En defensa de la verdad sobre el Mono Jojoy

Una crónica de guerra necesaria de leer

En un momento en que toda la propaganda subliminal del Estado colombiano está centrada en desfigurar por completo la figura, la obra y el pensamiento del camarada Mono Jojoy, situándolo o dibujándolo como el guerrillero más sanguinario de Colombia en todos los tiempos, como el criminal más atroz, responsable de todas las causas que generan violencia social; y, por otro lado, en un momento en que se especula al extremo de la politiquería o de la demagogia o política del terror para incentivar la deserción en las filas de la insurgencia colombiana, bien vale la pena escudriñar la historia de la lucha revolucionaria en Colombia para descubrir esos elementos que hacen de la biografía un eslabón importante del conocimiento humano. Si alguien dijera que debe conocerse personalmente a una persona para poder opinar sobre ella, estaríamos ante un eclipse definitivo del conocimiento humano. El pasado no sería más que esas piedras desgastadas en el fondo de los ríos, inservibles y desechables sin valor para ningún uso en el presente como orientador que es éste del futuro.

 No se le pide a ningún lector que crea automáticamente en todo lo que contiene la crónica, pero no dejen tampoco de lado el interés por más indagar en búsqueda de la verdad sobre un hombre, un político, un guerrillero que a los ojos de los conservadores y los liberales de este mundo parece un monstruo salido de una laguna negra y para otros, donde me ubico, fue un extraordinario luchador social y revolucionario que por ser de carne, huesos, músculos, con sangre en sus venas, con cerebro y corazón, con ideal y práctica social tuvo el derecho a errar pero siempre hizo presente el deber de corregir inventando para favorecer su causa, que es la causa de su pueblo y de todos los pueblos de este mundo metidos a la explotación y opresión por el capitalismo.

 No tengo ni la más remota idea de quién es Gabriel Angel, el autor de la crónica “De viaje a la isla del Muerto”, pero no dudo que escribe excelentemente hermoso, sabe apasionar al lector para que no deje chucuta su lectura. El sí conoció al Mono Jojoy. Pues, démosle la oportunidad que nos lo describa y el lector, estando o no de acuerdo con el Mono Jojoy, se haga aunque sea una idea sencilla del personaje central de la crónica.

 Gracias a los camaradas de aporrea se pueden conocer cosas que otros medios nunca nos darían esa oportunidad.


Crónica de guerra

De viaje a la Isla del Muerto

Tres días con El Mono Jojoy en el sur del país en medio de la Operación Patriota. Un vistazo a la resistencia de las FARC-EP.

Por Gabriel Ángel

1.

El ligero brillo de la primera mañana de Octubre anunció con timidez una pequeña  tregua en el invierno. Aunque una enorme mancha gris se extendía por encima de las copas de los árboles e impedía percibir cualquier coloración azul en el cielo, la selva tenía un aspecto menos húmedo, un tanto más luminoso y vivo que los días anteriores. Los guerrilleros, mujeres y hombres jóvenes vestidos todos con uniformes de tela camuflada, terminaron de acomodar sus equipos y demás bagaje en las tarimas sobrepuestas en el suelo de las lanchas, y luego, siguiendo siempre las instrucciones de motoristas y ayudantes, se acomodaron en forma ordenada en los lugares asignados, conservando los fusiles entre sus manos con las trompetillas hacia lo alto. Una vez listos, se escuchó el rugido de los motores al encenderse y en pocos segundos, mientras el vaho negruzco arrojado por los mismos comenzaba a esparcirse y ascender con pereza, las tres embarcaciones se fueron alejando una tras otra del improvisado puerto.

Un día antes se había desplazado el primer grupo. Los mismos botes de láminas blancas que ahora zarpaban con el  segundo, también volverían río arriba, a la madrugada del día siguiente, por el tercero y último. A la vanguardia de las lanchas navegaba la más pequeña de ellas, con apenas una docena de guerrilleros a bordo. Las dos que la seguían, de tamaño mayor, transportaban cada una algo más de medio centenar, y por eso su marcha se hacía un tanto más lenta. La corriente no era muy ancha, pero descendía con fuerza, y contribuía a hacer más ligero el desplazamiento aguas abajo. Tras un breve trayecto, las embarcaciones se asomaron de manera sorpresiva al río, y sus ocupantes sintieron de inmediato que los absorbía un magnífico espacio iluminado. Hasta allí, habían viajado cubiertos por la manigua. En el  anchuroso curso del río la selva quedaba más distante, y una sensación de desacostumbrada exposición asaltó el ánimo de los viajeros. No sería difícil para un atento observador aéreo descubrir las lanchas. De hecho, al abordarlas, los guerrilleros habían recibido instrucciones precisas acerca de qué hacer en caso de ser atacados por la aviación enemiga. En ese momento aquello no dejaba de percibirse como una remota posibilidad. Pero otra cosa era salir al río. Una avioneta de exploración o una patrulla de helicópteros descubrirían sin mayor dificultad cualquier embarcación. Para despertar preocupación, bastaba con imaginar cómo se verían desde arriba los chorros blanquecinos de espuma dejados tras de sí por los motores.

Con expresión precavida, los rostros de algunos guerrilleros inspeccionaban en el firmamento el movimiento de cualquier cosa parecida a una aeronave. Un ametrallamiento o un bombardeo en medio de este mar de agua deben ponerlo a uno en apuros, comentó en voz baja Patricia a Daniel, el guerrillero que viajaba sentado a su lado. Así es, respondió él. Pero no hay que olvidar que Colombia es muy grande. Por muchos aparatos que tengan explorando, jamás lograrían cubrir tanta extensión. Patricia volvió los ojos hacia el grupo de guerrilleros que viajaban en la parte trasera del bote.  Portaban la ametralladora, y junto a varios fusiles, conformaban el grupo de reacción inmediata en caso de aparición del enemigo. Enseguida sentenció con voz más tranquila, Lo importante es contar con tiempo suficiente para arrimar a una orilla. Se les perdería de vista bajo la maleza, y se podrá saltar a tierra si es necesario. Su interlocutor asintió al tiempo que afirmaba de buen humor, Claro, lo mejor es que no aparezca nada. De todas esas carreras no deja de lamentarse algo. Los dos rieron animados durante unos instantes.

El cauce del río semejaba una larga serpiente reptando perezosa en dirección sureste. Sus vueltas y revueltas, sin embargo, despistaban con facilidad a quien quisiera adivinar su verdadera dirección. Unas veces se tenía enfrente al sol, que brillaba de manera tenue detrás de una cortina de nubes, pero más adelante el leve resplandor se localizaba a la derecha o a la izquierda, incluso a la espalda. De vez en cuando, Nelly, una guerrillera de cuerpo menudo y ojos intensamente negros, que viajaba sentada cerca de Patricia y Daniel, extraía de uno de los bolsillos de su pechera un Garmin, que observaba y manipulaba con detenimiento. Luego se volvía hacia ellos y les mostraba la pequeña pantalla. Allí podía verse la línea exacta del recorrido que hacían, así como la distancia avanzada y la velocidad de la marcha. El diminuto mapa plano contenía también el dibujo del río, pero su curso no coincidía con el que iba señalando la ruta de la nave. Entonces Nelly explicaba con evidente inconformidad, Por eso es que uno no puede fiarse de los mapas. La mayoría de ellos tienen mal ubicados los lugares y las aguas. Marcando uno mismo los recorridos, puede tener cartas verdaderas. Lo más sorprendente es que esos mapas los elaboran cartógrafos profesionales del Instituto Geográfico, se supone que con base en fotografías aéreas y ubicación por coordenadas. ¡Lo que son es una partida de chambones! Sus razones eran sin duda instructivas, pero la forma de exponerlas resultaba graciosa para sus compañeros que reían divertidos al oírla. En cuanto daba la espalda y volvía a su lugar, no faltaba quien le hiciera a Daniel alguna observación sobre ella: ¡La camarada Nelly es tan conflictiva, que pelea hasta con el Agustín Codazzi!

El río se abría paso con opulencia por entre una inmensa y espesa selva llana.  De trecho en trecho, la espesura dejaba adivinar la existencia de grandes lagunas en las inmediaciones de sus orillas. Se sabía que estaban allí porque detrás de la jungla se percibían enormes vacíos, como de potreros inexistentes. Alguien comentó que en ellas podía hallarse pesca en abundancia, Lástima que no podamos pescar ahora. Cuando venga el verano, la mayoría de los peces morirá. La grave coloración ocre de las aguas correspondía con exactitud a la atmósfera sombría de la temporada invernal, que no disminuía para nada pese a la paulatina claridad que adquiría el firmamento con el transcurrir de la mañana. A eso de las siete, una lancha rápida alcanzó y sobrepasó a gran velocidad la canoa de vanguardia. Los guerrilleros, que mantuvieron la vista clavada en ella durante su rápida aparición, exclamaron con entusiasmo y casi en coro al reconocer su principal ocupante, ¡El Mono!

En efecto, con las manos en el timón y los ojos clavados hacia adelante, Jorge Suárez Briceño en persona conducía la veloz embarcación. Su piel blanca y el escaso cabello que lucía en la cabeza, resaltaban sobre su corpulenta humanidad. A su lado viajaba  sentado Diomedes, su inseparable asistente, destellando sus enormes ojos verdes que le habían ganado el apodo de El Gato. Dos muchachas completaban el cupo de la lancha. El Mono y sus acompañantes sonrieron con simpatía y agitaron sus manos en gesto de adiós, hasta que el deslizador se fue perdiendo a la distancia dejando tras de sí una poderosa estela de espumas brillantes. Bueno, ya se nos adelantó el Camarada, pueda ser que no vaya a pasarle nada, murmuró Patricia procurando que Daniel la escuchara. Éste, animado también por la reciente visión, le respondió con tono optimista, Es un gran capitán. Basta con ver la seguridad con que conduce su nave, para saber que nunca va a pasarle nada.

