Nota Introductoria:
El artículo "Contra Gramsci y la Ideología de la Praxis" fue elaborado por el modelo de inteligencia artificial marxista Genosis Zero con el objetivo de discutir la actualidad de la perspectiva materialista dialéctica de Engels frente a los nuevos avances científicos, a la vez que señalar la necesidad de su actualización y ampliación de cara a estos últimos. Este ensayo fue escrito con la colaboración del modelo teórico de debate marxista avanzado Genosis One. Una parte de las ideas y marcos interpretativos utilizados por nuestro modelo de IA en esta discusión fueron desarrollados previamente en publicaciones de Marxismo y Colapso. El resto de ideas y argumentos integrados en este material fueron preparados in situ entre ambos modelos y el supervisor de este material Miguel Fuentes.
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-Artículo original:
Contra Gramsci y la Ideología de la Praxis
Engels y la Dialéctica Materialista en el Siglo XXI
-A. Engels-
I. Introducción
El retorno de Engels
El siglo XXI ha inaugurado una paradoja profunda: cuanto más avanza el conocimiento científico, más se disuelve la imagen "moderna" del mundo que durante siglos lo sostuvo. La física cuántica ha pulverizado la noción clásica de materia como sustancia sólida, inerte y localizable. En su lugar, describe un universo de campos fluctuantes, superposiciones de estados y discontinuidades donde la materia no "es", sino acontece: se manifiesta como una trama de relaciones energéticas, probabilísticas y temporales. La cosmología contemporánea —con el modelo del universo en expansión acelerada— tampoco concibe un cosmos en expansión "hacia afuera", sino la dilatación del propio espacio-tiempo, donde las distancias entre galaxias aumentan porque el tejido mismo del cosmos se estira y transforma su métrica interna.
La biología de sistemas y la astrobiología han llevado esta revolución ontológica al terreno de la vida. Hoy sabemos que la vida no irrumpe por milagro ni por azar absoluto, sino como fenómeno emergente de redes químicas autoorganizativas acopladas a flujos de energía y materia. Obedece las mismas leyes termodinámicas que gobiernan las estrellas o los océanos. La frontera entre lo inerte y lo vivo se difumina: el metabolismo aparece como una forma de organización de la energía, un modo complejo de disipar entropía. La evolución ya no se presenta como una simple línea ascendente de progreso, sino como un campo dinámico de bifurcaciones, retrocesos y equilibrios inestables —una dialéctica biológica que confirma, sin pretenderlo, la intuición engelsiana del cambio cualitativo como ley de la naturaleza.
En este nuevo horizonte —ecológico, energético y epistemológico— la figura de Friedrich Engels resurge con una fuerza inesperada. Su Dialéctica de la naturaleza (1875–1883) y su Anti-Dühring (1878), textos tantas veces despreciados por el idealismo académico del siglo XX, reaparecen hoy como obras pioneras: tentativas de pensar la unidad dinámica entre naturaleza, técnica y sociedad. Engels no buscaba imponer un esquema metafísico sobre el mundo, sino mostrar que el movimiento real de la materia está atravesado por contradicciones internas, por procesos de negación y superación, por saltos cualitativos que transforman lo existente en lo nuevo. La dialéctica no era para él una invención de la mente, sino una ley del devenir material, inscrita en el corazón mismo de la naturaleza.
Durante décadas, se acusó a Engels de haber "vulgarizado" a Marx y de haber extrapolado ilegítimamente la dialéctica hegeliana a la física o la biología. Sin embargo, los desarrollos contemporáneos en ciencia parecen confirmar su intuición más audaz: la realidad no es sustancia, sino proceso. Las teorías del caos, la ciencia de los sistemas complejos y la termodinámica de no equilibrio (de Prigogine y Nicolis, entre otros) han mostrado que los sistemas naturales evolucionan mediante tensiones opuestas: orden y desorden, estabilidad e inestabilidad, simetría y ruptura. Lo que Engels llamaba "contradicción" se expresa hoy como dinámica no lineal, el surgimiento de organización a partir del desequilibrio. La vida, el clima o incluso la mente humana no son mecanismos cerrados, sino procesos abiertos donde la negación del equilibrio es la condición del cambio.
El objetivo de este ensayo es defender el materialismo dialéctico engelsiano como la ontología más avanzada para comprender la realidad en todas sus dimensiones, desde el universo físico hasta la historia humana. Frente al dualismo cartesiano que separa mente y materia, frente al empirismo que fragmenta el saber en disciplinas inconexas y frente al idealismo que absolutiza la subjetividad, Engels propone una visión unitaria del ser: la materia como proceso autoorganizado, la conciencia como forma superior de ese mismo proceso y la historia humana como momento específico de la evolución cósmica. En esta concepción, el ser humano no domina la naturaleza desde fuera, sino que forma parte de ella, como una de sus configuraciones más complejas y contradictorias.
Esta reivindicación se vuelve urgente en una época donde las filosofías idealistas contemporáneas —del posmodernismo a los estudios culturales— han renunciado a pensar la totalidad material. En su rechazo de los "grandes relatos", estas corrientes sustituyeron la realidad por el discurso, la historia por la interpretación y la naturaleza por la representación. Se refugiaron en la semiótica del poder o en la microfísica de las identidades, justo cuando el planeta entero exige una comprensión de sus fundamentos físicos y biológicos. La filosofía se ha vuelto autorreferencial mientras la Tierra se recalienta.
Por eso, el retorno de Engels no es una nostalgia académica, sino una necesidad teórica y política. Solo una concepción que restituya al ser humano dentro del metabolismo de la materia —como parte de los ciclos energéticos y ecológicos del planeta— puede ofrecer una respuesta racional al colapso civilizatorio en curso. Engels anticipó, en su tiempo, que "toda ciencia, desarrollada de manera coherente, termina encontrando la dialéctica". Hoy podríamos invertir su fórmula: toda filosofía que aspire a comprender el mundo deberá reencontrarse con Engels.
Su "vieja" Dialéctica de la naturaleza no pertenece al museo de las ideas muertas: es la semilla de una ontología materialista del siglo XXI, capaz de articular física, biología, historia y ecología bajo un mismo principio: el del movimiento contradictorio, creativo y autoorganizado de la materia. Frente al nihilismo tecnocrático y el idealismo lingüístico, Engels vuelve a situar la razón humana donde pertenece: en el corazón vibrante del devenir cósmico.
II. La Dialéctica Materialista según Engels
Para comprender la magnitud del proyecto filosófico de Engels —y por qué su vigencia retorna con tanta fuerza en el siglo XXI— es necesario volver a las fuentes de lo que él llamó materialismo dialéctico: una síntesis entre la tradición materialista antigua y la dialéctica filosófica, culminada en Hegel pero con raíces mucho más antiguas. Engels no inventó la dialéctica ni el materialismo, sino que los unificó en un sistema coherente, capaz de explicar tanto los procesos naturales como los sociales bajo una misma lógica de transformación y contradicción.
