Las naciones de Panamá

La reciente lucha del Ngäbe-Buglé por sus derechos, contra la depredación minera e hidroeléctrica, ha tenido muchos efectos positivos para el país, obligando a la ciudadanía replantearse muchas cosas: desde los efectos destructivos sobre la naturaleza y la vida de las comunidades por parte de un sistema capitalista cuyo único norte es el lucro de unos pocos, el tema de la democracia, hasta el problema de quiénes somos los panameños como nación.
 
Respecto al problema de la identidad o identidades nacionales salió de todo: desde los retrógrados enquistados en el actual gobierno que, al igual que los conquistadores de hace 500 años, sacaron a la luz su repertorio racista calificando a nuestros pueblos originarios como personas inferiores (“indios borrachos”, “anquilosada cultura”, etc.), hasta un genial artículo (“Los Ngäbe-Buglé ante la ignorancia y el racismo”) del prominente intelectual kuna, Aristeides Turpana, que puso en ridículo a quienes asumen ese tipo de argumentos y señalando que nuestros pueblos originarios son auténticas naciones.
 
La afirmación de Turpana causó desconcierto incluso entre personas de buena voluntad, que apoyan la causa indigenista, pero que interpretan la “nación” bajo un criterio heredado del coloniaje español: “panameños somos los que nacimos en el Istmo, hablamos español, somos católicos y comemos sancocho”. Aunque la identidad nacional panameña es un ente mucho más complejo, como ha demostrado la antropóloga Ana Elena Porras, en su libro “Cultura de la Interoceanidad: narrativas de identidad nacional en Panamá”.
 
Hay quienes, en el simplismo más burdo, creen que la herencia cultural europea prevalece como sinónimo de nuestra nacionalidad, y que otros aportes culturales corresponden a “minorías” de las que se pueden aceptar algunas costumbres como marginales, siempre y cuando se sometan a la “asimilación” de la cultura hegemónica, la de los conquistadores españoles. Esta forma de razonar es un complemento ideológico del imperialismo y colonialismo político y económico: porque justifica que se imponga a algunos pueblos el saqueo en nombre de la “civilización” y el “progreso”, porque sus culturas son “atrasadas”, “primitivas” o “inferiores”. 
 
Inclusive algunos marxistas, un poco por influencia de Mariátegui, quien fue el primero en tratar de comprender el “problema indígena” desde esa perspectiva, han tendido a una interpretación equivocada al reducir el asunto al “problema de la propiedad de la tierra”. Si así fuera, la cosa estaría medio resuelta con la delimitación de las comarcas. Pero los pueblos originarios aspiran al reconocimiento y respeto a sus formas de gobierno, a su lengua, a sus costumbres. Territorio, cultura, lengua, gobierno, son los ingredientes que definen una nación.
 
Otros tienden a confundir los conceptos de estado y nación, aceptando sólo como naciones a las que poseen un estatus internacional reconocido como países con gobierno propio y negándolo a las entidades culturales que carecen de estado. Al respecto, Leopoldo Mármora recomienda el criterio seguido por los filósofos alemanes del siglo XIX, como Fichte, según el cual, existen dos tipos de nación: la nación-cultura y la nación-estado.
 
A la primera categoría pertenecen nuestros siete pueblos originarios, quienes son verdaderas naciones-cultura, aunque carecen de estado propio por haber sido víctimas de la colonización europea. ¿Cómo resolver el problema sin atentar contra la unidad del estado nacional panameño? Repudiando el “asimilacionismo” y la “aculturización” que han pretendido nuestros gobiernos, y aceptando que nuestro país es ente no homogéneo, sino pluricultural y plurinacional, donde haya respeto para todas las identidades nacionales.


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Olmedo Beluche


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