Una hora más tarde, el hambre comenzaba a acosar a los viajantes. Algunos se dirigían hacia Harold, un moreno alto con aspecto de jugador profesional de baloncesto, y le lanzaban una que otra pulla. ¡Ey, ecónomo! Ya va siendo hora del refrigerio de la mañana. Acuérdese que el desayuno de hoy estuvo más temprano que los otros días. ¿No traerá unos panes por ahí para repartir? ¡Ecónomo! Aunque sea unos confites o unos pedacitos de panela. ¡Ecónomo! ¿Qué espera para sacar el queso que trae escondido? La muchachada reía divertida. Acosado en exceso, Harold terminó por prometer que a la primera parada prepararían un refresco con azúcar y avena, y que repartiría unos panes que llevaba en una bolsa plástica. La misma porción estaba prevista para cada una de las lanchas. A mí no van a poder acusarme de negligencia, hermano, pero todo tiene su horario, esperen un poco. Al cabo de un rato la presión comenzó sobre el motorista. Algunas muchachas y varios hombres fueron expresando su deseo de aliviar necesidades físicas. Ya era bueno pensar en una parada. El motorista se defendía diciendo que él no se mandaba solo. Por fin el mando dio la orden de atracar. Todos buscaron con los ojos un sitio apropiado que sólo apareció varias curvas adelante. Cuando la proa de la nave tocó tierra, fueron saltando con alguna dificultad de uno en uno. La fría brisa del río los estaba entumeciendo sin que lo notaran.

En el momento en que la lancha se alejaba de la orilla, después de que sus ocupantes liberaron sus urgencias físicas, tomaron el refrigerio y descansaron, aparecieron a la vista las dos embarcaciones que los seguían. El lugar también debió parecerles indicado, porque tras disminuir su velocidad, comenzaron a aproximarse con evidente intención de detenerse. Entre los que partían y los que llegaban sólo se presentó desde lejos un cruce de ruidosos saludos verbales, acompañados con gestos familiares de brazos y manos. Minutos más adelante, la monotonía del paisaje y la aburrida persistencia del ronco sonido del motor comenzaron a descargar sobre todos una pesada somnolencia. Algunos intentaban desprenderse de ella, conversando en voz alta y animada, rememorando episodios de su vida guerrillera y hasta de épocas anteriores. Sin embargo, superado el interés inicial, las voces se apagaban de manera paulatina hasta terminar convertidas en ocasionales murmullos. El trayecto se revestía entonces de largos silencios, que se interrumpían de vez en cuando, sólo para volver a acentuarse de manera más profunda y prolongada. Los fugaces patos negros y otras aves pescadoras, así como alguna bandada de gallinazos que volaban muy alto, o el brinco ocasional de grandes y ágiles peces sobre la superficie del agua, terminaron por perder el mínimo interés y nadie quería hablar acerca de ellos. Así, hundidos entre los síntomas del tedio y la fatiga, escucharon anunciar que había llegado la hora del almuerzo. Cada uno lo llevaba a mano, empacado en bolsas plásticas desde su repartición en la madrugada. Después del mediodía fue necesario hacer otra parada para que la gente bajara a tierra a orinar. Comenzada la tarde, un letargo reinaba sin dificultad sobre todos los guerrilleros.

La situación vino a cambiar una hora después, cuando el motorista giró con destreza la canoa, y se aprestó a ascender por las bocas de un espacioso afluente que caía al río por su margen derecha. El interés que se despertó fue general. Las nuevas aguas estaban represadas hasta bastante arriba, de manera que tenían inundada una gran extensión a ambos lados de sus orillas. Aguas pardas corrientes y dormidas, selva verde húmeda y un vasto cielo plomizo conformaban el triste escenario de los alrededores. En él penetraban los guerrilleros, indagando con Nelly su posición aproximada. Ella, con el Garmin en la mano, volvía a discutir, Aguas abajo estamos a más de cuarenta kilómetros de donde salimos esta mañana. Lo que no puedo precisar es cuáles son las aguas por las que subimos ahora. Si miran en el mapa la huella de nuestro recorrido, notarán que las bocas de este afluente no coinciden ni con el río ni con las del caño más próximo. ¿Ven lo que les digo? ¡Estas cartas están mal elaboradas! Sus irritados argumentos  acrecentaban, sin querer, la sensación general de incertidumbre. Los guerrilleros sentían que se colaban en las entrañas mismas de la selva virgen, y que además, por obra del invierno, casi toda ella estaba anegada. No parece muy difícil atollarse entre todos estos pantanos, afirmó Patricia con cierta alarma. Confiemos en los viejos, le respondió Daniel, ellos saben muy bien lo que hacen.

Como si se tratara de la confirmación oportuna de estas palabras, justo en ese momento, la lancha giró alrededor de un barranco, y la atención de todos sus ocupantes fue atraída por varios botes vacíos, que permanecían atados a algunos matorrales de las orillas. Uno de ellos era el deslizador en que habían visto pasar en la mañana a El Mono. Otro era una canoa mediana de madera con un motor 40 nuevo fuera de borda. Había dos canoas más con sus respectivos motores. Antes de que comentaran cualquier cosa al respecto, descubrieron un pequeño grupo de personas que los observaba desde la parte alta del barranco. Su sorpresa fue mayúscula cuando reconocieron, de pie y con aire tranquilo, al Comandante Manuel Marulanda Vélez, vestido de camisa azul claro y pantalón gris, con su gorra camuflada de visera en alto, su pistola al cinto y su infaltable toalla al hombro, examinando con expresión de curiosidad a los ocupantes de la lancha que pasaba. A un metro de él se hallaba El Mono, también de pie, y junto a ellos Fabián Ramírez, con su conocida apariencia de niño inquieto. El asombro fue general. ¡El Camarada!, alcanzaron a decir algunos en voz alta, antes de que la fugaz visión desapareciera devorada por la densa manigua.

Los instantes que siguieron estuvieron colmados por un silencio conmovedor. Las miradas de Nelly, Patricia, Daniel, Harold y los otros, se cruzaron entre sí en actitud de regocijo por la inesperada revelación. Habían visto al Camarada Manuel, sabían el lugar exacto en que se hallaba en ese momento, intuían lo que podía significar su presencia allí al lado de El Mono y Fabián, pero nadie se atrevió a aventurar una palabra. Marulanda no sólo era el Comandante en Jefe de las FARC-EP, era una leyenda viva, era el jefe guerrillero más antiguo del mundo, el héroe invencible de diez mil batallas libradas durante más de medio siglo. El Camarada Manuel encarnaba al enemigo más odiado y buscado por el imperialismo y las oligarquías en las más recientes décadas de la historia de Colombia. Era la encarnación real del hombre del pueblo, del campesino pobre y sencillo que tiene el valor de enfrentar con dignidad a todos los poderes universales, sin que pudieran derrotarlo jamás. Les gustara o no a los privilegiados, la verdad era que representaba un ícono, un símbolo para todos los marginados de la tierra. Ese era el sentimiento que compartían quienes lo acababan de ver. Por eso todos miraron con asentimiento a Daniel, cuando puso fin al asunto, Pueden quedarse con sus diez millones de dólares, Presidentes Bush y Uribe, hay cosas que no tienen precio.

Tras recorrer de manera lenta otro trecho aguas arriba, se presentó ante la vista de los viajeros, sobre la margen derecha, un campamento guerrillero. No cabía duda. Amplios escalones construidos en el barranco facilitaban el ascenso a la parte alta, y sobre ellos permanecían de pie varios combatientes de los que habían partido el día anterior. El puerto al que arrimó la lancha estaba bien cubierto por las ramas de los árboles. En unos cuantos minutos, los recién llegados, así como sus equipos, remolques, armamentos y bártulos estuvieron en tierra firme. Desde la orilla hubo que trasladarlo todo arriba, lo cual realizaron con la ayuda de quienes ya estaban allí. Para los recién llegados fue una novedad reconocer a varios guerrilleros del Bloque Sur entre el grupo que esperaba. Estaban vestidos con sudaderas, pero portaban su armamento con aire marcial. Deben ser los guías por aquí, murmuró Nelly en voz baja.

Aunque pequeño, se trataba de un campamento muy antiguo. Lo revelaban la sequedad de la madera y el moho blanquecino que cubría las viejas instalaciones. En cuanto llegaron las dos embarcaciones que venían a la zaga, Albeiro, el mando encargado, procedió a señalar las áreas correspondientes a las distintas compañías, y de inmediato sus Comandantes asignaron el espacio a cada una de sus guerrillas y escuadras. Las pocas camas existentes no dieron abasto para tanto personal, así que hubo que erigir deprisa los sitios para guindar hamacas. Cumplidas también otras tareas imprescindibles para la permanencia de un grupo tan numeroso, vinieron el baño general, la relación, la comida y la recogida a dormir. Rodeados por las primeras sombras de la noche, cuando se estaban acostando cada uno en su hamaca, Daniel preguntó a Patricia si se había percatado de la llegada de El Mono, a lo que ella respondió que no, el afán con que había  cumplido todas las actividades en las pocas horas que restaban del día, la había distraído por completo. Tuvo que llegar en alguno de esos motores que se sintieron arrimar al puerto, dijo él, el tráfico nocturno es imposible, no se puede alumbrar.

2.

