Para la libertad

El mundo en el umbral de un nue­vo capítulo de la crisis económica. Al compás de anunciadores temblores bursátiles en los centros financieros del planeta y nerviosos golpes de timón en los Bancos Centrales, aparecen de­nuncias espectaculares sobre formas contemporáneas de confrontación entre potencias y de los Estados imperialistas contra sus ciudadanos.

Espionaje masivo e intrusión sin lími­tes en la vida privada de cada habitan­te. Más que nunca antes el capitalismo embiste contra toda y cualquier forma de libertad individual. Metamorfosis de democracia burguesa en Estado policial y de medidas heterodoxas en políticas clásicas de saneamiento capitalista.

Lo denuncian los propios grandes me­dios, atrapados en una contradicción sin salida: si llevan hasta el extremo la denuncia, acaban cho­cando de frente consigo mismos, puesto que forman parte inseparable del sistema.

Ése es el corolario de la denuncia de Edward Snowden, ex­haustivamente informada en esta edición de América XXI: el capitalismo, bajo cuyo reinado la humanidad alcanzó cimas de garantías individuales más elevadas que en cualquier otro momento de la historia, en su agonía se vuelve obligadamen­te contra ellas y se transforma en negación absoluta de la libertad. Así, en esta fase histórica, defender derechos civiles y garantías democráticas equivale a luchar por el socialismo. Lo contrario obliga a participar en mayor o menor grado de la deriva totalitaria y represiva del sistema.

Así lo comprendió The New York Times, que como de­nuncia ahora el titular de WikiLeaks desde su encierro en la embajada ecuatoriana en Londres, Julian Assange, en su momento censuró miles de documentos y para dar sólo un ejemplo de un cable secreto de 62 páginas sobre los críme­nes en Irak publicó unas pocas líneas irrelevantes.

Aunque de manera pasiva, el ciudadano común rechaza esa conducta periodística y le da la espalda. La encuestado­ra Gallup reveló que más del 77% de los estadounidenses desconfía de los medios de comunicación. Sólo el 23% tie­ne confianza en grandes diarios y en la televisión. La caída es sistemática: ese porcentaje fue del 25 en 2012 y del 28 en 2011. He allí uno de los factores del colapso económico de pilares supuestamente inconmovibles de la comunica­ción imperialista.

Pero no sólo el gran capital y la prensa que lo defiende están ante una encrucijada dramática. También quienes pre­tendemos abolir el mecanismo devenido trituradora de sus propias conquistas afrontamos un dilema no menos crudo y perentorio: cómo articular las fuerzas necesarias, en cada país y a escala mundial, para doblegar al gigante agónico que amenaza destruirlo todo en sus violentos estertores.

La crisis económica no se detiene

Hay una correspondencia directa entre agravamiento de la crisis capitalista y sistemática negación de los derechos y ga­rantías individuales. Este es uno de los debates que atenazó a las izquierdas sinceras en los últimos tiempos: ¿se derrum­ba o no por su propia dinámica el capitalismo? No importa que Marx haya dado su conclusión científicamente fundada con impar claridad: sí, el derrumbe ocurre por la evolución lógica del propio mecanismo. Siempre hay espacio para el debate. Eso es sano y positivo, al menos cuando la contra­dicción proviene del estudio concienzudo, lo que no siempre ha sido el caso en los aludidos debates. Como sea, el mundo está ante la evidencia de una retrogradación sin precedentes, a menos que se prefiera sostener la idea de que Bush era sim­plemente un demente y Obama un traidor más.

No. Está claro que el problema no son los individuos ni los partidos a los que pertenecen. Es la lógica interna del siste­ma la que se impone sobre cualquiera de ellos y somete a la política a sus designios. Marx lo decía de otro modo y nun­ca será suficiente repetirlo: es la caída tendencial de la tasa de ganancia; la sobreproducción; la pugna feroz por los mercados y la necesidad inexorable de sanear el mecanis mo expulsando a miles de millones de personas y destruyendo la mercancía sobrante.

Por cierto, los portavoces del capital dicen lo contrario. Ben Bernanke, titular de la Reserva Federal, anunció días atrás que hacia fines de año Estados Unidos ingresará francamente en una fase de crecimiento, lo cual habilitará a la Fed para cambiar el recurso empleado hasta ahora para contener el tránsito de la recesión a la depresión, pomposamente denominado Quantiti­ve Easing (QE). Se trata de la emisión descontrolada de bonos para aumentar la liquidez y postergar la inexorable llegada del momento en que el motor se engrana por falta de aceite. Hubo tres fases ya de esa política iniciada en medio del desmorona­miento de 2008, conocidas en la jerga como QE1, QE2 y QE3: tres momentos de una carrera demencial en la decisión de agre­garle aceite usado a un motor que tose y se ahoga.

Con estadísticas groseramente falsificadas, las autoridades estadounidenses dicen que la desocupación bajó del 10 al 7% y que llegará al punto de equilibrio (6,5% según sus teorías) a comienzos de 2014. Allí, la Fed aumentará las tasas de interés, frenará la emisión de dinero ficticio y reiniciará, asegura Ber­nanke, la conducta monetaria normal.