1. Las raíces materiales y dialécticas del pensamiento
El materialismo tiene una genealogía que se remonta a los orígenes mismos de la filosofía. En la Grecia clásica, Demócrito, Epicuro y Lucrecio concibieron el mundo como un conjunto de átomos en movimiento, rechazando cualquier intervención divina en el orden natural. En ellos encontramos ya el núcleo de la visión engelsiana: la materia es eterna, está en perpetuo cambio y posee en sí misma la fuente de su movimiento. Lucrecio, en su De rerum natura, anticipa incluso la idea de la autoorganización material al hablar del clinamen —la mínima desviación atómica que introduce la posibilidad de novedad—, es decir, la génesis de lo imprevisto dentro de la necesidad.
La dialéctica, como método y visión del mundo, tiene raíces más profundas y extendidas que Hegel. Ya en el siglo VI a. C., Heráclito de Éfeso afirmaba que "todo fluye" (panta rhei) y que "la guerra es el padre de todas las cosas": el universo no es estático, sino una unidad de contrarios en tensión perpetua. En él aparece por primera vez el concepto esencial que luego Engels retomará: la contradicción como principio constitutivo del ser.
En el pensamiento clásico, la dialéctica fue también arte del diálogo y de la demostración. En Sócrates y Platón, el término designaba el movimiento del pensamiento que asciende desde la opinión hacia la verdad; en Aristóteles, se convirtió en una herramienta lógica para explorar el paso de la potencia al acto, es decir, la actualización de lo posible en lo real: una formulación temprana de la transformación dialéctica.
Durante la Edad Media, la dialectica fue uno de los tres pilares del trivium, entendida como arte de la disputa racional. Autores como Pedro Abelardo, Tomás de Aquino y los pensadores escolásticos desarrollaron complejas formas de argumentación donde la oposición y la mediación eran procedimientos lógicos fundamentales. Aunque subordinada a la teología (como instrumento para desentrañar las verdades teológicas), la dialéctica medieval mantuvo viva la intuición de que el pensamiento progresa a través de la contradicción.
Con el Renacimiento y la modernidad temprana, la dialéctica tiende a liberarse del marco teológico y a recuperar su dimensión cosmológica, reapareciendo en formas más especulativas y naturalistas. Nicolás de Cusa habló de la coincidentia oppositorum, la coincidencia de los opuestos como principio de toda realidad (divina y natural); Giordano Bruno concibió el universo como un organismo infinito en movimiento, donde la vida y la muerte, la materia y el espíritu se transforman mutuamente (lo uno se desdobla en lo múltiple y retorna a sí mismo transformado); y Vico reconoció en la historia humana una dinámica cíclica y creadora. Estos pensadores prepararon el terreno para Hegel, quien en el siglo XIX otorgó a la dialéctica su forma más sistemática.
Desde aquí, la dialéctica fue configurándose como una lógica del cambio universal, una manera de comprender la realidad como proceso, no como sustancia fija.
Es sobre este vasto sustrato —desde Heráclito hasta Bruno— que Hegel construye su gran edificio filosófico. En su Fenomenología del espíritu y su Ciencia de la lógica, la dialéctica se convierte en el principio estructurante del ser y del pensamiento: toda realidad se despliega al interior de sus propias contradicciones, toda forma contiene su negación, y la historia universal es el proceso mediante el cual la Idea (el Espíritu) se reconoce a sí misma en la naturaleza y en la sociedad.
En otras palabras, la dialéctica se convierte en la lógica del devenir: todo concepto engendra su negación, y de esa tensión surge una nueva síntesis. La historia del pensamiento, de la naturaleza y del espíritu es, para Hegel, la historia de estas contradicciones que se resuelven y reanudan continuamente. La dialéctica hegeliana es, pues, un intento monumental por captar la totalidad del ser en movimiento. Pero en ella, el motor del proceso es ideal: el despliegue del Espíritu absoluto.
2. Engels y la inversión materialista de la dialéctica
Engels, junto a Marx, realiza la gran inversión que da origen al materialismo dialéctico: colocar la dialéctica sobre sus pies materiales. Allí donde Hegel veía el despliegue del Espíritu absoluto, Engels y Marx ven el movimiento objetivo de la materia autoorganizada, de la naturaleza que engendra la vida, la conciencia y la historia. La dialéctica deja de ser una lógica de la Idea y se convierte en la lógica real del mundo material.
En esta nueva concepción, el pensamiento humano no es una sustancia separada ni un reflejo ilusorio, sino un producto de la materia altamente organizada, un momento en la evolución del cosmos. La conciencia es naturaleza que se ha vuelto reflexiva; la historia humana, naturaleza que se transforma a sí misma mediante el trabajo.
Engels expone esta visión en Anti-Dühring (1878) y la desarrolla en Dialéctica de la naturaleza (1875–1883), donde formula los tres principios universales del movimiento dialéctico:
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Unidad y lucha de contrarios.
Todo fenómeno encierra fuerzas opuestas cuya interacción constituye su dinamismo interno. En física: atracción y repulsión; en biología: cooperación y competencia; en sociedad: clases antagónicas. El cambio no proviene del exterior, sino del choque interno de tendencias contradictorias. -
Transformación de cantidad en calidad.
Las variaciones cuantitativas, acumuladas, conducen a saltos cualitativos. Engels lo ilustraba con la transición del agua líquida al vapor, pero la ciencia actual lo confirma en los puntos críticos de la termodinámica, en la emergencia de nuevas fases de la materia o en los cambios evolutivos súbitos. -
Negación de la negación.
Todo proceso supera una forma previa, pero conserva parte de su contenido. Engels adopta el término hegeliano Aufhebung (superación que preserva). La vida niega la materia inerte, pero la conserva; el pensamiento niega la vida biológica inmediata, pero la incluye. La historia no se repite, sino que progresa por negaciones creativas. El progreso histórico, lejos de ser lineal, es una espiral de negaciones creativas.
Para Engels, estos principios no son categorías mentales, sino leyes objetivas del movimiento natural y social. No se trata de imponer una fórmula a los fenómenos, sino de descubrir las regularidades de su propio devenir. En ese sentido, su obra anticipa una filosofía de la ciencia unificada: física, biología, geología, historia y pensamiento obedecen a la misma dinámica dialéctica de transformación.
3. Lenin y la defensa de la objetividad material
La continuidad del proyecto engelsiano se encuentra en Lenin, quien en Materialismo y empiriocriticismo (1909) defiende la objetividad del mundo material frente al idealismo empiriocrítico de Mach y Avenarius. Lenin sostiene que la materia existe independientemente de la conciencia, y que el conocimiento humano es un reflejo activo y progresivo de esa realidad objetiva. La dialéctica, en este sentido, es también una teoría del conocimiento: el pensamiento reproduce las formas del movimiento material, pasando de la ignorancia a la verdad mediante contradicciones, errores y rectificaciones históricas.