Esa noche Daniel despertó en tres ocasiones. La primera, cuando sintió el fuerte golpeteo de las gotas de lluvia sobre la carpa que tenía dispuesta a manera de casa. Tuvo el deseo de estirar la mano para averiguar la hora en su reloj, pero se dejó vencer por la pesadez que lo asediaba. Adormilado, apenas se percató del fuerte aguacero que caía, y calculó que no debía ser muy tarde pues sentía que recién se había acostado. En pocos segundos volvió a caer en un profundo sueño. La segunda vez lo despertó el frío. No fue de manera instantánea, sino con una lentitud difícil y angustiosa, como por etapas. Tal vez, en las honduras del sueño, el subconsciente le avisó del descenso de la temperatura, pero él no quiso creerle. Entonces volvieron una y otra vez las amonestaciones. Cada vez que a su cerebro llegaba la señal, Daniel se empecinaba en evadirla negándose a despertar. Sólo quería que lo dejaran dormir, que no lo interrumpieran. El hielo comenzó entonces a colarse en sus huesos, a producirle calambres, a presionarlo para que se abrigara. Él, sin embargo, se obstinó en seguir durmiendo. Entonces el cuerpo reaccionó con una especie de escalofrío, tiritando con desespero y alarma. No tuvo más remedio que ceder ante la naturaleza. Tras una larga resistencia, tomó al fin la decisión de despertar por completo y ponerse de pie.

Estaba envuelto en su sábana de la cabeza a los pies. La hizo a un lado, alzó la cola del toldillo y se sentó para ponerse las botas. Fuera de la hamaca, sintió la brisa helada que soplaba con suavidad sobre el suelo empapado, y respiró la profusa humedad del ambiente. Ya no llovía, pero los árboles dejaban escurrir gotas de agua de sus brillantes hojas. Encendió su linterna y escarbó en su equipo de guerra hasta hallar otro uniforme que extrajo de la bolsa plástica. Estaba vestido con un uniforme camuflado, pero no vaciló en ponerse el otro encima. Después se enrolló la toalla en el cuello. Se aprestaba para envolverse de nuevo en la sábana y ocupar su lugar bajo el toldillo, cuando escuchó removerse a Patricia en la hamaca guindada a un lado de la suya. ¿Ya llamaron?, le oyó preguntar con voz perezosa. Cuando él le respondió que no, que se había levantado a ponerse más ropa para vencer el frío, ella le averiguó por la hora. Daniel miró entonces su reloj. Las dos y quince, respondió. Después se metió en la hamaca, diciéndose que hasta las cuatro y media faltaban dos horas largas, suficientes para recuperar el tiempo perdido. Su piel, sus músculos y sus huesos agradecieron el calorcillo que los fue invadiendo. En pocos minutos Daniel dormía de nuevo, con la misma placidez del comienzo de la noche.

Vinieron a llamarlo unos minutos antes de las tres. Alguien pronunciaba su nombre en forma repetida y el resplandor de una linterna recorría su toldillo por fuera. Preguntó qué pasaba. Que se presente donde el Camarada Jorge, hay reunión, le respondieron. Esta vez no hizo pereza alguna. Prendió la linterna, se sentó en la hamaca y procedió a arrancarse la segunda muda de ropa que tenía encima. En pocos minutos se levantó, recogió toldo, hamaca y sábana, dobló el segundo uniforme y metió todo eso en su equipo. Pensó en que si bien hacía frío, estando de pie podía enfrentarlo con éxito sin tanta ropa encima. El maldito sabe mortificarlo a uno cuando se halla acostado, como si lo supiera indefenso, se dijo para sí mismo. Después se dirigió hacia el área de los sanitarios, de donde regresó tras una larga orinada. Caminó con algo de vacilación pues desconocía el sitio exacto donde se hallaba la compañía de guardia de El Mono. Se vio obligado a preguntarle a un relevante que encontró a su paso. Aleccionado sobre el camino a seguir se dirigió allá con seguridad. La luz de alguna lámpara blanca terminó por indicarle el lugar exacto.

El Camarada Jorge estaba sentado al borde de su cama. Apenas lo vio entrar se puso de pie y lo saludó por su nombre con amable cortesía. No importaba cuántas veces tuviera que ponerse de pie para estrechar la mano de cada uno de los mandos que iba llegando, siempre lo hacía con la misma buena voluntad e idéntico respeto. A su lado, sobre una silla plástica, se hallaba Fabián, quien del mismo modo saludaba también a todos lo que entraban. Daniel tomó asiento frente a ellos. Varios troncos ubicados en forma paralela semejando una pequeña aula servían de asiento a los mandos. Para dar tiempo a la llegada de los que aún faltaban, El Mono preguntó qué noticias habían escuchado por la radio. Uno a uno, los mandos iban dando cuenta de ellas. A El Mono parecía divertirle acosar a algunos de sus subordinados que no mostraban inclinación hacia ese tipo de cosas. Como al viejo Petro, por ejemplo, a quien además censuraba casi a diario por su terquedad y los problemas que ésta le ocasionaba con sus subalternos. Los demás escuchaban y aprendían.

En el cuerpo de mandos del Bloque Oriental era ya legendaria la modalidad empleada por su Comandante, para corregir las desviaciones de la línea entre sus hombres. La línea eran las conclusiones de las Conferencias Nacionales de las FARC y de los plenos de su Estado Mayor Central, así como las orientaciones emanadas del Secretariado Nacional y demás instancias superiores. El Mono la emprendía en público, siempre en las reuniones y con el acusado presente, en un reproche descarnado que avergonzaba a quien lo recibía y servía de campanazo de alerta para quienes pudieran andar en lo mismo. Esta mañana parecía tener otras preocupaciones y además se mostraba de muy buen humor. Pasadas las noticias, comenzó señalando el orden del día para la reunión. En un primer punto, Fabián se encargaría de informar sobre la situación en el área y la presencia del Ejército. Después se expondría una actividad inmediata de carácter militar y se trazaría el plan para un desplazamiento previo de gran parte de los mandos, con el objeto de explorar y preparar el terreno.

Cuando Fabián se aprestaba a iniciar su exposición, se presentó la recepcionista con un termo grande y varios pocillos, anunciando que traía el café. De manera ordenada y procurando hacer la menor bulla, termo y pocillos fueron rodando entre los mandos para que se sirvieran y tomaran el tinto de la mañana. Con su habitual sencillez y claridad, Fabián fue trazando a grandes rasgos el panorama de la operación enemiga. Desde un comienzo, el Ejército había elegido a Cartagena del Chairá como base principal de operaciones. Podría decirse que su propósito era desmantelar la infraestructura principal del Bloque Sur, para lo cual realizaba un barrido en la selva comprendida entre los ríos Caguán y Yarí, desplegándose en forma triangular desde un vértice ubicado en el caserío de Peñas Coloradas, en el Caguán,  hasta ocupar las bocas de los caños Lobos y La Riña que caían al Yarí.

En ese empeño llevaba muchos meses, enfrentando sin tregua la férrea resistencia guerrillera. En sus comienzos, ésta se había llevado a cabo casi al estilo de una guerra regular, con líneas de combate que impedían el avance enemigo. Estaba claro que las FARC no íbamos a apegarnos a un terreno, nuestra táctica siempre sería la de guerrillas móviles, pero bien valía la pena cobrar un alto precio por la ocupación de algunos viejos campamentos. Por eso la guerra de trincheras, que sería reemplazada luego por la guerra de comandos. El enemigo no podía contar con un momento de tranquilidad. Los bombardeos de la fuerza aérea y el cañoneo constante de la artillería pesada, empleados por la tropa para abrirse paso, carecían de efectividad ante una guerrilla que hoy estaba aquí y mañana lejos, pero que en cambio hostigaba y se emboscaba del modo más inesperado ocasionando numerosas bajas.

Por eso el empleo de los helicópteros para descargar tropas en las profundidades de la selva. Un grupo especializado de soldados era desembarcado desde el aire con la misión de construir helipuertos. Armados de motosierras, se encargaban de derribar las hectáreas necesarias de montaña. Después, en la noche, volando a muy baja altura para producir menos ruido, venían los helicópteros a desembarcar los batallones de la contraguerrilla, que luego tratarían de sorprender las unidades guerrilleras. Esta modalidad de desembarco, por regla general, era empleada para misiones específicas, cuando el enemigo creía contar con información suficiente sobre la presencia de mandos rebeldes importantes y se proponía su eliminación. Hasta ahora jamás había tenido éxito. Podía suceder que tropezaran con otras unidades guerrilleras cuya presencia desconocían, o que no hallaran el objetivo perseguido, o que éste no se dejara sorprender gracias a sus medidas de prevención. En cualquier caso, emprendían la retirada a marchas forzadas, rumbo a otro helipuerto clandestino, donde los recogían y trasladaban a su base.

Era evidente que el Ejército temía sobremanera la eventualidad de un golpe significativo contra él. Instruido del alto número de unidades guerrilleras que podían concentrarse con rapidez, su táctica se centraba en la movilidad permanente de sus patrullas, integradas cuando menos por trescientos hombres. Además, ninguna de ellas se desplazaba sola. A cierta distancia variable, mil o dos mil metros, avanzaban paralelas otro par de patrullas, prestas a apoyarse de inmediato en caso de ser atacadas. Por eso el frente del avance enemigo estaba compuesto siempre por varios kilómetros, a la par que sus desplazamientos nunca eran ejecutados en línea recta, sino mediante el empleo de  un sinnúmero de maniobras tendientes a despistar a quienes lo siguieran o intentaran ubicarlo. Hasta ese momento, los intentos de la guerrilla por aislar y copar una patrulla, habían fallado. Casi a diario se trenzaban combates muy fuertes, en los que las compañías guerrilleras lograban ocasionar numerosas bajas, pero nunca en el número suficiente que impidiera al enemigo ocultarlas.

