Un instrumento de poder

En política no hay nada nuevo, todo está inventado, los cambios se reducen al aspecto formal de su actuación, respondiendo a la moda del momento, o sea, alguna que otra ocurrencia del gobernante de turno para llamar la atención de los gobernados y tratar de formar parte de la historia. Mientras, en el fondo, solo está presente la ambición de poder de sus representantes. Con lo que la política ha permanecido sin cambios sustanciales con el paso del tiempo. Igualmente sucede con las distintas estrategias utilizadas para ganar la fidelidad de las gentes. Viene a confirmarlo uno de los instrumentos más utilizados por el poder minoritario para asegurar la sumisión de las masas; se trata de ese producto mental, que afecta a todos, llamado miedo.

Mirando hacia atrás, el miedo continúa siendo el elemento de fondo que sirve de sustento del poder, solamente han cambiado las formas de provocarlo. La alianza poder y miedo, permitió que el primero se desplegara eficazmente ante la audiencia a través del segundo, sin necesidad de que la fuerza bruta actuara de inmediato. Esa fuerza que una minoría privilegiada —entonces invocando el derecho de sangre— decía poseer y podía ejercer sobre la mayoría. Ahora, en la época moderna de la política, amparándose en la apariencia. Primero, se habla de minorías democráticas, surgidas de oscuros manejos en la trastienda, dirigidos a explotar una situación privilegiada por su círculo de elegidos. En segundo término, ya no se menciona abiertamente la fuerza, sino de autoridad. Ese refinamiento —propio de las sociedades del bienestar— obedece a lo que exigen los nuevos tiempos, en los que la autoridad voto pasa a ser la fuerza sometida a un proceso de burocratización, tocado por la racionalidad jurídica, y ya debidamente depurada imponerla, esgrimiendo el artificio del reconocimiento ficticio de la mayoría, a través de un proceso llamado democracia, para invocar con ella legitimidad, basado en el acatamiento del colectivo del juego del bienestar. El hecho es que, a pesar de esos avances asociados a las mejoras económicas, el miedo sigue presente, aunque usando otras fórmulas, con el mismo fin de amparar a esa minoría privilegiada colocada en lo más alto en virtud de la llamada democracia. En las nuevas formas se ha eliminado el componente cruel de otras épocas o, al menos, ha dejado de gozar del sentido ejemplarizante que servía de advertencia a los demás.

Como resultado del avance del sentimiento jurídico social, que cambia la arbitrariedad personal por la arbitrariedad jurídica al amparo de la racionalidad, la autoridad es la clave del miedo moderno. Está presente en cada momento de la existencia, avanzando incluso hasta llegar al terreno de la intimidad, marcando las pautas de actuación personal. De tal manera que el miedo a la autoridad está siempre presente en cada acción u omisión del individuo, pasando a ser el instrumento central de la sumisión colectiva. Sin embargo, su empleo excesivo anima a la decadencia del modelo, porque llega a hacerse demasiado familiar. La autoridad, a veces, es complaciente; por otro lado, la rutina la desgasta, con lo que el miedo se suaviza, de ahí la conveniencia de actualizarlo acudiendo a otros instrumentos paralelos. Entre los instrumentos antiguos y modernos utilizados con este fin, el ingenio ideológico de los mandantes ha sacado a escena recientemente, por citar alguno de ellos, las guerras —en este caso, pese a que el progreso está de plena actualidad, el pasado llama sus puertas—, las epidemias —entre las que ocupan un destacado lugar el covid—, y los fallos tecnológicos —utilizando componentes que afectan al bienestar de las gentes—. El hecho es que, por una u otra vía, el miedo está presente, renovado y actualizado, ocupando el escenario social permanentemente para gloria de los que ejercen el poder. En cuanto a la muchedumbre afectada, ingenuamente confía en las para tratar de aliviar ese miedo conscientemente provocado por las élites dirigentes.

La guerra continúa siendo la manifestación bárbara y explícita de la fuerza que detenta la minoría para consolidar su dominio, manteniéndose en plena actualidad como aparato desencadenante del miedo y máximo despliegue del poder en su sentido más aberrante. Llevar directamente al matadero a generaciones para gloria de unos pocos —que deberían ser ellos mismos los que bajaran a la arena para defender sus intereses de clase y no embarcar a todo un pueblo para llevarse ellos las medallas o salir corriendo—, supone para miedo todos difícilmente contenido. Si a ello se añade los inocentes que se sacrifican sin piedad ni justificación alguna, simplemente para aliviar el peso poblacional, al objeto de colocar a la masa de los vencedores sin honra en su lugar, el miedo pasa a ser, además de inhumano, insuperable y generalizado.

Las epidemias siempre han estado presentes de manera natural efecto a todos, pero sus consecuencias en orden al miedo, pese a ello, también se utilizaban como arma del poder para ganar sumisiones, ya que podría decirse, que eran castigo de los dioses, especialmente dirigido al populacho por infligir la doctrina de sus representantes, la minoría del poder. Ahora, parte de la opinión pública se inclina a pensar que las modernas epidemias globales, llamadas pandemias, siguen siendo un castigo divino por su virulencia y extensión; Mientras algunos suponen que han sido fabricados, como si se trata de un producto más, y rentablemente explotadas con fines comerciales. La rentabilidad es doble; en sentido puramente mercantil para quienes venden los remedios con cuentasgotas y, en sentido político, para los que se promocionan como salvadores de la ciudadanía. Mientras, el pueblo, aterrorizado por el nivel alcanzado del mal pandémico, se torna sumiso y confía ciegamente en el buen hacer de sus dirigentes —quienes, alguno que otro, aprovechan la ocasión para sacar tajada del asunto, en el plano del negocio, a nivel personal—, reflejándolo en el voto. Pasado el temporal y asegurado el negocio de las vacunas, no obstante, las mentes siniestras irán diseñando otra pandemia, para que el miedo y el negocio de las minorías sigan presentando a costa de la mayoría.

Avanzando en la estrategia del miedo, el poder no desaprovecha la oportunidad de reforzarse ante una catástrofe natural o provocada, que rompe con la rutina del bienestar de las gentes y lo pone en cuarentena. Resultando, por ejemplo, que las inundaciones o los apagones eléctricos de la actualidad, que dejan en el aire las conquistas de ese progreso, cuyos beneficios prácticos se han puesto al alcance de muchos y sus bondades pueden desaparecer en un momento. Es el poder el que, ante un pueblo asustadizo, afectado por la idea de que se le escape el bien-vivir del que disfrutaba, despliega sus capacidades para hacerse imprescindible y aparecer soluciones mediáticas. Del otro lado, las gentes, vuelta la normalidad, sumisamente complacidas y ya aliviadas del peso el miedo temporal, renuevan su acatamiento a los preceptos doctrinales, y la dependencia de la elite gestora se refuerza. Cuando lo del bien-vivir se hace demasiado cotidiano se vuelve a dar un toque de atención, sacando a relucir nuevamente el miedo, para que las masas no olviden ese papel superior que los conductores del rebaño han venido asumiendo.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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