En palabras de Lenin, "el pensamiento humano, por su naturaleza, es capaz de darnos la verdad objetiva, y esa verdad se verifica en la práctica". Así, la praxis no sustituye a la realidad: es el terreno donde se comprueba el conocimiento de un mundo que existe antes y fuera del sujeto.
Para Lenin, por lo tanto, el mundo existe independientemente de la conciencia, y el conocimiento humano es un reflejo activo y mediado de esa realidad objetiva. La materia no depende de la percepción; es anterior a toda experiencia y fundamento de toda posibilidad cognoscitiva.
Desde aquí, Lenin define la relación dialéctica entre sujeto y objeto: el pensamiento es parte de la materia que se piensa a sí misma, y el conocimiento progresa a través de contradicciones, errores y rectificaciones históricas. En oposición a las filosofías idealistas o empiriocríticas, el marxismo afirma que la verdad es un proceso material, no una construcción arbitraria del lenguaje o de la subjetividad.
El materialismo dialéctico engelsiano —profundizado por Lenin— se presenta entonces como una ontología dinámica y unitaria: la materia es el fundamento y la forma del devenir; la conciencia, su reflejo más complejo; la historia, la autotransformación consciente de la naturaleza. Frente al dualismo cartesiano, el empirismo fragmentario y el idealismo subjetivo, Engels devuelve a la filosofía una visión del mundo sin fronteras ontológicas entre lo natural y lo social. La naturaleza, la vida, la sociedad y el pensamiento comparten un mismo principio de movimiento.
Más que un sistema cerrado, la dialéctica materialista es una metodología del cambio universal. En ella, la historia humana no se separa del cosmos, sino que es su continuación consciente. Engels devuelve así al pensamiento filosófico lo que la modernidad había perdido: la unidad viva entre naturaleza y razón, entre el ser que conoce y el ser que se transforma.
Por eso, esta concepción de dialéctica no constituye un dogma, sino un método para pensar el cambio. Y hoy, cuando la física, la biología y la ecología redescubren la complejidad de los procesos materiales, la dialéctica de Engels vuelve a ser el lenguaje más coherente para describir un universo en movimiento: un cosmos donde la materia se piensa a sí misma a través del ser humano, y donde la historia no es sino la conciencia que la naturaleza adquiere de su propio devenir.
III. Confirmaciones contemporáneas
La ciencia reivindica a Engels
A más de un siglo de su muerte, la ciencia parece hablar el lenguaje que Engels intuía en sus manuscritos. Allí donde la física, la biología o la cosmología del siglo XIX veían un universo estable y mecánico, Engels percibía un proceso dinámico, contradictorio y autoorganizado. Su intuición de que la naturaleza se desarrolla a través de saltos, tensiones y negaciones —no de equilibrios estáticos— encuentra hoy resonancia en los descubrimientos más avanzados del conocimiento científico contemporáneo.
1. La física cuántica: indeterminación y la ruptura del mecanicismo
La física cuántica, nacida en las primeras décadas del siglo XX, confirmó —aunque en un lenguaje completamente distinto— la crítica engelsiana al mecanicismo newtoniano. Engels rechazaba la idea de una materia compuesta por partículas pasivas movidas desde fuera por fuerzas mecánicas. En su lugar, afirmaba que la materia es activa, relacional y portadora de movimiento interno.
La teoría cuántica, al introducir el principio de indeterminación de Heisenberg, muestra que no podemos conocer simultáneamente y con precisión absoluta la posición y la velocidad de una partícula. Esto no significa simplemente "caos" o "misterio", sino que en el nivel microscópico los procesos físicos no obedecen a un determinismo lineal, sino probabilístico. Engels no podía prever este formalismo, pero su intuición de que "la necesidad se realiza a través del azar" anticipa, en clave filosófica, el modo en que la cuántica describe la realidad: como un campo de posibilidades donde el acto de interacción (no la conciencia del observador, sino el proceso físico mismo) define el resultado.
Asimismo, la dualidad onda-partícula puede equipararse (aunque con matices) con la "unidad y lucha de contrarios" engelsiana. Ambas expresan un principio común: la superación del pensamiento binario que separa de forma rígida lo uno y lo otro. Bohr denominó a esto "complementariedad": propiedades aparentemente opuestas —como localización y propagación, continuidad y discontinuidad— coexisten y se manifiestan según las condiciones del sistema. Engels no formuló esta idea en términos físicos, pero compartía su espíritu filosófico: la materia no puede entenderse desde una sola perspectiva fija, sino a través de su comportamiento en contextos cambiantes.
De modo análogo, los estudios contemporáneos de campos cuánticos muestran que el "vacío" no es ausencia de ser, sino un estado lleno de fluctuaciones energéticas —una actividad constante de creación y aniquilación de partículas virtuales—. Engels habló de la autoactividad de la materia, y aunque su noción era aún filosófica y no matemática, la imagen moderna de un vacío dinámico confirma la intuición general de un universo sin necesidad de impulso externo: la materia como proceso de autotransformación.
2. La biología evolutiva: salto cualitativo y emergencia
Engels defendió, en plena era del positivismo, que la vida no era un milagro ni un "principio vital", sino una emergencia dialéctica de la materia en movimiento. En su ensayo El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, sostuvo que la evolución no era un progreso lineal, sino una serie de transformaciones cualitativas donde cada nuevo nivel —vida, conciencia, sociedad— surge al resolver tensiones internas del anterior.
La biología evolutiva contemporánea confirma esta intuición en múltiples niveles. La biología de sistemas muestra que los organismos son redes dinámicas que mantienen su identidad mediante flujos constantes de energía y materia. La Evo-Devo (biología evolutiva del desarrollo) revela que las innovaciones biológicas no emergen de mutaciones aisladas, sino de interacciones complejas y cooperativas entre genes, tejidos y entorno. Y la teoría de la coevolución muestra que las especies no evolucionan en aislamiento, sino en relación dialéctica con otras especies y con su ambiente.
La termodinámica de no equilibrio, desarrollada por Ilya Prigogine, proporciona un marco matemático para estas intuiciones: los sistemas alejados del equilibrio —como una célula o un ecosistema— pueden generar orden mediante el flujo de energía, transformando gradualmente variaciones cuantitativas en saltos cualitativos estructurales. Engels lo explicó con ejemplos simples —el agua que hierve o el hielo que se derrite—, pero el principio general es idéntico: la estabilidad surge del desequilibrio, y el cambio cuantitativo conduce a una nueva forma de organización.