Hay otra manera de explicar esto: tras cinco años de cavar zanjas con dinero del Estado (Keynes dixit), con todas las luces rojas encendidas es preciso retomar el dogma liberal (von Hayek dixit). Cunde la alarma en las cúpulas máximas de la gestión financiera. En la reunión de junio de la Fed, dos de los 10 miem­bros votaron contra la propuesta de Bernanke para sostener la QE. Simultáneamente, en Londres tres de los seis integrantes del Comité de Política Monetaria, responsable por la fijación de tasas en el Bank of England, votaron contra la intención de su gobernador, Mervin King, de incrementar la emisión. Esa in­usual rebeldía y la certeza de que se aproxima un brusco golpe de timón en los Bancos Centrales imperialistas provocaron en las horas siguientes el barquinazo bursátil que invirtió la curva ficticia de subida de los índices en los últimos meses. No es arbi­trario conectar esta dinámica y la estrategia del capital con el es­pionaje masivo de ciudadanos potencialmente sublevados contra los efectos del viraje. El Estado policial es la contracara obligada de la agudización de la crisis y del retorno al liberalismo tras un quinquenio de desesperación keynesiana. Cabe esperar que, en esta oportunidad, el facilismo no lleve a calificar la política de saneamiento capitalista como neoliberalismo y el activo mundial sea arrastrado una vez más a buscar respuesta en el fortaleci­miento del Estado burgués.

La realidad es que muy lejos de avanzar hacia la estabilidad y el retorno del crecimiento, en Estados Unidos se afirma el estancamiento y aumenta la probabilidad de una franca caída económica. Esto se combina con la recesión hasta el momento irreversible en la Unión Europea, la brusca desaceleración de la economía china y un ostensible estancamiento de los hasta ayer salvadores Brics. Masivas e hipercombativas manifesta­ciones en Turquía y Brasil, por motivos aparentemente bana­les, son un termómetro de la temperatura real de la economía mundial. Los tres centros del capitalismo mundial, más China y los Brics, caminan por el borde de un abismo recesivo.

Sangro, lucho, pervivo

En ese punto está la humanidad. No ya en la periferia, sino en el centro mismo del capitalismo. El único punto a favor de los que mandan en medio de la tempestad es la ausencia política de su contraparte: las mayorías explotadas y oprimidas, las juventu­des, munidas de una estrategia y un programa. No tienen, como Miguel Hernández cuando partió a la guerra y escribió herido su célebre poema, un objetivo nítido por el cual luchar.

La omisión permite no sólo dar por inexistente cualquier alterna­tiva a las recetas de uno u otro signo para afrontar la crisis. También da lugar a la posibilidad de engaño colectivo. Eso ha venido ocu­rriendo desde el estallido global de 2008, tras el cual los medios de difusión anunciaron día tras día la solución del colapso, la recupe­ración, el retorno del crecimiento. Frente a las usinas de falsedades que alimentan a periodistas y analistas por regla general ignorantes de la economía política como ciencia no hubo ni hay un centro político capaz de analizar la extraordinaria complejidad de la crisis, explicar la naturaleza y dinámica de las medidas de salvataje y pro­poner un programa para la acción al alcance al menos de cientos de millones entre víctimas que se cuentan por miles de millones.

Ésa no es tarea de un individuo. Ni de un centro de estudios. Ni de un partido nacional. Por supuesto, tampoco es tarea de hablistas pre­suntuosos, convencidos de que basta conocer algunos fundamentos científicos de la economía política para pontificar respuestas frente a cualquier coyuntura, en cualquier latitud, sean cuales sean las condi­ciones específicas. El conocimiento minucioso de la realización de la crisis a escala global y en cada país, así como de las medidas del capital para sortearla (siempre al precio de agudizar su gravedad), pero sobre todo el trazado de una línea de acción alternativa, cons­tituyen una tarea ciclópea que sólo una instancia internacional de máxima calificación en todos los terrenos podrá cumplir.

Con las revelaciones del espionaje masivo, sumadas a las ac­ciones de guerra que el imperialismo ha emprendido en cada región del planeta, queda clara la naturaleza de la respuesta capi­talista a este cuadro de degradación general.

Resta saber cuál será la habilidad para responder por parte de los contingentes de diversa condición y envergadura que, en cada rincón del mundo, buscan articular una respuesta en fun­ción de los intereses de las mayorías y en defensa de la huma­nidad. El punto de partida es que capitalismo y democracia son términos antitéticos, no ya en un sentido estratégico, como lo hemos defendido siempre, sin en términos actuales y concretos. No se podrá defender la democracia sin luchar franca y resuelta­mente por el socialismo.

Repítase: esa aseveración terminante es sólo un punto de par­tida, que sirve a nada si no se traduce en capacidad de aglutina­miento consciente de grandes masas enderezadas hacia la aboli­ción del capitalismo. Por eso el punto de unión no es ideológico, sino programático, estratégico. Plasmado en organización. Gra­dual pero inequívocamente avanzando hacia un partido de ma­sas, con la cohesión y la eficiencia suficientes para alcanzar y ejercer el poder. Esto no se hace con gestos ni maniobras, sean electorales o de cualquier otro género.



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Luis Bilbao

Escritor. Director de la revista América XXI

 luisbilbao@fibertel.com.ar      @BilbaoL

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