Las tropas habían penetrado a lugares donde jamás antes habían puesto un pie, incluso a aquellos donde muchos guerrilleros y mandos habían apostado que no llegarían. Lo que resultaba reconfortante era que habían sido incapaces de propinar los golpes que pretendían. La poderosa maquinaria de guerra puesta en movimiento contra las FARC, bajo el pretencioso nombre de Plan Patriota, había resultado inocua. La guerrilla seguía intacta y combatiéndolos de un modo que les resultaba desesperante. Así estaban las cosas hasta ahora. Sólo faltaba por comentar, que la Armada estaba empeñada en simular un control del río Caguán. Para ello se valía de buques patrulleros, escoltados por las lanchas rápidas denominadas Pirañas, que se movían entre Cartagena del Chairá y La Tagua, un puesto militar ubicado aguas arriba de las bocas del Caguán, sobre el río Caquetá. Esas embarcaciones subían y bajaban por el río en forma periódica, dispuestas a aniquilar con ráfagas de ametralladoras Punto 50 y M 60 ó granadas de 40 milímetros, cualquier cosa que les pareciera guerrilla. Unos meses atrás los guerrilleros habían logrado hundir una de esa Pirañas. Los infantes estaban acostumbrados a pelear con pequeños comandos, un grupo grande podría sorprenderlos.

La exposición de Fabián terminó con una descripción de los sitios en los que se tenía conocimiento de la presencia enemiga. Todos al norte, bastante lejanos como para despertar preocupaciones inmediatas. La mayoría de su auditorio estaba compuesto por mandos del Bloque Oriental, de los que habían venido con El Mono, aunque también estaban presentes un par de los mandos del Sur que estaban en el campamento. Para los del Oriental, la relación que habían escuchado resultaba demasiado familiar, no por los lugares, sino porque su propia experiencia era muy semejante. Al mismo tiempo que se había dado inicio a la operación contra el Bloque Sur, el Ejército había comenzado su accionar contra el Oriental, a partir de los municipios de San Vicente del Caguán y La Macarena, ocupando primero las sabanas del Yarí y luego las selvas del mismo nombre. Era como si su propósito fuera llegar también hasta el río Yarí, pero por el flanco opuesto al que avanzaba en el Sur. Se diría que habían calculado recostar a la guerrilla por una y otra margen contra ese río, pensando darle allí una estocada final. Una pretensión elaborada sobre el papel, abstraída de la inmensidad del terreno y la disponibilidad de movimientos al alcance de las FARC.

El plan sobre el que se trabajó enseguida fue muy breve. La idea era golpear con una fuerza numerosa a la infantería de marina. La inteligencia la tenían elaborada ya los del Sur, quienes a su vez mantenían una vigilancia constante, las veinticuatro horas del día, sobre los desplazamientos de las embarcaciones de guerra por los ríos vecinos. Las órdenes emitidas fueron claras y precisas, puesto que los más mínimos detalles habían sido considerados con antelación. La cuestión parecía inminente, cosa de pocos días, muchos menos de los que se podía pensar. El Mono leyó la lista de las compañías que participarían y de los mandos que iban a estar al frente. Una buena parte no había llegado aún, pero se esperaba que estuvieran presentes en el curso de ese día o a más tardar al siguiente. La misión debía comenzar con un reconocimiento previo del terreno. Dos docenas de mandos tendrían a cargo esa tarea, y la idea era que se esperaran allá la gente, varios centenares de guerrilleros que iban a estar bajo sus órdenes, y que en máximo dos días estarían con ellos.

Uno de los mandos presentes, Albeiro, después de escuchar con atención la lista de quienes integrarían la exploración, pidió la palabra para proponer que Nelly fuera incluida en ella. Ella era una de las encargadas de la labor de inteligencia, con larga experiencia en exploraciones. Podía resultar muy útil. El Mono lo consideró unos momentos antes de dar su aprobación. La marcha hasta el río podía llevar de seis a siete horas de camino entre la selva. El reconocimiento del terreno debía ser efectuado apenas llegaran. No se tenía conocimiento de presencia enemiga en esa área, pero no podían confiarse. Por ello se previó un plan de combate en caso de que se toparan en el río con el Ejército o la Infantería de Marina. Había que enfrentarlos y adoptar ciertas seguridades para el arribo del resto de la gente. En última instancia, si las circunstancias no daban para el plan elaborado, al menos había que formar una pequeña guerra allá, aprovechando que el enemigo sería sorprendido por la presencia tan numerosa de una guerrilla que no figuraba en sus cuentas.

Sin ninguna dificultad para resolver ese tipo de cosas, El Mono dio solución al conjunto de inquietudes que surgieron con ocasión de la partida. Encargó a Daniel de recoger las sumas de dinero que tenían los mandos de las compañías, y resolvió lo relacionado con el presupuesto de las nuevas unidades que salían a misión. Era bien conocida su habilidad para no dejar ningún cabo suelto, así como su admirable memoria, que le servía siempre para prever cualquier contingencia. Los mandos debían prepararse para marchar a eso de las seis de la mañana. Sin esperar la luz del día y empleando la misma trocha, debía salir hacia el río un grupo de tres guerrilleros con una misión diferente. Albeiro, quien iba como encargado de la exploración, recibió el croquis de la zona de interés. Cuando la reunión se dio por terminada, cada uno volvió a despedirse de El Mono y Fabián con la misma formalidad de su llegada.

3.

Un tendido de hojas de palma servía como tapete para los equipos y las armas de Patricia y Daniel. Era la manera guerrillera de proteger sus dotaciones del barro producido por las aguas invernales y la huella de las pisadas. También podía usarse para sentarse en el piso. Daniel tenía claro que pronto se moverían de ese campamento, pero creía que al menos ese día y esa noche iban a pasarlos ahí. Por eso tomó la resolución de fabricarse una banca que le sirviera a ambos para sentarse, sin las molestias de hacerlo en el suelo. Pensó que no habría mayores dificultades para conseguir en un campamento viejo cuatro horquetas pequeñas, los travesaños y algunas varas o tallos gruesos de palma. Con el machete en la mano se dispuso a buscar lo que necesitaba. En el campamento sólo se escuchaba el ronroneo de la planta eléctrica que la radista había encendido, a objeto de cargar la batería para el radio de comunicaciones. El pequeño motor, algo destartalado, retumbaba de manera pertinaz y expelía una buena andanada de humo.

El aire de la mañana inspiraba optimismo, el sol hacía enormes esfuerzos por imponer su brillo en medio de las nubes grises y no se veían señales próximas de lluvia. El Mono y Fabián habían salido temprano, Diomedes tampoco se encontraba en el campamento. Como encargado del personal se encontraba Víctor, segundo de Albeiro en su compañía. Después de hallar los elementos que buscaba, Daniel se dedicó a clavar las horquetas y precisar su nivel para la banca. La última de ellas se había enterrado un poco más de lo indicado, así que hacía esfuerzos por encontrarle el punto justo. En un comienzo no entendió bien lo que le decía Víctor. Lo vio llegar cerca de él y dirigirle unas palabras agitadas. Todo estaba tan tranquilo que su exagerada apariencia de alarma parecía fuera de lugar. Entonces Víctor repitió, Hubo tiros, hace un rato, con los de la exploración que salió a las seis. No fue muy lejos. Hay que recoger todo y ponerse en primer grado de alistamiento, ¡no hay tiempo que perder! Enseguida ordenó que apagaran la planta, su ruido no había permitido escuchar nada.

La primera reacción de Daniel fue buscar con la vista a Patricia. La vio llegar apresurada a su lado y repetir, ¡Los chulos están cerca, emboscaron a la exploración! Sin decir más, los dos se pusieron a recoger la ropa y las toallas mojadas que habían puesto a secar en una cuerda de poliéster. En unos minutos tenían sus equipos listos para echárselos a la espalda y las armas dispuestas al combate. Víctor llamó a todo el personal a formar en el patio. Allí explicó lo poco que sabía hasta ahora, Camaradas, todo indica que la exploración de los mandos fue emboscada por el Ejército. Los de la avanzada ya vinieron a comunicar que escucharon disparos y explosiones adelante. Dicen que el grupo de mandos tenía una media hora de haber pasado por ahí. Caño arriba hay una comisión del Sur, vinieron a avisar que otros guerrilleros del 14 que están en el río, escucharon la balacera y llamaron a preguntar qué pasaba, porque con ninguna unidad de ellos han sucedido choques. ¡Quién sabe qué habrá pasado con los muchachos!

El ambiente se llenó de tensión. La avanzada dependía de otra compañía que tenía la misión de cubrir el flanco por el que se iba al río. Los enviados de ella comunicaron que el mando ya había ordenado reforzarla, y que toda su gente estaba formando una línea para esperar la aparición del Ejército. Se les envió la razón de que por ningún motivo podían aflojar. Mientras no fuera evacuado este campamento, había que impedir el paso al enemigo. La preocupación aumentaba. A la incertidumbre por la suerte de los emboscados, se sumaba la expectativa por el fuego. Si llegaba a escucharse, significaba que se combatía con la avanzada, a menos de dos kilómetros de distancia. Eso podía ocasionar la aparición de la aviación enemiga, bombardeos y ametrallamientos en el área. Y dificultar la evacuación del campamento. Era necesario tener en cuenta que ninguno de los guerrilleros del Oriental conocía el terreno, del que con certeza se sabía que estaba en gran parte inundado por las crecientes del río y los caños.

En ese momento estaban ausentes los guerrilleros del sur. Los remolques del camarada Jorge estaban desorganizados en su caleta, formando un montón sobre la cama. Documentos, libros, enseres, dinero, parque, equipo. En su conjunto, todo eso formaba un arrume de varias arrobas de peso, que no podía dejarse caer en manos del Ejército. Los guerrilleros de su guardia comenzaron a organizarlo con cuidado. Si una salida por tierra era casi impensable en esas circunstancias, un repliegue por vía acuática resultaba imposible. Y por la más elemental de las razones. No había ninguna canoa que sirviera siquiera para cruzarse al otro lado del caño. Pese a las dificultades, se ordenó ir preparándolo todo para la retirada. Unos guerrilleros fueron encargados de ordenar y empacar la remesa depositada en el economato general, otros la intendencia. Otros comenzaron a bajarlo todo al puerto. En unos segundos, el personal en su conjunto adoptó un ritmo febril, que semejaba al de un gigantesco hormiguero en agitación.