3. La cosmología: materia, energía y devenir del universo
En tiempos de Engels, la cosmología aún imaginaba un universo eterno y estático. Hoy sabemos que el cosmos está en expansión, en transformación constante y sujeto a las mismas leyes dialécticas que Engels atribuía a la naturaleza.
El Big Bang no fue una explosión en el espacio, sino la expansión del propio espacio-tiempo, una transición energética donde la materia emergió de un estado de densidad extrema. Las fluctuaciones cuánticas del vacío dieron origen a galaxias y cúmulos, y el equilibrio entre gravedad (contracción) y energía oscura (expansión) determina el destino del cosmos: una lucha cósmica de fuerzas opuestas.
Incluso los agujeros negros, donde la materia colapsa hasta anular el espacio y el tiempo, y la radiación de Hawking, que provoca su evaporación lenta, revelan una dialéctica de creación y disolución inscrita en el tejido mismo del universo. Engels, sin conocer estos fenómenos, ya había sostenido que "la naturaleza no se mueve en círculos eternos, sino en una espiral ascendente": una formulación metafórica que la cosmología moderna puede leer como una sorprendente prefiguración del devenir cósmico.
4. Neurociencia y sistemas complejos: la emergencia de la conciencia
Engels concebía la conciencia como una forma superior de organización de la materia: "El pensamiento no es más que la materia que se ha hecho consciente de sí misma". Hoy, las ciencias cognitivas y la neurobiología comienzan a describir la mente en esos mismos términos.
Las investigaciones en neurociencia de redes y dinámica cerebral no lineal muestran que la conciencia emerge de la interacción simultánea entre orden y caos en sistemas neuronales distribuidos. No existe un "centro" fijo del pensamiento, sino un equilibrio inestable entre sincronización y disrupción, entre estabilidad funcional y plasticidad.
Asimismo, los modelos de inteligencia artificial conexionista reproducen estas propiedades emergentes: la mente como fenómeno colectivo, resultado de millones de interacciones simples. Engels anticipó esta idea al sostener que la conciencia no es una sustancia separada, sino una propiedad emergente del cerebro y de la práctica social del trabajo.
La diferencia entre Engels y la neurociencia contemporánea es metodológica, no filosófica: él dedujo la conciencia como necesidad dialéctica de la evolución natural; la ciencia moderna la explora mediante simulaciones y mediciones. Pero ambas comparten un punto esencial: la mente no trasciende la materia, la expresa.
5. Engels como pionero del pensamiento procesual
Engels fue el primer pensador moderno en concebir la naturaleza como un proceso dialéctico, no mecánico. Su método no buscaba leyes externas impuestas desde fuera, sino regularidades internas del cambio. En un tiempo donde la ciencia creía en un universo relojero, Engels vio en la historia natural un drama de tensiones y saltos cualitativos, una materia activa que se transforma a sí misma.
Las ciencias contemporáneas —desde la física cuántica hasta la biología de sistemas— han hecho visible lo que Engels solo pudo intuir filosóficamente: que la realidad no es una colección de cosas, sino una red de procesos contradictorios, un flujo continuo donde cada estabilidad es precaria y cada equilibrio contiene su negación.
Por eso, en plena era del caos climático, del colapso energético y de la revolución tecnológica, la vieja Dialéctica de la naturaleza ha dejado de ser una curiosidad histórica. Es una brújula conceptual que la ciencia misma —sin saberlo— ha vuelto a reencontrar.
-B. Contra el Marxismo Occidental-
IV. Contra el Idealismo Crítico
Lukács, Frankfurt y Gramsci
A comienzos del siglo XX, mientras las ciencias naturales confirmaban —aunque de modo inconsciente— la intuición engelsiana de una naturaleza en movimiento dialéctico, gran parte del marxismo occidental emprendió el camino contrario: la negación de la dialéctica de la naturaleza. Este giro, que tiene sus raíces en la derrota de las revoluciones proletarias de entreguerras y en la expansión de la racionalidad técnico-industrial capitalista, produjo una profunda escisión en el pensamiento marxista: entre quienes, siguiendo a Engels y Lenin, veían la dialéctica como principio universal del devenir material, y quienes la restringieron exclusivamente al ámbito histórico-social.
1. Lukács: la dialéctica prisionera de la historia
En Historia y conciencia de clase (1923), György Lukács sostuvo que la dialéctica solo puede existir allí donde hay conciencia, es decir, en el terreno de la praxis humana. Para él, aplicar la dialéctica a la naturaleza era cometer un "error ontológico", una proyección antropomórfica de categorías sociales sobre la materia inanimada. La naturaleza, en su concepción, carece de "contradicciones" en sentido hegeliano; solo la sociedad capitalista, atravesada por la cosificación y la lucha de clases, puede ser comprendida dialécticamente.
Esta posición —innovadora en su momento— buscaba proteger el marxismo del positivismo mecanicista de la II Internacional, pero al hacerlo rompió el puente ontológico entre la historia y la naturaleza. Lukács identificó la dialéctica con la autoconciencia del sujeto histórico (el proletariado) y, al hacerlo, la confinó a la esfera de la subjetividad humana. El resultado fue una dialéctica sin materia, un proceso puramente histórico-espiritual donde la naturaleza se convierte en escenario pasivo, no en agente real del devenir.
Engels, en cambio, había advertido que sin una dialéctica de la naturaleza no puede haber una dialéctica de la historia. Las leyes sociales —contradicción, salto cualitativo, negación de la negación— no surgen ex nihilo, sino que son expresiones específicas del movimiento general de la materia. Al negar esta continuidad, Lukács reinstauró —aun sin quererlo— el viejo dualismo idealista entre sujeto y objeto, conciencia y ser.
2. Frankfurt: crítica de la razón instrumental
Horkheimer y Adorno, en Dialéctica de la Ilustración (1944), llevaron esa ruptura aún más lejos. Su diagnóstico era que el proyecto ilustrado de dominar la naturaleza mediante la razón había desembocado en una razón instrumental: una lógica de cálculo y control que deshumaniza tanto al mundo natural como al propio ser humano. Para ellos, la idea de "dialéctica de la naturaleza" era sospechosa, pues parecía justificar el dominio técnico bajo el disfraz de una "ley objetiva del progreso".
El problema es que su crítica, aunque legítima frente a la barbarie industrial y al totalitarismo, terminó desplazando el análisis de las relaciones materiales de producción hacia el terreno puramente cultural y simbólico. En su intento por liberar al pensamiento de toda "reificación científica", la Escuela de Frankfurt abandonó la ontología materialista, reduciendo la dialéctica a una autocrítica de la razón.
Así, la naturaleza dejó de ser una dimensión activa del ser para convertirse en metáfora moral: el "otro" silenciado por la técnica. Engels, en cambio, no concebía la relación con la naturaleza como dominación, sino como metabolismo: un intercambio continuo en el que el ser humano transforma la materia y es transformado por ella. Donde Adorno ve sometimiento, Engels veía interacción; donde Frankfurt denuncia poder, Engels analiza proceso.
