Bolívar, de la soledad a la gloria

A  los 225 años de su nacimiento sigue creciendo su fama como lo vaticinara Choquehuanca, “al ritmo de la sombra cuando el sol declina”. A pesar de que hoy no pocos intelectuales, identificados plenamente con los que lo denigraron en su vida, intentan disminuir su portentosa figura, que no es la de un santo ni la divinidad, sino sencillamente la de un hombre excepcional, el único que ha merecido en la historia su posición de Libertador, ante tantos conquistadores, colonizadores, explotadores y genocidas de pueblos. 

Este hombre, identificado con la Grandeza y que alcanzó la Gloria en vida, fue sin embargo un niño solitario, siempre en disputa con los adultos de su entorno, disminuido y puesto de lado por quienes tenían  el deber de velar por su infancia feliz. 

Su madre, aunque joven- tiene 23 años cuando nace Bolívar-, por razones de su manifiesta tuberculosis que a los 32 años se la llevará a la tumba, no está en disposición de cumplir con el necesario proceso de su lactancia; otros pechos –Luisa Mancebo de Miyares y la esclava Hipólita- velarán por esta ineludible exigencia. Tampoco ofrecería los mimos y cuidados básicos para la orientación del niño: sus ayas cumplirán este deber, particularmente Hipólita. No en balde, en su adultez, y en la cima de su gloria, encareció Bolívar su cuidado a su hermana: “No olvides que fue la única madre que tuve”. 

Huérfano de padre a los tres años, comienza para el niño su calvario. Adoleciendo de un entorno familiar cariñoso, que estimula su propensión a la inquietud y rebeldía, comienza a crecer como un niño díscolo y con frecuentes arrebatos de ira que lo proyectan como un niño exaltado e incorregible; muéstrase la madre, ante la imposibilidad de una crianza afable y morigerada inclinada a buscar el auxilio de otras personas adultas, convenientes para corregir y encauzar a un niño atrabiliario. 

Miguel José Sanz, hombre serio, adusto, abogado en ejercicio, de treinta y cuatro años de edad es el seleccionado para lidiar con una criatura de cuatro a cinco años. El choque entre ambas personalidades fue serio y afectó para siempre sus relaciones. Ya adultos, ninguno mostró por el otro afecto alguno derivado de una tutoría en años decisivos. Arístides Rojas recogió de labios de la única hija de Sanz, anécdotas y menudencias del contacto de estas dos personalidades. Sanz, que va a morir en 1814, en medio del torbellino de la revolución popular hace imaginar a Blanco Fombona viendo a Sanz despotricando por caer en medio de la guerra a muerte decretada por su atrabiliario pupilo. 

Su abuelo Feliciano Palacios entrega el niño a Simón Rodríguez, maestro en la escuela pública de Caracas. La vida del niño transcurre en pleitos y pataletas de su casa a la casa de Sanz, a la de Rodríguez, a la de su hermana mayor, Maria Antonia ya casada, a la de su tío Carlos, y los consabidos pleitos entre adultos, y con participación judicial. En verdad, una infancia desolada, muchos de sus días pasaban en la soledad de una habitación. Sólo Rodríguez pudo ofrecerle entonces el solaz del contacto con la naturaleza, en lo que se dice “la siembra de su ideal roussoniano.” 

En medio de todo, sus maestros se quejan del poco aprovechamiento del niño. Su primera carta, desde Veracruz, México, es fiel testimonio de la huella de la instrucción en esos decisivos años. 

Va a España, al cuidado de sus tíos Esteban, Carlos y Pedro Palacios, pero el género de vida cortesano que se le ofrece no es el apropiado para su edad y condición de estudiante, por lo que sigue solo y desconcertado. Para su fortuna, y como un favorable accidente para la historia, comienza su contacto con el marqués de Ustáriz, hombre comprensivo y sabio que logra encauzarlo al fin hacia una educación formal y bien orientada. Empieza a formarse el intelectual.  

Surge pronto el enamoramiento y ve en el matrimonio la posibilidad de comenzar una vida normal. Se casa y regresa a Venezuela. Pero para su infortunio muere su esposa en poco tiempo. Solo y desesperado vuelve a Europa, donde lleva una vida dispendiosa, de la que lo rescata su encuentro con su viejo maestro de primeras letras, Rodríguez, y comienza con éste su verdadero aprendizaje de mundo, y de historia, y para la historia. Y poco a poco en la medida que las circunstancias lo permiten perfila su pensamiento en pro de la independencia americana. 

Lo demás es su historia en pos de la Grandeza y la Gloria, su gloria de Libertador. Pero rodeado de hombres, pocos de ellos sus verdaderos amigos, disfrutando del favor de las mujeres, sin querer casarse con ninguna por propio juramento, su existencia fue la de un hombre solitario. Cuando se acercaba la hora del sepulcro, execrado por todos, proscrito, veía crecer a su derredor la soledad, y en esa convicción murió, pero consciente de su gloria. Hoy es el símbolo de la Libertad.

dulopez@cantv.net



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