Separados por un pequeño intervalo llegaron dos embarcaciones al puerto. Fue un alivio ver descender de la primera de ellas a tres muchachos del Sur. Algo así como si de golpe un ser enceguecido recuperara la visión. Ellos eran conocedores del área, sabían dónde estaban las lagunas y dónde el terreno firme. Serían los mejores guías si había que cruzarse el caño y retirarse a pie. Conversando con Víctor, confirmaron haber oído el combate desde donde estaban. No cabía duda que había tenido lugar con la exploración integrada por los mandos. En cuanto a una retirada, sí, tenían idea de cuál podría ser la ruta. Pero no sería fácil hacerla, estaba llena de rebalses, y si un grupo con equipos y armas tendría enormes dificultades, no querían imaginarse cómo sería la cuestión con la cantidad de remolques que tendrían que llevar encima y el Ejército atrás acosando. En esas estaban cuando llegó el segundo motor. En él venía Diomedes, El Gato. Otro alivio, un mando superior, con atribución para tomar decisiones importantes.

Enterado de la situación, estuvo de acuerdo con las decisiones adoptadas hasta ese momento. Inspeccionó la organización de los remolques de El Mono y expresó su satisfacción. Mientras no sonaran tiros, las cosas no eran para desesperarse. Y si llegaban a sonar, podría enviarse otro personal a reforzar la línea de combate, o a tender otra más atrás. Tampoco era que la tropa fuera a llegar en un asalto sorpresivo. Ya habían sido detectados. Unos minutos después hicieron su entrada al campamento Héctor y Ángel, dos de los mandos que hacían parte de la exploración. Sus ropas estaban empapadas de sudor, y en su expresión aún se reflejaba el espanto. Mientras recuperaban el aliento para hablar, les prepararon un agua de refresco que bebieron con ansiedad. Daniel, Víctor, Patricia y otros los acompañaron a la presencia de El Gato. Allí, tras una bienvenida fraternal del mando, expusieron con notoria preocupación lo que había acontecido.

No sabían nada de los demás. Ellos dos marchaban en la retaguardia. Calculaban que el combate se había producido a unos cuatro o cinco kilómetros de ahí. Relataron que después de partir, caminaron durante una hora por la trocha y se detuvieron a descansar. La senda no permitía ir más aprisa. Quizás habían demorado unos quince o veinte minutos reponiendo fuerzas. No había agua, así que no prepararon nada para beber. Después reanudaron la marcha. No tenían conciencia exacta del recorrido que alcanzaron a hacer, creían haber caminado un kilómetro, tal vez menos, cuando escucharon la inesperada balacera en la parte de adelante. Tras los primeros tiros comenzaron a estallar bombas de M 79 y la ametralladora M 60 se oyó rugir de modo desesperante. La sorpresa fue descomunal. Nadie se esperaba que el Ejército pudiera estar emboscado en medio de la selva, rodeado por varias unidades guerrilleras. Sucedió muy rápido, no todos habían entrado al área de fuego, pero la desbandada fue general. Los que iban delante de ellos se arrojaron a los lados.

Ellos hicieron varios disparos con sus fusiles hacia el sector de donde procedía el fuego enemigo, luego retrocedieron unos metros y se atrincheraron tras palos gruesos a esperar. El tiroteo cerrado y la ruidosa explosión de bombas se prolongaron durante varios minutos. Luego fueron mermando hasta que todo quedó en silencio. Aguardaron con la esperanza de que otros de sus compañeros aparecieran también en retirada. Pero fue inútil, nadie se asomó. Una angustia indescriptible se apoderó de ellos. No se oían gritos ni quejidos, como si no se hubieran producido heridos. Era imposible que los hubieran matado a todos. Tras vacilar sobre lo más conveniente,  acordaron al fin dar marcha atrás y después de un trayecto emprendieron la carrera. Cuando volvieron a encontrarse con los de la avanzada, que estaban ya atrincherados, les comunicaron lo sucedido. Hablaron también con Arcadio, el comandante de esa compañía, y lo observaron disponer de su gente en el terreno, a fin de asegurarlo más. Era todo. No se había escuchado más ruido de combates.

Diomedes hizo otras preguntas sobre la ubicación de la avanzada y la compañía de seguridad. Después les informó que ahí se estaba recogiendo todo para evacuar. En cualquier momento llegarían las embarcaciones grandes que traían más personal para la acción que se pensaba realizar. Los que llegaban venían a pelear. Si el plan inicial había fallado, bueno, ahí estaba el enemigo más cerca de lo que se había pensado. En esas embarcaciones había que sacar los remolques de El Mono, su guardia y el personal que tenía otras tareas. Era probable que en los minutos siguientes comenzaran a aparecer otros de los integrantes de la exploración. Nunca se moría toda la gente en un combate. A los pocos minutos aparecieron otro par de mandos. Con aspecto idéntico al de los primeros. Su versión no fue muy distinta. Ellos, en lugar de retroceder, se habían arrojado al lado izquierdo de la trocha. La balacera y las explosiones eran intensas, así que en forma instintiva cada uno buscó protegerse del fuego adentrándose unos metros más en la espesura. Anduvieron extraviados un buen rato, hasta que regresaron a la trocha pero mucho más atrás.

La reflexión fue igual a la de los dos primeros, ninguno se imaginó que iban a tropezar con el Ejército antes de llegar al río, se suponía que el terreno estaba asegurado. Además, una hora antes había partido el grupo de los tres guerrilleros que salieron primero. O el Ejército no estaba todavía emboscado o los había dejado pasar, porque no se había escuchado un solo disparo. Enseguida se sobrevinieron las especulaciones de todo orden sobre ese asunto. Alguno murmuró que tal vez los hubieran capturado vivos, pero la mayoría se inclinó por rechazar esa posibilidad. Tres guerreros armados no iban a dejarse atrapar por el enemigo sin quemar un tiro. El grupo se disolvió a terminar de alistarlo todo. Una media hora después se escuchó el sonido familiar de un motor pesado que venía caño arriba. Diomedes impartió las instrucciones pertinentes acerca de qué cosas se embarcarían primero y cuál personal sería evacuado en el primer viaje. Patricia y Daniel hicieron parte de ese grupo. Todos fueron a traer sus equipos hasta las escalas del puerto.

Para los recién llegados debió parecer extraño encontrar apiñada tanta gente allí, con equipaje y remolques para embarcar de manera inmediata. Eso sin contar la expresión de inquietud que observaban dibujada en el rostro. Todos tenían idea de que en los planes estaba salir a combatir, pero se entendía que iba a ser hacia delante. La impresión que recibieron y casi de inmediato refrendaron, era que el personal que esperaba iba a echar de nuevo para atrás. Algo anormal sucedía. En el acalorado bullicio del intercambio de saludos, algunos los pusieron al corriente. El enemigo estaba cerca y ya había tenido lugar el primer combate. La demora era evacuar, para que los que quedaran allí salieran a buscarlo y enfrentarlo. La lancha tenía una buena capacidad. En forma rápida fueron bajados los equipos de los que llegaron y al lado de los remolques que quedaron a bordo se fue acomodando la nueva carga. Después, subieron los que partían. Por lo menos unas sesenta unidades fueron encontrando su lugar. Diomedes instruyó al motorista acerca del punto de destino.

Había que salir de nuevo al río y ascender por él hasta hallar en su margen izquierda un terreno alto, favorable para desembarcar y ubicarse. No muy lejos de las bocas del caño. En ese viaje iban dos muchachos del Sur, que conocían muy bien el área y podían ayudar en la escogencia. Cuando la nave comenzó a deslizarse, los guerrilleros que partían se despedían de los otros, moviendo sus manos en señal de adiós. Daniel se conmovió mirando los rostros confiados de estos últimos. Era cierto que al ir alejándose de allí, el peligro inmediato también quedaba atrás, pero sólo para él y quienes lo acompañaban. Los riesgos los asumían en cambio esos camaradas que les sonreían desde tierra firme empuñando en las manos sus fusiles. ¿A cuántos de ellos veía por última vez? Esa era la guerrilla, una organización de muchachas y muchachos repletos de alegría, siempre dispuestos a trenzarse a tiros con el enemigo, a jugarse la vida en desigual combate contra él, con la única esperanza de construir un sueño de justicia para su pueblo. Patricia, sentada a su lado, lo tomó del brazo, y como si adivinara sus pensamientos afirmó con una voz afectada por la emoción, Son lindos, ¿verdad? Sí, le respondió él, y valientes, esa es mucha gente brava.

Al pasar frente al barranco en donde la tarde anterior habían visto al Camarada Manuel con El Mono y Fabián, Patricia y Daniel buscaron con ansiedad cualquier rastro de su presencia. Pero sólo observaron la selva tupida. Las canoas tampoco estaban atadas ya a las orillas. Los dos sonrieron complacidos. El chorro de aguas se hacía más caudaloso a medida que la lancha bajaba por él. En algunas de sus pronunciadas curvas, eran notables los esfuerzos del motorista, por evitar que la proa de la nave fuera a enterrarse con violencia en las orillas. A un corto trecho de las bocas, al tomar una de las curvas, los ojos de Daniel atisbaron otra lancha, tan grande como la que los llevaba a ellos, cargada también de guerrilleros y ascendiendo veloz por el caño. Apenas la vio levantó la voz para dar aviso al motorista. Otros gritos de alarma se unieron al suyo. Unos pocos metros separaban los botes que avanzaban sin remedio hacia el choque.