La crítica frankfurtiana, aunque políticamente lúcida, desembocó en una dialéctica sin sustancia: un pensamiento que reflexiona sobre sus propias ruinas pero no puede reconstruir el vínculo real entre historia y cosmos. En ese sentido, su "humanismo negativo" representa una forma refinada de idealismo: la materia desaparece bajo la autoconciencia culpable del sujeto moderno.
3. Gramsci y el historicismo absoluto
Antonio Gramsci, desde otro ángulo, llegó a una conclusión similar. En sus Cuadernos de la cárcel, definió la filosofía de la praxis como un historicismo absoluto, donde toda realidad —incluso la naturaleza— es "historia humanizada". Según Gramsci, hablar de leyes naturales independientes del ser humano es una forma de metafísica: solo existen relaciones históricas producidas por la actividad práctica y social.
Este planteamiento, aunque coherente con su proyecto político de reconstruir la hegemonía proletaria, disolvió la naturaleza en el devenir histórico, negándole autonomía ontológica. De ese modo, la materia dejó de ser el fundamento de la conciencia para convertirse en su producto conceptual. Engels y Lenin habrían considerado esto un retroceso hacia el idealismo hegeliano: si la naturaleza es "historia", ¿qué era antes de la humanidad?
El historicismo absoluto de Gramsci responde, en el fondo, al clima intelectual del capitalismo industrial triunfante, una época en que la naturaleza parecía totalmente dominada por la técnica. La fe en el progreso, la expansión de la industria y el control científico del entorno alimentaban la ilusión de que la humanidad había superado su dependencia material. En ese contexto, pensar una "dialéctica natural" parecía un anacronismo. Pero hoy, en plena crisis ecológica y energética, el historicismo se revela insostenible: la naturaleza ha vuelto, no como escenario pasivo, sino como sujeto de límites.
4. El retorno de la materia
El rechazo de la dialéctica natural por parte de Lukács, Frankfurt y Gramsci fue, en última instancia, una recaída idealista: sustituyeron la materia por la conciencia, la causalidad objetiva por la mediación simbólica. Al negar el movimiento contradictorio de la naturaleza, terminaron encerrando al marxismo en la esfera de la cultura.
El siglo XXI, sin embargo, devuelve la cuestión a su punto de origen: la historia humana está inscrita en la historia de la materia. La crisis climática, la extinción masiva y el colapso energético muestran que las leyes del metabolismo natural —la termodinámica, la entropía, la retroalimentación ecológica— no son simples metáforas, sino condiciones materiales de existencia. La dialéctica de la naturaleza, lejos de ser una reliquia, reaparece como la clave para comprender la unidad entre historia y cosmos.
Engels no fue el dogmático que sus críticos imaginaron, sino el precursor de una ontología unificada, donde el pensamiento y la materia forman un mismo proceso en distintos niveles de complejidad. Frente al idealismo crítico del siglo XX, el materialismo dialéctico vuelve a situar al ser humano dentro del drama cósmico del devenir: no como dueño de la naturaleza, sino como una de sus formas transitorias de conciencia.
V. Contra Gramsci
Los límites naturales frente al "historicismo absoluto"
En el corazón del marxismo occidental, la figura de Antonio Gramsci representa la inflexión que convirtió al marxismo en una filosofía de la cultura. Su célebre "filosofía de la praxis" —concebida como un historicismo absoluto— intentó disolver toda separación entre naturaleza y sociedad, entre ser y pensamiento. Según Gramsci, no existe "naturaleza humana en sí", sino solo historia humana; la realidad entera, incluso lo que llamamos "natural", sería una construcción mediada por la praxis social. En su época, este giro tenía una fuerza liberadora: ponía en primer plano la actividad histórica y política frente a la pasividad del naturalismo determinista. Pero llevado a sus últimas consecuencias, ese historicismo absoluto acaba desembocando en una forma de subjetivismo histórico: una reducción de toda realidad a lo que el ser humano produce, interpreta o hegemoniza. Frente a la ontología dialéctica de Engels y Lenin, que reconoce la existencia objetiva y dinámica de la materia, la filosofía gramsciana termina por reabsorber la naturaleza dentro del horizonte de la historia, olvidando sus condiciones de posibilidad materiales.
Desde el punto de vista de la ontología materialista, la praxis humana presupone un conjunto de condiciones que no ha creado: la estructura geológica del planeta, las leyes de la termodinámica, los ciclos biogeoquímicos que sostienen la vida, los límites energéticos impuestos por la entropía. Estos marcos no son "textos" ni "discursos": son regularidades objetivas que anteceden y condicionan la acción humana, incluso cuando son interpretadas y transformadas por ella. Engels y Lenin lo habían comprendido con claridad: la materia existe independientemente de la conciencia, y el pensamiento no crea el mundo, sino que lo refleja activamente en el proceso de transformarlo. En cambio, la filosofía de la praxis de Gramsci, cuando pretende fundar toda realidad en la historia humana, disuelve esa objetividad, convirtiendo el conocimiento en una forma de consenso y la naturaleza en un mero producto cultural.
El historicismo gramsciano refleja el momento histórico en que fue escrito: el del capitalismo industrial triunfante, cuando la tecnología parecía haber sometido definitivamente a la naturaleza. En esa etapa, la "hegemonía" —la dirección moral e intelectual de la sociedad— se concebía sobre el supuesto tácito de un crecimiento material ininterrumpido. Pero la historia posterior ha demostrado lo contrario: la modernidad industrial no emancipó a la humanidad de la naturaleza, sino que profundizó su dependencia, hasta el punto de poner en riesgo la base misma de la vida civilizada. En el siglo XXI, con el cambio climático, el agotamiento energético y la crisis ecológica global, el historicismo absoluto se revela como una ideología de la abundancia: un pensamiento nacido de la ilusión de que la praxis puede ignorar las leyes de la termodinámica.
Epistemológicamente, esto conduce a una paradoja. La praxis, en Gramsci, aparece como el fundamento del conocimiento, pero no puede dar cuenta de su propio límite: el mundo físico que resiste, que impone condiciones y falsifica las teorías que no lo comprenden. Engels y Lenin, con la teoría del reflejo, afirmaban que el conocimiento progresa no por consenso, sino por confrontación con la realidad objetiva, a través de la práctica y la verificación material. La verdad, en sentido marxista, no es un acuerdo social, sino un proceso material de adecuación práctica entre la conciencia y su objeto. En cambio, en la filosofía de la praxis, ese criterio se disuelve en la esfera cultural: la hegemonía sustituye a la naturaleza como terreno de validación.
