponde con una época tan científica y desmenuzadora de mitos cual la que vivimios. Al desconfiar de todo, incluso de aquellos vates que te aconsejan, terminamos confiando en nosotros mismos, casi exclusivamente, como bien se corresponde con una era moderna y postmoderna que propugna a la razón como el don personal, divino y hasta contradivino. Ya no hay dioses.

Y así el cuento, no nos queda a nosotros más que nosotros mismos, es decir, la razón, la lógica, el auxilio de la ciencia, política y social. Como dijera nuestro filósofo J.R. Guillent Pérez, hablando de los griegos, por cierto, y del mensaje de su filosofía: “el hombre ha de ser libre, ha de vivir sin dioses”.

De manera que nos queda el análisis para intentar prever el futuro, la consideración en frío de los hechos, en medio del despliegue de un acto mental muy contrario al implicado en cualquier teoría surrealista o caótica, que observa la supresión de la razón. Más cuanto si lo que pretendemos augurar en nuestra propia seguridad.

El presidente Hugo Chávez ha sido invitado a asistir a la toma de posesión del nuevo presidente de Colombia, Juan Manuel Santos; y al parecer, según ha proyectado hacia los medios de comunicación, el primer magistrado se debate entre ir o no. Sin duda un acto audaz, no más de pensarlo, cuanto más en su vacilación.

Lógica y razón, que es lo que nos queda, como dijimos, gritan templanza, frialdad en la consideración. La lógica, por ejemplo, pide respeto en el planteamiento de sus premisas. No diremos que Colombia, tal cual la configuran sus castas gobernantes decimonónicas, es un pedazo de patria continental perdido, para no sumirnos en una espuma pesimista; pero no debemos dejar al olvido que nunca nos ha pertenecido en alma, realmente, ni siquiera durante la época de Bolívar, época también de Santander, cuando empezó a cuajar como un sistema de gobierno contrarrevolucionario, traidor y apátrida.

Con todo su amor integracionista, Bolívar nos quiso llamar “colombianos”, pero dejó la vida en ello, en el seno mismo de una Colombia ya irremediablemente santanderista y entregada al designio de una nueva fuerza extranjera imperialista, en lugar de la vieja española desalojada. Casi como un sarcasmo de la vida, de profundo simbolismo histórico, Bolívar murió en sus tierras, mismas en la que floreció todo aquello contra lo cual en vida luchó: opresión social, opresión colonial, explotación del hombre por hombre, castas terribles de diferenciación social..., y donde al sol de hoy continúa ese jardín muy frondoso. Colombia es hoy cuna de la contrarrevolución, sede del antibolivarianismo, protectorado imperial de los EEUU, base de 7 guarniciones militares extranjeras, cuña contra la integración latinoamericana, espíritu demoledor contranacional y de ideales. Hugo Chávez, por su lado, encarna lo contrario, es un espíritu bolivariano, de esos asesinados en el cuerpo de Bolívar en su época... ¿cómo pretender encajar en el centro mismo de la antonimia moral? Se oyen las protestas de las premisas y las lógicas.

Se debe tener presente hoy y por un largo lapso de tiempo, según el enclave que ha practicado el imperio de los EEUU sobre sus tierras (bases militares, financiamiento), que Colombia es un país perdido para la causa, casi enemigo a no ser por su pueblo llano, igual al venezolano, ecuatoriano o peruano, siempre necesitado de independencia. Creer lo contrario, anclado en un noble deseo de no reconocer realidades, es perder las únicas defensas que provee el vivir a lo moderno, a lo griego, sin dioses, como dijimos, entregados únicamente a nuestros propios y racionales designios. Ningún lugar mejor para asesinar a un presidente o ideal como Hugo Chávez que Colombia. Colombia hoy es el resultado de un proceso histórico, nada borrable en sus resultados en dos o tres años, menos por la vía ilusoria de unos buenos deseos o mentalismo, muchos menos por una simple visita.

Desde el punto de vista de la razón, sobran las consideraciones. Ella es una capacidad de conciencia. Hugo Chávez está obligado a tenerla y a regirse por ella. El mismo presidente ha dicho lo que sería del país si él muriese asesinado. Huelga hablar de las consecuencias. Bástese dejar aseverado que pasarán décadas para que una promesa de transformación socialista vuelva a prender en nuestras tierras, mismas que a futuro estarán severamente atenazadas por la derecha política, más acuciosa, más avisada, más inescrupulosa, consciente de la indeseada e histórica experiencia chavista.

Hoy la oposición magnicida y quienes internacionalmente le prenden velas negras a las revoluciones rezan para que Hugo Chávez pierda su guarnición: una decisión huérfana del visto bueno de los únicos dioses personales de nuestros tiempos modernos: razón y lógica. ¿No ha visto usted la alharaca en los medios políticos opositores, donde casi empujan y sentencian “¡Qué cobarde!” para que el presidente se embarque de una mala vez hacia Colombia? Una de sus plegarias favoritas es el efecto a recoger de la afirmación de que con no ir Hugo Chávez en nada recompone las relaciones con el vecino país. ¡Por favor...! ¡Arreglar Chávez el asunto con Colombia cuando 7 base militares de los EEUU se ejercitan y uno de sus soldados predilectos (Juan Manuel Santos) ejerce el poder! Se sobredimensiona el efecto de una simple visita en aras de una ansiada probabilidad de muerte.

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Oscar Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

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