El ajedrez político-militar en América del Sur

La posibilidad de guerra en el continente fue real. En caso de haber ocurrido el conflicto, sería una alianza de dos estados nacionales contra otro. A pesar del clima beligerante y las mutuas provocaciones que vienen desde hace ya varios meses, la acción inicial le correspondió a Colombia. El estado agresor frente a la noción de soberanía, fue el del presidente Álvaro Uribe Vélez. Sus tropas invadieron territorio ecuatoriano para eliminar un campamento de la disidencia armada. No existe argumento en el mundo que justifique esta acción.


Resaltamos que el eje del análisis es el lenguaje empleado, que pasa por el tipo de debates y confrontaciones típicos de los medios masivos y de la academia brasilera. Vivimos en un campo analítico bajo la égida del neoinstitucionalismo y de las teorías de relaciones internacionales surgidas de los países del G7. Un frente de debate y el conflicto de teoría y análisis se hacen urgentes y necesarios. Sin los instrumentos correctos nos es imposible como latinoamericanos buscar salidas de desarrollo sustentable y protagonismo a los pueblos del continente.


Para exponer nuestros puntos de vista en forma sistemática, dividimos este trabajo en dos partes. La primera aborda el ataque en sí. La segunda el panorama político-militar del continente. A la luz de un enfoque ultra-realista de las relaciones continentales, desarrollamos el análisis a partir de una posición latinoamericana.


Reflexionando sobre el ataque colombiano.


Uribe fue “brillante”. No estamos juzgando desde el punto de vista moral. Como jefe de estado, presidente al frente de una guerra civil interna con más de 40 años, teniendo su gobierno y país comprometido por más de tres millardos de dólares anuales enviados por la casa Blanca, Uribe Vélez hizo lo que debía a partir de la posición subalterna que ocupa.


Actuó en forma de condicionar y exponer la alianza tácita de los países vecinos –Ecuador y Venezuela- con la oposición armada. Las FARC buscan desde hace más de dos décadas el reconocimiento como fuerza beligerante según la Convención de Ginebra. La política exterior de Chávez y Correa apunta en este sentido. Súmese a este reconocimiento la capacidad del presidente venezolano para operar como mediador en la liberación de los rehenes.


O Uribe realizaba un acto de fuerza, probándole a su financiador externo los EE.UU. que vale la pena un acuerdo con la próxima administración estadounidense para una aventura rumbo a su tercer mandato, o el Plan Colombia partiría en busca de “otro socio”. La CIA, la DEA y los “consultores” del Comando Sur y de Fort Bragg se pusieron al frente y crearon el acto militar que internacionaliza el conflicto interno colombiano, volviéndolo amazónico-sudamericano.


Para los EE.UU. un Pacto Nacional en Colombia no puede y no debe ser renovado, porque se ancla a la estructura del Estado sobre la oligarquía y los caudillos locales. Para los estadounidenses es mejor un abogado ejecutivo enérgico, dispuesto a casi todo, que los gobiernos pactados y muchas veces rehenes de un congreso que es tanto o más corrupto que el propio Ejecutivo. La apuesta de Uribe, mano visible del Comando Sur y del Departamento de Estado fue muy arriesgada. El caso no desembocó en guerra, no por ahora.


El enredo político militar.


Esta posible guerra arrasaría con la idea de democracia representativa como única salida institucional viable. Bastó con que tres países (Venezuela, Ecuador y Bolivia) eligieran gobiernos disidentes con el orden internacional constituido para que toda la estabilidad neoliberal se fuera por el desagüe. Para los criterios ortodoxos, ninguno de los tres gobiernos en pie de guerra es ilegítimo. Uribe, Chávez y Correa fueron elegidos. Según observadores internacionales, todos los procesos eleccionarios fueron limpios. Las “coincidencias” no terminan ahí. Los dos primeros presidentes consiguieron la reelección, ambos por reforma constitucional. Chávez y Uribe pelean en lo interno de sus países por un tercer mandato. Si la democracia se limita al cambio de gobierno de turno cada cuatro, cinco o seis años, siguiendo las reglas del juego, tanto Colombia como Venezuela son “ejemplos” democráticos.


Lo que vemos es un cambio de etapa de un proceso conflictivo. El ataque de las fuerzas conjuntas del Ejército y la Policía Nacional de Colombia contra un campamento de las FARC en territorio ecuatoriano es un punto de inflexión en una tensión iniciada con el contragolpe venezolano de 2002. Es necesaria una lectura esmerada y libre de preconceptos para que podamos comprender adecuadamente lo que está aconteciendo.