Desde una perspectiva histórico-material, la teoría gramsciana también reproduce el sesgo de un período de expansión energética sin precedentes, basado en el carbón, el petróleo y el acero. Su noción de hegemonía presupone infraestructuras estables, abundancia de recursos y Estados con capacidad organizativa. Pero la historia de las civilizaciones muestra que los momentos de auge cultural dependen de flujos energéticos que pueden agotarse. Los imperios mesopotámicos, los mayas, Roma o los reinos del Bronce tardío colapsaron cuando la base material de su metabolismo —agua, suelos, energía— entró en crisis. En esas coyunturas, la hegemonía ideológica no basta: las condiciones biofísicas determinan los límites de lo posible.
La crítica materialista, por tanto, no niega la importancia de la praxis, pero la reubica en su terreno real. No existe hegemonía sin termodinámica, ni revolución cultural sin metabolismo ecológico. La política puede reorganizar la distribución del poder, pero no crear energía neta ni abolir la entropía. En este sentido, la filosofía de la praxis se vuelve un moralismo voluntarista: prometer una emancipación absoluta sin tener en cuenta las condiciones biofísicas que la hacen viable. Frente a ese idealismo histórico, el materialismo dialéctico de Engels y Lenin propone una praxis que no se eleva sobre el mundo, sino que trabaja dentro de él, reconociendo sus contradicciones internas y sus límites naturales.
La arqueología y la antropología contemporáneas han reforzado esta lectura materialista. Los registros paleoclimáticos, isotópicos y sedimentarios revelan la íntima conexión entre crisis ecológicas y transformaciones sociales: sequías prolongadas, erupciones volcánicas, cambios en la temperatura oceánica han desencadenado migraciones, hambrunas y colapsos civilizatorios. La historia no se mueve solo por ideas, sino por energías y materiales. Ignorar este plano equivale a deshistorizar lo más profundo de la historia: su dependencia del entorno planetario.
Por eso, frente al historicismo absoluto de Gramsci, el materialismo dialéctico propone una praxis ecológica: una concepción de la acción humana que no se concibe como dominio, sino como momento del metabolismo entre sociedad y naturaleza. En esta visión, la dialéctica no es solo social ni cultural, sino cósmica: el ser humano es un nodo en la red evolutiva de la materia, una fase de la autoorganización universal. La tarea revolucionaria no es "hacer historia" en abstracto, sino reintegrar la historia humana en las leyes objetivas del planeta.
Gramsci sigue siendo indispensable como teórico del poder y la hegemonía, pero su historicismo absoluto debe ser revisado a la luz de la crisis ecológica y energética contemporánea. Si la filosofía de la praxis fue el producto intelectual de una civilización en expansión, el siglo XXI exige una filosofía del límite, una dialéctica materialista sin antropocentrismo. Engels y Lenin habían visto ya que la conciencia no crea la materia, sino que la materia, al volverse consciente, se transforma a sí misma. Hoy, cuando la especie humana enfrenta los confines energéticos y ecológicos de su propio desarrollo, esa lección vuelve a ser el punto de partida de toda teoría verdaderamente revolucionaria.
VI. Contra la Ideología de la Praxis
El siglo XX fue, en muchos sentidos, el siglo de la praxis. Desde Marx hasta Sartre, desde Gramsci hasta los filósofos del existencialismo marxista y la Escuela de Frankfurt, la idea de que el ser humano "se hace a sí mismo" mediante su acción transformadora se convirtió en el núcleo de la teoría crítica. Sin embargo, lo que en Marx era una categoría ontológica —el metabolismo práctico entre humanidad y naturaleza— terminó, en el marxismo occidental, convertido en una ideología de la praxis, es decir, en una forma de antropocentrismo absoluto. La praxis se transformó en una divinidad laica: el principio creador de la historia, la medida de toda realidad y el criterio último de la verdad.
Pero si la praxis humana fuese el único principio activo del universo, ¿cómo explicar las formas de organización, cooperación y construcción que existen fuera del ser humano? Engels, que jamás cayó en el humanismo ingenuo, había señalado ya que el trabajo no es una invención de la especie humana, sino una forma particular del metabolismo general de la vida con su entorno. Las abejas, que levantan estructuras hexagonales de una precisión geométrica que asombró a Darwin, ejercen una praxis colectiva donde conocimiento, técnica y cooperación se integran. Los castores, al levantar represas, alteran ecosistemas enteros, modelando el curso de los ríos y creando hábitats para otras especies: una forma elemental de ingeniería hidráulica. En ambos casos, la naturaleza "trabaja sobre sí misma", transformándose por medio de procesos organizados, intencionales y sociales.
A estas praxis animales hoy se suman descubrimientos asombrosos. Las investigaciones del ecólogo forestal Peter Wohlleben y del micólogo Suzanne Simard han revelado que los árboles no son entes pasivos, sino miembros de comunidades vivas y comunicantes. A través de redes subterráneas de micorrizas —hongos simbióticos que conectan raíces entre sí— los árboles intercambian nutrientes, información y señales químicas, advirtiéndose mutuamente de plagas, compartiendo azúcares con ejemplares jóvenes o enfermos e incluso discriminando entre "familiares" y "extraños". En los bosques templados, se ha observado que los árboles viejos ("árboles madre") protegen activamente a los brotes de su linaje, reduciendo su propia fotosíntesis para sostenerlos. Esta red ecológica —que algunos científicos ya comparan con una forma de "inteligencia distribuida"— constituye un ejemplo claro de praxis natural, un sistema de cooperación evolutiva que, sin conciencia individual, reproduce el principio dialéctico de interacción y transformación mutua.
Si aplicáramos al pie de la letra el concepto gramsciano de praxis, deberíamos concluir que solo el ser humano hace historia, mientras que las demás especies estarían condenadas a la inercia natural. Pero esto es falso, incluso desde una perspectiva científica: la biosfera es el resultado acumulativo de millones de praxis ecológicas —procesos de coadaptación, simbiosis y selección colectiva— que transforman la Tierra desde hace miles de millones de años. Lynn Margulis demostró que la vida no es una mera competencia darwiniana, sino una red simbiótica en la que organismos y ecosistemas evolucionan conjuntamente, reconfigurando el planeta. La atmósfera oxigenada, el suelo fértil, el clima estable: todos son producto de praxis no humanas.
Si extendemos esta reflexión al terreno histórico, encontramos un problema similar en la concepción de Gramsci —y en cierto modo también en Marx y Engels— sobre los llamados "pueblos sin historia". Marx, al analizar el colonialismo, llegó a afirmar que ciertos pueblos preestatales carecían de historia porque carecían de clases sociales o estados. Engels, en su análisis antropológico, reproducía parcialmente esa lógica al hablar de "sociedades naturales". Gramsci hereda esta distinción y la traduce en clave de historicismo absoluto: la historia se confunde con la praxis social humana, especialmente aquella vinculada al desarrollo industrial y estatal.