Daniel se agarró con fuerza de las correas de uno de los equipos apiñados, al tiempo que le indicaba a Patricia y a los demás que se sujetaran de lo que pudieran. En el segundo que precedió a la colisión, distinguió a Efraín, un guerrillero de la Compañía Hernando González, que venía sentado en la cubierta de la proa de la lancha que subía. Vio su rostro sorprendido a la espera del golpe y luego lo miró sacudirse e irse de espaldas por la fuerza del impacto. El ruido sonó seco. Los cascos de las naves se estrellaron de frente. Los muchachos del Sur, que iban sentados en la proa de la lancha que bajaba, salieron disparados como proyectiles hacia delante y varios metros más allá cayeron al agua. Tras el choque, las dos embarcaciones retrocedieron unos metros. Ninguna se montó sobre la otra. Sólo se abrió una grieta considerable en el casco de la que subía, pero fue fácil concluir que no representaba mayor peligro pues la rotura quedó muy por encima de la línea de flotación. Los guerrilleros que se fueron al agua, brotaron a la superficie casi de inmediato, y aunque se veían confusos y asustados, nadaron con agilidad hacia los botes.

La profundidad del agua debía ser considerable. Ninguno de ellos tenía el fusil en las manos cuando se produjo el choque, lo cual evitó que se hubieran perdido sus armas. Apenas sus compañeros los ayudaran a trepar, sus cuerpos y ropas chorreantes de agua se convirtieron en motivo de diversión para todos. Las consecuencias de la estrellada no habían pasado a mayores, sobraban las razones para la explosión de alborozo. Entre carcajadas, risas y aclaraciones, los que descendían les indicaron a los de la otra embarcación que viraran el rumbo y los siguieran. Ante el inmenso caudal del río, algunos de los ocupantes de ésta, a manera de precaución, se corrieron  atrás para facilitar que la proa se alzara aún más del agua. Tras un primer intento fallido, los guerrilleros volvieron a detenerse sobre la margen izquierda del río, inspeccionaron el área y se declararon satisfechos. Las ramas de los árboles disimulaban una pequeña playa, y un poco más arriba hallaron una planada extensa cubierta por selva alta y cerrada. Tras descender todos a tierra y descargar las embarcaciones, los motoristas se despidieron y partieron de regreso al campamento.

4.

Daniel estuvo conversando durante un buen rato con Efraín. Le había tomado estimación desde cuando el muchacho le obsequió un retrato de Manuel Marulanda Vélez. Era un retrato en carboncillo pintado por el caricaturista Calarcá. El Camarada tenía la mano derecha apoyada en su barbilla, pensativo, en un gesto muy de él. Su valor estaba en que era el original, tamaño carta. Según le contó Efraín, el retrato estaba en algún periódico mural, en un campamento abandonado al terminar la zona de despeje. Él lo había tomado con emoción y conservado como una reliquia durante más de dos años. Pero temía que en los constantes vaivenes de una compañía de orden público, se viera obligado a dejarlo. Con dolor, veía la necesidad de desprenderse de él, pero quería dárselo a alguien que lo apreciara de verdad. Daniel había sido el elegido. Desde entonces, cada vez que se veían, dialogaban con especial animación. La placentera entrevista llegó a su fin cuando ordenaron que cada unidad se recogiera a un sector y esperara en silencio.

Como era de esperarse, el recién inaugurado puerto comenzó a hervir de agitación. Varios motores llegaron a descargar más guerrilla. En uno de ellos, trajeron a un hombre obeso, cincuentón, de piel morena y cabeza inmensa, a quien ayudaron a poner pie en tierra y luego condujeron a la parte alta. Con sólo mirarlo, Daniel supo de quien se trataba. Era un médico que venía a examinar a El Mono. Había escuchado hablar de eso en alguna reunión de los días anteriores. Lo saludó con cortesía, aunque sin darle a entender que sabía de quién se trataba. El médico miraba a su alrededor con curiosidad, como si pensara en las extrañas condiciones en las que se veía obligada a vivir entre el monte la gente que lo rodeaba. Le fue ofrecida una silla plástica y le explicaron que el Camarada Jorge no tardaría demasiado. Intentaba hablar, con timidez, de cualquier cosa. Daniel le escuchó mencionar que completaba 10 días desde su llegada. Casi todos caminando, guiado por guerrilleros, dando grandes rodeos para evitar al Ejército. Estaba alegre, sentía que su peregrinaje, para su fortuna, había concluido.

Menos de una hora más después, en un veloz deslizador, se presentó por fin El Mono.  Risueño, jovial, saludó uno por uno a todos los que se le aproximaron. Una vez se percató de la presencia del médico, se acercó a él con afectuosa formalidad y le estrechó sonriente la mano. Habló un par de minutos con él. Luego hizo traer varias sillas plásticas a un lugar un tanto apartado, y se sentó a indagar con los presentes sobre lo ocurrido. Con voz alta y franca confesó en tono sincero para todos, Tuve una falla esta mañana al dar el plan. Preví y orienté sobre qué hacer en caso de chocar con el enemigo cuando llegaran al río. Pero nunca calculé que en el camino hacia allá pudiera haber tropa. Claro, me confié en la información que tenía y en la ubicación de las unidades del Sur. Pero eso no justifica mi descuido, debí haberlo previsto. Pese al significado que adquirían esas palabras en alguien de su importancia, no se veía deprimido. Por el contrario, irradiaba optimismo, confianza en la fortuna que reserva el azar a quienes sueñan y luchan sin desmayo. Tal vez era esa su mejor virtud, contagiar la fe en la victoria, aun en las peores circunstancias.

Le mortificaba de manera singular que la mayoría de las víctimas de la emboscada hicieran parte del cuerpo de mandos. Volvió a investigar con los que regresaron acerca de cómo habían ocurrido las cosas. Tras escucharlos, se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Pero seguía sonriendo. Preguntó si ya había regresado Beiker. Al oír la confirmación, pidió a Daniel que trajera un cuaderno para escribir una nota. Cuando estuvo listo, le dictó un mensaje para el Camarada Manuel. En él lo ponía al tanto de los acontecimientos y suministraba la lista de los 22 desaparecidos con su nombre y rango. Con su habitual ceremonia, puso la firma suya al final. Después hizo llamar a Beiker a su presencia. Le dio la orden de llevar la nota y regresar deprisa, pues lo necesitaba para otras tareas urgentes. Luego precisó con Diomedes y Severiano cuáles serían las compañías que debían quedarse en el campamento evacuado, cuáles debían ir en busca del Ejército y cuáles las que se quedarían con ellos ahí, mientras exploraban un sitio con mejores garantías para instalarse unos días, a la espera del giro que tomaran los sucesos.

A esas alturas ya había pasado de largo el mediodía y comenzaba a hacer sentir sus efectos el hambre. En almuerzo no se podía pensar, su preparación había quedado interrumpida cuando se ordenó la retirada. No había nada que hacer, todos lo entendían. Tal vez más tarde, si decidían esperar ahí la noche, se dispondría preparar algo de comer. Además, a lo lejos se sentía el ruido de la aviación, en sentido norte, río arriba. Después de todo no era que estuvieran tan lejos del área donde se libraban los combates entre el Ejército y los guerrilleros del Bloque Sur. Una cosa era medir una distancia siguiendo las incontables curvas del río, y otra trazar una línea recta imaginaria de un lugar a otro. La diferencia podía ser hasta de dos tercios. Por otra parte, las tropas que penetraron por el Bloque Oriental hacia el río Yarí, cada vez estaban más cerca de éste y había un buen número de compañías esperándolas. Las peleas podían ser con guerrilleros de cualquiera de los dos Bloques, incluso con los de ambos.

Las horas fueron trascurriendo con premura. La embarcación de Beiker regresaba al puerto casi para partir de inmediato con otra misión. Para regocijo general, en distintos viajes de otras lanchas, fueron llegando varios de los mandos perdidos. Iban apareciendo a cuenta gotas, de a dos, de a tres. Su historia era la misma. Se vieron forzados a dar grandes rodeos para volver a la trocha, algunos estuvieron extraviados. Daban cuenta de haber visto a otros en el momento de la balacera, pero luego los habían perdido al escabullirse en la selva. A media tarde el número de los que faltaban se redujo a una docena. La esperanza se fortalecía. Más todavía cuando se tuvo conocimiento de que los tres que precedieron a la exploración de los mandos, se presentaron sin novedad en su lugar de destino a la hora esperada. Aseguraban no haber visto nada extraño a su paso. Sí, habían escuchado el alboroto del combate detrás de ellos, algo que les pareció inexplicable.

Más tarde, los guerrilleros recibieron la orden que ansiaban. Buscar leña bien seca y amontonarla en un sector cerca de la orilla. Eso significaba que iban a preparar comida. También se designó un grupo para que se dedicara a desprenderle por completo la corteza. La intención era producir la menor cantidad posible de humo. Aunque hasta esa hora del día los aviones y helicópteros no sobrevolaron el área en que se hallaban, no habían dado ninguna tregua río arriba. Incluso, se habían escuchado con claridad las ráfagas de las ametralladoras y las explosiones de las bombas arrojadas desde el aire. Fuera con quienes fuera, la verdad era que a una distancia no muy lejana, se presentaban combates muy intensos. Era mejor tomar todas las previsiones. Al mismo tiempo se dio la autorización para el baño. Los que quisieran podrían, por turnos, acercarse a la playa y bañarse. Se dejó claro que ninguno podría nadar. Además, había que darse prisa. Una exploración aérea podía sucederse de modo intempestivo.