El problema de analizar una coyuntura en medio de una conmoción es la posibilidad de perder la capacidad de raciocinio. En el plano de los argumentos, entiendo que el folklore y el falso moralismo vienen ganando terreno. El argumento de que Chávez está interfiriendo en el proceso interno colombiano es correcto. Las afirmaciones de que las FARC están financiadas por el narcotráfico, a través del cobro de impuestos y la circulación de mercancía es parcialmente cierta.


El gobierno chavista interfiere en la política interna de Colombia, así como los Estados Unidos generan la segunda mayor fuente de ingresos de aquel estado. Toda la economía de la tierra de García Márquez esta perneada por el narcotráfico y por la ayuda militar estadounidense. No fue por casualidad que Bush Jr. telefoneó a Uribe y le confirmó el apoyo necesario. Condolezza Rice tomó una medida parecida, y junto a José María Aznar reconoció el gobierno golpista de Venezuela en 2002. Días después, Hugo Chávez a través de un contragolpe popular volvió al poder.


La legitimidad política de un gobierno se da de acuerdo con su elección y su mantenimiento en el poder. La relación con los países vecinos también. Álvaro Uribe Vélez fue electo y reelecto, ahora va haciendo sonar los tambores de la eliminación de la oposición armada para así garantizarse un tercer mandato. Lo que Uribe promueve es irrealizable sin el apoyo total de los Estados Unidos. No se trata de una simple acción de policía de frontera, es más un atentado contra la soberanía de un país. Aún en los períodos de dictaduras militares en el Cono Sur, los regímenes de fuerza se coordinaban, intercambiando prisioneros y operando con complacencia mutua. En algunas coyunturas, como en el gobierno de Carter, las dictaduras actuaron contra la determinación de los EE.UU. Ahora nos encontramos con la situación opuesta.


En el caso de Colombia existe todo, menos la autodeterminación de un Estado nacional. El país productor del café más apreciado del mundo opera como satélite de los EE.UU., aliado incondicional. Cumple con el sueño de Menem, que tanto buscó las relaciones carnales con la superpotencia y no las consiguió. En el caso colombiano, no le interesa al gobierno de Uribe y menos a lo que resta de la administración Bush, abrir un tercer frente de guerra en el mundo. Esto es porque si acaso Ecuador y Venezuela declararan la guerra a Colombia, los Estados Unidos estarían obligados a intervenir. Tal vez no envíen tropas, hasta porque eso sería darse un tiro en el pie. Pero el doble del aporte financiero y un refuerzo del envío de materiales bélicos se darían con certeza. En cuanto al número de “consultores” militares, sería una ligereza afirmar que crecería. Ya son muchos, actuando junto a las fuerzas estatales, así como en la protección de las instalaciones petroleras.


Una guerra en América del Sur obligaría a los Estados Unidos a jugar en cuatro tableros simultáneos. La superpotencia tendría la obligación de asegurar la victoria militar de Uribe, y de redoblar sus esfuerzos para derrumbar los gobiernos electos de Ecuador, Venezuela y Bolivia. El territorio colombiano, además de las batallas convencionales en una o dos fronteras, sufriría un recrudecimiento de su guerra civil interna, llevando al límite de sus capacidades a todas las fuerzas beligerantes. Tanto las FARC como la otra guerrilla de izquierda –el Ejército de Liberación Nacional, ELN- como también la alianza paramilitar de extrema derecha –las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC- aliada de Uribe, se verían obligadas a salir del actual status quo y apostar todo a la victoria político-militar.


Lo peor es el escenario de fondo. Con la excepción del ELN, todos los actores políticos, gobierno colombiano incluido, dependen directa o indirectamente de los plantíos y la refinación de la coca, así como de las siembras en gran escala de la palma africana. Con la guerra en dos frentes, interno y externo, esta explotación económica va a triplicar su intensidad. Y, sin modificar las matrices económicas, tanto del esfuerzo de guerra como de la estructura del país, no hay salida popular posible.


Por el momento, la beligerancia se quedó apenas en maniobras militares, pasando las acciones al terreno diplomático. Con o sin guerra declarada, este conflicto traspasa los márgenes de una disputa entre países y se desarrolla sobre un escenario complejo. Puede ser el inicio de una proyección continental de la lucha por el control de la Amazonia.



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Bruno Lima Rocha

Politólogo, periodista y profesor de relaciones internacionales

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