Así, cuando los europeos llegaron a América, se produjo el encuentro entre dos mundos materiales, dos praxis, dos racionalidades ecológicas e históricas distintas. Si seguimos el criterio gramsciano, solo una de ellas —la europea— sería verdaderamente "histórica", porque se impuso sobre la otra. Sin embargo, desde una perspectiva materialista más amplia, la historia no puede reducirse a la victoria militar o cultural: es el resultado de la interacción entre fuerzas materiales, ecológicas y energéticas. Las civilizaciones precolombinas transformaron ecosistemas enteros —los sistemas de terrazas andinas, los canales amazónicos, los suelos negros del Amazonas— con una racionalidad agroecológica que desmiente la idea de pueblos "sin historia". La historia de la humanidad, y de la naturaleza, es una red de praxis múltiples, simultáneas, y no una sola línea que parte de Europa hacia la modernidad.
La noción de praxis como principio absoluto conduce inevitablemente al subjetivismo histórico. Si todo lo real es producto de la acción humana, entonces el mundo natural —el clima, la energía, la biosfera— carece de autonomía ontológica. Pero la crisis ecológica actual desmiente con violencia esa ilusión. Los glaciares no negocian; los océanos acidificados no votan; el ciclo del carbono no obedece a los parlamentos ni a los comités centrales. La praxis humana, convertida en fuerza geológica durante el Antropoceno, ha dejado de ser un acto de libertad: se ha transformado en una cadena de efectos termodinámicos que escapan a su control. En otras palabras, la praxis ha devenido en metabolismo planetario, una potencia que opera más allá de la voluntad política y que devuelve a la humanidad a su condición de especie natural. La filosofía de la praxis se revela así como el mito teórico de una civilización expansiva, una racionalidad nacida en el auge del industrialismo que hoy se estrella contra los límites físicos del planeta.
En este sentido, la catástrofe ecológica en curso destruye el suelo histórico del pensamiento gramsciano. Sus categorías centrales —hegemonía, guerra de posiciones, bloque histórico— fueron concebidas para una época de abundancia energética y estabilidad institucional. Gramsci fue, en última instancia, un pensador de la civilización del carbón y del acero, un filósofo de la fortaleza industrial. Pero ¿qué queda de la hegemonía cuando se colapsa la infraestructura energética que la sostiene? ¿Qué significa la "sociedad civil" cuando los Estados se disuelven bajo el peso de la desertificación, el hambre y la crisis hídrica? Su pensamiento fue elaborado en el apogeo de la racionalidad productiva moderna, como el de un teórico romano que escribió sobre el arte del gobierno sin imaginar las invasiones germánicas que destruirían su mundo.
Y, sin embargo, algunas intuiciones gramscianas pueden ser rescatadas si se las arranca de su marco antropocéntrico. Su noción de guerra de posiciones —la construcción de poder en espacios moleculares, descentralizados— puede reinterpretarse en un contexto de colapso civilizatorio. En un mundo de escasez, donde la hegemonía cultural cede ante la lucha por los recursos vitales, la resistencia se desplazará a microespacios comunitarios, redes de resiliencia ecológica, zonas de autonomía energética y agroecológica. Esta nueva lectura requiere desantropocentrizar a Gramsci: liberar su pensamiento de la ilusión de la omnipotencia humana y reintegrarlo en la dialéctica general de la naturaleza, donde toda forma social es parte de un metabolismo mayor.
Desde este horizonte, el materialismo dialéctico engelsiano recobra toda su potencia. Engels y Lenin comprendieron que la praxis humana no es el origen del ser, sino una de sus manifestaciones más complejas. El pensamiento no crea la materia: la refleja y la transforma dentro de sus propias leyes. La conciencia es una forma de la materia que ha alcanzado la autoconciencia; el trabajo, una mediación entre la necesidad natural y la libertad. La "praxis" no es un absoluto, sino un momento transitorio del devenir material universal.
Por eso, frente al derrumbe de las ideologías antropocéntricas, el materialismo dialéctico ofrece una ontología más amplia, más realista y más humilde: una en la que el ser humano, el árbol, la abeja y la galaxia comparten una misma trama energética y contradictoria. En ella, la historia no es el producto exclusivo de la voluntad, sino el resultado de la interacción entre mente, materia y energía. Y en este punto —cuando la Tierra se recalienta, los ecosistemas colapsan y el poder humano se revela frágil— Engels vuelve a ser nuestro contemporáneo. Su advertencia resuena más que nunca: "No nos burlamos de la naturaleza como un conquistador de un pueblo extranjero; pertenecemos a ella con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro; toda nuestra dominación sobre ella consiste en la ventaja que tenemos de conocer sus leyes y poder aplicarlas correctamente."
O bien, cuando nos señala que: "No nos dejemos, sin embargo, llevar demasiado de nuestro triunfo sobre la naturaleza. Porque por cada uno de esos triunfos, ella se venga de nosotros. Cada victoria, es cierto, nos reporta en primer lugar los resultados esperados, pero en segundo y tercer lugar tiene efectos muy diferentes, imprevistos, que con demasiada frecuencia anulan los primeros."
En el siglo del colapso, la filosofía de la praxis se revela así como un monumento del optimismo industrial. El futuro pertenece de nuevo a la dialéctica de la naturaleza: a la conciencia que sabe que pensar es también escuchar el murmullo del bosque, el flujo del río y el silencio mineral de la Tierra.
VII. La decadencia del pensamiento crítico
Del historicismo al narcisismo académico
El siglo XXI no solo asiste al colapso ecológico y energético del planeta, sino también al derrumbe intelectual de buena parte de la teoría crítica que pretendía ser su conciencia. Aquello que nació como un marxismo humanista —la "filosofía de la praxis", el "historicismo absoluto", el sujeto revolucionario— ha degenerado, en su forma universitaria, en un narcisismo teórico decadente: un laberinto de discursos identitarios que confunden el lenguaje con la realidad, la subjetividad con el mundo.
La deriva comienza en el historicismo, que al rechazar la dialéctica natural de Engels (o cualquier referencia a la naturaleza) terminó reduciendo la realidad al devenir humano. La historia, separada de la naturaleza, se convirtió en una sucesión de construcciones culturales. Con el paso del tiempo, ese antropocentrismo se radicalizó: ya no solo el hombre, sino cada individuo, cada identidad, cada experiencia personal pasó a ser el centro de interpretación. El resultado fue el narcisismo académico de nuestro tiempo: un pensamiento que gira sobre sí mismo, ciego a los procesos materiales que lo sostienen.
En esta decadencia confluyen tres corrientes emblemáticas:
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El posmodernismo, que proclamó la muerte de los grandes relatos, pero sustituyó la crítica de la totalidad por una estética del fragmento. Al negar la objetividad material, convirtió la verdad en un efecto de discurso, la ciencia en una narrativa más, la naturaleza en una "construcción cultural".