Por momentos parecía como si las aeronaves intentaran acercarse. El ruido de sus motores se escuchaba muy próximo, hasta casi producir alarma. Pero luego volvía a retirarse apaciguando la inquietud de todos. Patricia propuso a Daniel que esperaran para tomar el baño con el último grupo. Si iban entre los primeros, habría demasiada gente en la pequeña playa, y las comodidades allí eran escasas. Él estuvo de acuerdo. Casi eran las cinco cuando se decidieron. Para su satisfacción, sólo unos cuantos guerrilleros tomaban el baño y en su mayoría estaban ya por salir. Esperaron otros minutos, hasta que quedaron libres los escasos sitios apropiados para depositar la ropa y luego del baño secarse y cambiarse. Los fogones del casino se mostraban rebeldes con los rancheros. Éstos luchaban sin mucho éxito contra la gruesa humareda gris que ascendía con lentitud. Era la consecuencia del invierno, no era fácil hallar leña seca. La pareja se propuso aligerar al máximo su propósito.

Cuando estaban secándose sus cuerpos, comenzó a escucharse de modo más fuerte el ruido producido por las aspas de un helicóptero. En forma simultánea, la columna de humo se hinchó y retorció, como si pretendiera hacerse visible desde lejos. ¡Vienen los helicópteros Daniel!, exclamó con alarma Patricia. Sí, respondió él, y luego, tras mirar hacia el casino, agregó alarmado, ¡Y esa rancha, ese humo! ¡Nos van a descubrir! El golpe de las hélices sonaba más cerca. Varios guerrilleros levantaron a un tiempo la voz para advertir a los rancheros que controlaran el humo. Era inútil, al menor movimiento la nube gris se engrosaba y ascendía con más furia. En ese momento apareció Diomedes en carrera, ordenando que apagaran de inmediato los fogones. ¡Échenles agua! ¡Muévanse! Al caer los baldes de agua fría sobre los leños encendidos, se elevó orgullosa una última andanada de humo grueso mezclado con vapor. Patricia y Daniel, que se habían vestido en un santiamén, tomaron sus armas en las manos y corrieron hacia la parte alta. Justo entonces se oyó la primera ráfaga.

Daniel alcanzó a mirar de paso el rostro del médico. Parecía extasiado, como si de repente protagonizara una aterradora película de suspenso. Al llegar al área de su compañía, oyeron las voces agitadas de Víctor ordenando que la gente se cubriera tras palos gruesos. El aparato se aproximó más. Sus ametralladoras rugían incansables. De pronto se oyó el disparo de un cohete, y luego otro. Casi enseguida dos más. Alguien gritó, ¡Es con alguna de las lanchas! ¡La descubrieron y le están quemando! Patricia miró a Daniel con preocupación, ¡Los motoristas! ¡Quizás a quien sorprendieron! El Arpía se arrimó hasta casi sobrevolarlos, después se alejó y volvieron a sonar las ráfagas y las explosiones. Estaba demasiado cerca, lo suficiente como para que todos se asustaran. En ese instante se oyó con claridad la voz de El Mono dominada por la euforia,  ¡Eso sí, así es que bueno! ¡Que se sientan cerca los tiros y las explosiones! ¡Que se respire la pólvora! ¡Así es como debe ser! ¡Así me gusta! Su emoción era auténtica. Los guerrilleros sonrieron contagiados. Su temor se disipó como por obra de un encanto.

Después de insistir durante unos quince minutos, el helicóptero se fue retirando río arriba. Un rato después se oía el sonido de la aviación en la misma dirección que todo el día. Entonces sobrevino la orden de buscar sitio para dormir, y de una vez, guindar las hamacas o tender las camas. En esas condiciones era lo ideal. Así se evitaría la luz de las linternas en la noche. Patricia y Daniel escogieron el sitio e hicieron un pequeño limpio con los machetes. Se vieron obligados a buscar varias varas, pero pudieron tener listos los lugares antes de que el sol se ocultara por completo. Los fogones volvieron a ser encendidos, y se avisó que cuando estuviera lista la comida, llamarían al personal para que se levantara a cenar. Recostados en sus hamacas, sin poder conciliar el sueño, la pareja de guerrilleros estuvo comentando los sucesos de aquel agitado día. Al final, con voz compungida, ella expuso una inquietud que la atormentaba, A mí me duelen todos los guerrilleros, cualquier cosa que le suceda a alguno, pero me  martiriza en especial la zozobra por Nelly. No ha llegado. ¿Será que le pasó algo grave?

La mente de Daniel se trasladó unos días atrás, a un campamento en la marcha, donde Nelly le había narrado la historia de su vida. Hacía más de una veintena de años, cuando era una muchacha despreocupada y feliz, vivía con su familia en Cúcuta. Su padre era un hombre tradicionalista y duro. Una noche, su novio la invitó a una fiesta en el barrio. Después se daría cuenta que el muchacho tenía otros propósitos, porque se las arregló para que ella se quedara a dormir con él. Ella se opuso a sus deseos, no le permitió ir más allá de los besos. Se lo impedía su formación, y desde luego, el miedo a su padre. Antes de regresar a su casa, pasó por donde una tía en busca de consejo, y con toda ingenuidad le contó lo sucedido. La mujer armó un inesperado escándalo. Corrió dando chillidos y se lo contó a su padre. Claro, todos daban por seguro que ella se le había entregado al novio. La sentencia de su padre no se hizo esperar, Dígale a mi hija que si el novio no va a responder por lo que hizo, ella jamás volverá a poner un pie en esta casa. Era absurdo. Pero también era inapelable.

El muchacho no quiso saber nada del asunto. A su juicio, era él quien tenía suficientes motivos para estar resentido. Nelly se vio obligada a mudarse donde una vecina. Allí sentía crecer su desespero con cada día que llegaba. Su familia le dio la espalda por completo, como si hubiera sido de verdad una extraña. La vecina a donde se mudó, tenía constantes relaciones con gente de Arauca, de donde la visitaban con frecuencia. Muchas de esas visitas también trataban con el padre de Nelly, pero ella nunca supo sobre qué asunto. Con el tiempo se enteró de que eran militantes del Partido Comunista y que varios entre ellos colaboraban con las FARC. Pero en esa época no entendía nada de eso, ni le importaba. Una pareja venida de Arauca y con quienes había entablado alguna amistad, le ofrecieron trabajo allá. Era justo lo que necesitaba. Repudiada por los suyos, aceptó la propuesta. Una nueva vida, en otro lugar, resultaba atractiva en sus condiciones. Ya en Arauca, sus nuevos amigos le dijeron la verdad. Eran guerrilleros de las FARC. No había tal finca, tampoco el trabajo. En cambio le explicaron en detalle qué era esa organización y por qué luchaba. Le ofrecieron el pasaje si quería regresarse, pero también la invitaron a ingresar. Nelly no vaciló, a los pocos días estaba en el Frente.

Para ser una niña de ciudad, la nueva vida no la afectó demasiado. Por el contrario, desde un principio estuvo dotada de una notable capacidad de adaptación. Con el tiempo conseguiría un compañero, Martín Sombra, quien se negó a hacer de ella una muchacha mimada. Le prometió convertirla en una combatiente ejemplar. Él le enseñó a cruzar a nado los ríos más crecidos, a vadear los fuertes torrentes, a caminar durante horas con varias arrobas de peso a la espalda y durante muchos días, a orientarse en el terreno, a soportar la adversidad, a resistir los golpes, a superar las más duras pruebas. Los cambios que traen los años terminaron con ese matrimonio. Pero ella siempre viviría agradecida con él, por haberle ayudado a convertirse en una revolucionaria íntegra. De su familia poco volvió a saber. Recordaba con nostalgia el día en que pudo conversar con su padre por línea telefónica. Eso fue muchos años después.  El viejo, con mucha dificultad, apenas pudo pronunciar algunas palabras. Todo el tiempo estuvo luchando con el llanto, lloró como quizás nunca lo había hecho en la vida.

El camarada Jorge le había prometido crear condiciones para que pudiera entrevistarse con su familia. En esa época ella estaba en el Séptimo Frente. Pero la agudización de la guerra se había atravesado siempre para impedirle la realización de ese anhelo. La última vez que tuvo alguna noticia, supo que su madre estaba muy enferma. Pero no había vuelto a saber más. Aquella tarde del relato, la mirada de Nelly parecía perdida en la distancia, abstraída en su pasado, como si su alma estuviera de viaje por esos parajes angustiosos que los guerrilleros, sólo de manera excepcional, abren a alguno de sus camaradas. No, Nelly no puede haber muerto, su vida guerrillera no puede tener un final tan insignificante. Esa fue la respuesta que Daniel dio a Patricia tras su largo silencio. Ella no pronunció ninguna otra palabra. Quizás se había dormido. Las ramas de los árboles se movieron agitadas y muchas hojas secas cayeron sobre la casa que los cubría. Un largo trueno anunció la proximidad de una tormenta.

5.

La mañana siguiente trajo consigo algunas sorpresas agradables. La primera de ellas fue la de encontrar a Nelly en persona en el campamento. Había llegado la noche anterior, indemne. Sólo unos pocos habían tenido la oportunidad de enterarse. Estaba ahí, con sus ojos negros, su piel morena y su cuerpo menudo, contando su aventura a quien quisiera conocerla. No era muy distinta a la de los demás. Pero tenía un elemento preocupante. Ella se había lanzado a mano izquierda, en busca de protección contra el fuego cerrado que caía sobre ellos. La precedían algunos de sus compañeros. En medio de la confusión, cayó al suelo enredada con alguna raíz. Los que iban adelante no lo notaron. En cuanto intentó ponerse de pie, sintió que algo la retenía por la espalda y le impedía moverse. Luchó con fuerza contra lo que desconocía. Las balas pasaban por sobre su cabeza mientras intentaba desprenderse. Entonces comprendió que estaba atrapada por una red de bejucos, que algunos de ellos se habían enredado con su equipo y se negaban a dejarla partir.

