El traje viejo del Emperador

Hace muchos años había un emperador tan aficionado a expandir sus dominios que gastaba todas sus rentas en difundir las más refinadas mentiras para justificar su política exterior. Igual que otros emperadores de la historia, realmente no gobernaba a nadie. Su padre y otros seres malignos le decían todo lo que debía decir y lo que debía hacer. El pobre hombre, que siempre tenía cara de susto, era la fachada de un imperio verdaderamente cruel.

No se interesaba por sus soldados, ni por la economía, ni por la diversidad cultural y religiosa más que en aquello que le servía para alcanzar sus propósitos. Tenía una mentira distinta para justificar cada invasión, cada genocidio, disfrazándolos de una profunda preocupación por llevar la libertad y la democracia a todos los rincones del mundo. Sobretodo, si se trataba de pequeños países ricos en petróleo y minerales estratégicos.

Los funcionarios del gobierno imperial se sentían muy astutos y un día se les ocurrió que tenían derecho a defenderse de quienes nunca los habían atacado. Bastaría señalar que tal o cual país constituía una amenaza terrorista y que estaba formando junto a otros países peligrosos un eje del mal, para organizar una operación que fuera a libertarlo, es decir, bombardearlo, invadirlo y saquearlo. A esa profunda doctrina, fruto de la más avanzada filosofía militar, le llamaron guerra preventiva. “Nos brida una ventaja excepcional para distinguir a nuestros amigos de nuestros enemigos -aseguraron los expertos-. Quienes que no estén de acuerdo con la nueva doctrina son amigos de los terroristas”.

Escogieron un pequeño país petrolero gobernado por un súbdito que no simpatizaba con el imperio. Como debían acusar a ese país de algún delito muy grave, lo mejor que se les ocurrió fue mirarse al espejo. En pocos días circularon por todo el mundo noticias de las peores cosas que el emperador había hecho, pero achacándoselas al pequeño país condenado.

Ante la mirada de asombro de la comunidad internacional, las agencias de noticias no paraban de divulgar: “El emperador asegura que el pequeño país petrolero posee armas de destrucción masiva y está dispuesto a utilizarlas. Afirma que si en el plazo estipulado no logran demostrarle al mundo lo contrario, deberán atenerse a las consecuencias”. Por absurdo que parezca, uno de los pilares de la nueva doctrina era la presunción de culpabilidad. En adelante todo sospechoso será culpable incluso si llegara a demostrarse lo contrario.

Muchos gobernantes no estaban convencidos de que el pequeño país fuera una amenaza real, algunos no creían en absoluto tales acusaciones ni en las supuestas “pruebas” que decía tener el imperio. Pero casi todos pensaron: “Sé que eso es mentira, pero si digo que no me lo creo, mañana mi país podría estar en el mismo lugar. Aquí lo que conviene es andar de buenas con el emperador, y no involucrarnos en asuntos que no nos afectan directamente”. Ninguno quería arriesgar, por contradecir al imperio, los subsidios y el apoyo imperial que recibían.

Muy pronto el imperio encontró algunos aliados para sus planes de bombardear, invadir y saquear al pequeño país petrolero, a pesar de que nadie veía nada de lo que la prensa informaba, porque nada había. Los aliados, los subsidiados y los amenazados se sumaron al eco de condena contra la “amenaza terrorista” o se limitaron a mirar a otro lado mientras las bombas caían.

Unos meses después, en ocasión de la asamblea anual de los países súbditos del imperio, el emperador defendió ante la comunidad internacional el éxito de su nueva doctrina. Habló de los avances en la lucha por la libertad y la democracia, de las amenazas que todavía subsistían, de los enormes esfuerzos que hacía el imperio por hacer del mundo un lugar más seguro, en fin, las cosas que siempre decía. No faltaron los aplausos y los efusivos discursos complementarios. Algunas voces inconformes pidieron más ayuda para su país pero ninguna se atrevía a cuestionar las “verdades” del emperador. Entonces llegó el turno de un pequeño país del sur, cuyo gobernante era conocido por su incontinencia moral. Extraña enfermedad que le hacía soltar verdades en los lugares más inesperados, sin guardar las formas diplomáticas ni el estilo reservado a los buenos súbditos.

– Gobiernos y pueblos del mundo, muchos de ustedes ya lo saben pero alguien tiene que decirlo: El imperio es el infierno. Se sostiene en base a la mentira. Su estrategia es culpar a otros de los crímenes horrendos que cometen ellos mismos. El Emperador es un pobre diablo… y por ahí se fue.

Un silencio de miedo invadió el recinto mientras se escuchaban estas palabras, pero al terminar, reventó un sonoro y largo aplauso en reconocimiento a su valentía. En cuestión de minutos las agencias internacionales de noticias titulaban en sus cables: “Súbdito insumiso llama pobre diablo al emperador y desnuda las mentiras del imperio” Y en el planeta entero los pueblos de todas las latitudes comenzaron a gritar “¡El emperador es un pobre diablo!. ¡El imperio está desnudo!”.

Aquello inquietó mucho al gobierno imperial, porque sabían que ningún pueblo volvería a creer jamás en sus mentiras. Sin embargo, pensaron: “Ahora no podemos volver atrás” y siguieron más arrogantes que nunca. Los voceros de la casa imperial sólo dijeron que no responderían ofensas personales contra el emperador y continuaron repitiendo hasta el final sus viejas y desgastadas mentiras.



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Manuel Bazó


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