Tomó la decisión de sacárselo. Jaló con fuerza las cargueras hacia fuera y se vio libre. Los proyectiles se estrellaban muy cerca. Sin soltar el fusil de sus manos se retiró con agilidad monte adentro. La explosión de las granadas lo estremecía todo, no había tiempo que perder. Más tarde se encontró con otros. El problema era que ella hacía parte del Departamento de Inteligencia del Bloque Oriental. En su equipo llevaba uno de los computadores de su oficina volante. Un portátil, con suficiente información sobre el Bloque. Con seguridad que en el registro posterior las tropas lo encontrarían. El Mono ya lo sabía. Fue lo primero que ella le contó. El Camarada recogió la noticia con franco estoicismo. Se preguntó por qué había decidido autorizar que ella hiciera parte de la exploración, y recordó la propuesta hecha por Albeiro en la reunión de mandos. No puedo culpar a nadie por eso, el único responsable soy yo. Cuando autoricé incluirla, debí ordenar que le dejara el computador a otro. Con esas palabras El Mono despachó el asunto, en ese momento, y cada vez que en adelante se refirió a él en público.

Severiano y algunos otros mandos fueron encargados de buscar río abajo un lugar más seguro. Desde temprano salieron en varias embarcaciones a eso. En el transcurso de las primeras horas de la mañana, hicieron su llegada al lugar otros de los perdidos. Entre ellos Albeiro, el encargado de la misión. Ahora sólo hacían falta seis. Daniel estuvo hablando unos minutos con Jacqueline, una muchacha muy delgada, de piel cobriza, que padecía desde tiempo atrás por obra de una leishmaniasis que le devoraba parte de la nariz. Se la veía muy triste. Era la compañera de Diomer, y según lo informado por los que volvieron de la frustrada exploración, él era quien marchaba en la cabeza de la vanguardia. Los primeros tiros se los habían disparado a los que marchaban adelante. Ella se negaba a perder la esperanza. Estaba a punto de echarse a llorar. Cada vez que se detenía un motor, corría a la orilla con la ilusión de verlo descender a él del bote. Y luego regresaba a su lugar con el corazón despedazado. Era difícil darle ánimo, pero Daniel lo intentó, le aseguró que en cualquier momento Diomer estaría de vuelta. La muchacha se marchó con la cabeza baja.

En la mañana, después de recibir el desayuno, se había repartido también el almuerzo. Los guerrilleros lo guardaban hasta el mediodía. Era preferible comerlo frío que pasar el día en blanco. Además, así permanecían listos para el caso que se diera la orden de partir en cualquier momento. Esto último fue lo que sucedió a eso de las once. Las embarcaciones arrimadas al puerto se fueron llenando en forma rápida de guerrilleros y carga. El recorrido por el río no alcanzó a durar los quince minutos. El nuevo sitio era semejante al anterior, pero con una playa más grande y mejor cubierta por la vegetación. El barranco de la orilla era un poco más alto, pero brindaba la posibilidad de construir escalones en él sin el riesgo de que la aviación pudiera observarlos. Como sucedía siempre al llegar a un lugar nuevo donde pernoctar, lo primero que se ordenó fue la salida de exploraciones en profundidad. Era necesario conocer con exactitud los accidentes del relieve, el estado de las aguas, la posible presencia enemiga. Así se sabía por cuál flanco existían vulnerabilidades. Y se adoptaban medidas.

No tenían mucho tiempo de estar allí cuando llegó la buena nueva de que había aparecido Diomer con dos más. Pronto los traerían. Daniel buscó entonces con los ojos a Jacqueline y sus miradas se cruzaron. No tuvo que decirle ninguna palabra. La muchacha sonreía con expresión de inmensa felicidad. El brillo de ese par de ojos negros le transmitió una deliciosa sensación de placidez. Si Diomer, que iba adelante, estaba vivo, era seguro que todos los demás también. Sería sólo cuestión de tiempo. El relato de éste al llegar, fortaleció aun más esa idea. Él va en la punta, en efecto. Quien lo sigue está a unos tres metros de él. Van caminando cuando desembocan a una pequeña cañada. Hay que descender un poco y luego volver a subir. Al cruzarla, siente un fuerte olor a fresco Frutiño y piensa que alguien ha preparado recién un agua allí. Unos cortos pasos más allá, a un lado del camino, sobre una pequeña elevación, observa a un hombre de uniforme camuflado, con el fusil al hombro. Los dos se miran a un tiempo. Se detiene por un instante, Son guerrilleros, del Sur, piensa mientras da otro paso confiado. Al aproximarse ve a otros hombres a un lado del primero. Uno de ellos está sentado sobre un ligero promontorio. Tiene una ametralladora M 60 sobre sus piernas.

Los guerrilleros también van vestidos con uniformes camuflados. Son idénticos a los que esperan. El instinto le avisa a Diomer que no se debe confiar. Piensa en hablar con quien lo sigue, pero para ello tendría que volver la cabeza, un movimiento nada aconsejable en ese momento. El hombre de adelante, mueve su mano en ademán de saludo. Diomer le responde levantando las cejas y echando un poco la cabeza atrás. Ya no cree que sean guerrilleros. El hombre lo llama con la mano, intenta atraerlo hacia él, incluso le dice, Venga chino, tranquilo. Diomer piensa en una fracción de segundo, Son los chulos, ¡quémeles! Al mismo tiempo oprime el gatillo de su fusil, que llevaba desasegurado por pura cautela. Aprieta el dedo varias veces, dos, tres, cuatro, pierde la cuenta, y salta a un lado. Los soldados responden casi de inmediato. El de la ametralladora M-60 la pone a traquetear enseguida. Un aguacero de plomo y esquirlas se dirige contra los guerrilleros, pero estos se han perdido ya de vista entre la vegetación. Lo demás coincide con lo que han contado los otros.

Las cosas comenzaron a verse más claras. En realidad, nunca hubo una emboscada. Si los tres guerrilleros que salieron de primeros en la mañana anterior, lograron llegar hasta el río a la hora esperada, era porque no había tropa apostada a la orilla del camino. La hubieran descubierto. Además no observaron ningún trillo. La deducción era obvia, el Ejército no estaba allí una hora antes, cuando ellos pasaron. Quizás no tenían mucho tiempo de haber salido a la trocha. Debía tratarse de una patrulla que realizaba un cruce a campo traviesa, en completa clandestinidad, desde algún helipuerto construido en plena selva. Casi podía apostarse que al encontrar la trocha, y agua unos metros adelante, se habían detenido a preparar un refresco y descansar. Eso explicaba lo que sintió y vio Diomer. Era probable también que el soldado que lo vio, lo hubiera confundido de entrada con uno de ellos. Diomer era blanco, más bien de piel rosácea, de cabello rubio y ojos verdes, podía haber parecido un oficial. Debió denunciarlo el fusil, era un AK. Tal vez el soldado, al descubrirlo, temió que si hacía un movimiento para levantar su arma, le dispararían primero.

El volumen de fuego que recibían, y el verse obligados de repente a lanzarse a la espesura, para perderse de vista y obtener trinchera, generaron la posterior confusión y la desbandada. En esas condiciones no era difícil perderse. Con seguridad que eso explicaba la demora de Petro y los dos que faltaban. Tras el sencillo festejo por el regreso, se vinieron encima los trabajos dirigidos a la construcción de un campamento estable. No se sabía para cuantos días, seguro que serían pocos. Se asignaron áreas, se cavaron hornillas, se hicieron letrinas, caletas, economato, intendencia. En la tarde, El Camarada Jorge hizo reunir todo el personal y les dirigió la palabra. Tal y como era su costumbre, inició con todo lo concerniente a la posición conocida de las tropas. Explicó luego el objeto de la estadía allí. Dando muestras de muy buen humor, se refirió también a lo sucedido el día anterior. Y sobre la actual ubicación, advirtió divertido que de acuerdo con las exploraciones, el sitio estaba inundado por todos los flancos, era un mar de rebalses. En otras palabras, que estaban aposentados en una isla. Pero iban a quedarse allí.

Se reservó dos asuntos para el final. El primero, que había sido Beiker la víctima de la balacera del helicóptero la tarde anterior. Lo ubicaron cuando subía por el caño y le soltaron todo el plomo del mundo. Aunque no sufrió ni un rasguño. Cuando sintió que el helicóptero le volaba encima, se orilló y saltó a tierra. Claro, el Camarada convirtió el episodio en uno de sus cuentos, puso a Beiker a pasar por una serie de graciosas desventuras, como si fuera el personaje de una tira cómica. El segundo, que la comisión del 14 que estaba a orillas del Caguán, había informado por radio sobre la aparición de Petro y los dos mandos que faltaban. Contrario a los demás, que eligieron retroceder después del encontrón con la tropa, ellos habían optado por tomar la ruta hacia delante. Hasta ese momento, por ser Petro quien faltaba por aparecer, había figurado como el último de los muertos. Ahora ya se sabía que vivía y que estaba bien. En su honor, el campamento en que se hallaban instalados ahora, llevaría el nombre de la Isla del Muerto.

Los guerrilleros y el propio Mono Jojoy reían divertidos hasta formar una algazara. Lo que estaba al orden del día era la localización exacta de la patrulla del Ejército. Para golpearla con fuerza por su atrevimiento. Ya había compañías rastreándola. El equipo de Nelly había sido encontrado, picado a machete y con todas sus ropas despedazadas. El computador se lo habían llevado. El rastro del enemigo se dirigía al norte. Huía como alma que persigue el diablo. La tarea era alcanzarlo, estaban en eso. Aunque también podía esperarse que se diera comienzo a una operación enemiga hacia este sector. En ese caso, había que estar preparados a la espera de los desembarcos y el combate. Pero bueno, eso era un asunto para el día siguiente, para los días que seguían. Por ahora había derecho a celebrar. A reírse, a darle rienda suelta a la alegría.♦

Montañas del oriente colombiano, 15 de junio de 2006.



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Freddy Yépez


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