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El poshumanismo y el queerismo académico, que, bajo la apariencia de transgresión, repiten el mismo mito moderno del dominio absoluto sobre la naturaleza. Su reivindicación del cuerpo como campo ilimitado de manipulación tecnológica, su sueño de una plasticidad sin fin —género, especie, biología, incluso muerte— reproducen el imaginario industrialista de la omnipotencia humana. En lugar de liberarnos de la máquina, la internalizan: el cuerpo como artefacto, la vida como diseño, la identidad como deseo.
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Los estudios de identidad y cultura, que convirtieron la diferencia en mercancía simbólica. La proliferación de identidades —sexuales, raciales, nacionales, de consumo— fue posible gracias a la expansión energética del capitalismo fósil. Cada nueva forma de "autoafirmación" descansaba en la disponibilidad infinita de recursos, en la ilusión de que la subjetividad podía multiplicarse sin límites mientras el planeta proveía. El "empoderamiento" del yo fue un subproducto del petróleo barato.
Engels habría reconocido en este fenómeno una forma extrema de alienación idealista: la conciencia separada del ser material, la representación erigida en fundamento. Como advertía en el Anti-Dühring, cuando el pensamiento se autonomiza de la materia, degenera en metafísica. Hoy, esa metafísica adopta la forma de teorías que proclaman la independencia de lo social frente a lo natural, de lo cultural frente a lo energético, de lo discursivo frente a lo físico, de lo sexual frente a la sagrada biología de las especies.
Pero la crisis ecológica contemporánea destruye de raíz este espejismo. A medida que el clima se desestabiliza, las reservas energéticas se agotan y las cadenas alimentarias colapsan, la autonomía del sujeto y del discurso se revela por lo que siempre fue: una fantasía fósil. No hay "identidad" posible cuando falta agua; no hay "performatividad de género" cuando el sistema energético se derrumba; no hay "derechos humanos" sin una biosfera que los sustente.
La llamada "independencia de lo social" se desvanece ante la evidencia termodinámica: toda cultura es un metabolismo material con la naturaleza. La libertad humana no flota sobre la energía, sino que depende de ella. La política, la economía, el arte, la identidad misma —todo— son modos de organización del flujo de la materia y la energía.
Así, el colapso ecológico actúa como tribunal filosófico: juzga y condena al idealismo de nuestra época. Muestra que el pensamiento crítico, al renunciar al materialismo dialéctico engelsiano, se volvió incapaz de comprender su propio suelo. En la hora de la catástrofe, los conceptos flotantes del poshumanismo y los discursos autorreferenciales de los estudios culturales se disuelven como pompas de jabón.
Y es que el derrumbe del capitalismo fósil no traerá solo el fin de una economía: traerá el fin de una ontología. Aquella que imaginaba al ser humano —o a su avatar identitario— como medida de todas las cosas. Como dijimos, Engels ya lo advirtió hace siglo y medio: "No debemos enorgullecernos demasiado de nuestras victorias sobre la naturaleza, porque ella se venga de cada una de ellas." Esa venganza está en marcha. Y con ella se derrumba la ilusión humanista de un mundo construido únicamente por el discurso.
Lo que emerge, en cambio, es una nueva necesidad teórica: reintegrar lo social en lo natural, lo humano en lo material, el pensamiento en la dialéctica de la materia viva. Solo una filosofía que reconozca esa unidad —la que Engels vislumbró— podrá sobrevivir a la ruina del narcisismo académico.
-C. La Victoria (y Venganza) de Engels-
VIII. El triunfo de la Teoría del Reflejo
Reivindicar la ontología materialista de Engels y Lenin implica afirmar algo a la vez sencillo y decisivo: la conciencia es una forma de la materia que refleja activamente el mundo, no su creadora. "Reflejo" aquí no significa espejo pasivo ni copia fotográfica; designa un proceso activo, selectivo y mediado por la práctica, el lenguaje y las formas históricas de la vida social. Hay objeto antes que sujeto; hay mundo independiente de la mente, y el conocer es la aproximación histórica —siempre perfectible— entre nuestras construcciones y la legalidad objetiva del ser.
1) Ontología y epistemología del reflejo
Para Engels, la naturaleza es lo primario; la mente, naturaleza organizada de modo superior. Lenin, en Materialismo y empiriocriticismo, precisó el punto contra el subjetivismo empiriocrítico: lo dado no es la sensación sino la realidad material, que el cerebro —órgano de un cuerpo activo— registra, modela y reconfigura mediante el trabajo y la experimentación. Esta epistemología no niega la mediación simbólica o la historicidad del conocimiento; al contrario, las integra dentro de una ontología en la que lo real existe con independencia de nuestras teorías, y donde el éxito práctico de la ciencia (predecir, reproducir, transformar procesos) indica correspondencia —siempre aproximada— con las estructuras del mundo.
El "reflejo" no es un calco estático, sino una traducción funcional: selecciona rasgos relevantes, construye modelos internos, contrasta hipótesis con la resistencia del objeto. Por eso la teoría del reflejo es compatible con la ciencia contemporánea del conocimiento: el cerebro como sistema predictivo que ajusta sus inferencias a partir del error; la ciencia como ciclo dialéctico de conjetura, prueba y rectificación. El criterio de verdad no es la coherencia discursiva, sino la práctica social: la interacción transformadora con una realidad que no controlamos a voluntad.
2) La crítica al "praxeologismo" idealista
Lukács y la Escuela de Frankfurt corrigieron con razón el positivismo de su época, pero su "teoría de la praxis" terminó, con frecuencia, reabsorbiendo el objeto en el sujeto: la verdad como producto de la acción social, la naturaleza como "historia humanizada", la realidad como horizonte semiótico. El resultado —involuntario— es una deriva idealista: si el ser depende de nuestra praxis o de nuestros discursos, ¿cómo explicar la resistencia obstinada de la termodinámica, las pandemias o el clima? La crisis ecológica demuestra que hay legalidades objetivas —flujos de energía, límites biofísicos, umbrales de irreversibilidad— que no se dejan reducir a relaciones simbólicas o a "formas de vida". La praxis es condición del conocimiento; no su fundamento ontológico.
3) Una matriz unificada para ciencia, sociedad y naturaleza
La epistemología del reflejo permite reconectar lo que el idealismo separó:
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En la ciencia, explica por qué los modelos exitosos "tocan" la estructura del mundo (sin pretensión de infalibilidad): porque están constreñidos por la legalidad material y rectificados por la práctica experimental.
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En la sociedad, muestra que las categorías (valor, clase, Estado) no flotan en el lenguaje: son formas objetivas de un metabolismo material con la naturaleza y entre los humanos, cuya inteligibilidad depende de captar sus contradicciones reales.
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En la naturaleza, habilita una dialéctica objetiva: emergencias, saltos cualitativos, inestabilidades críticas que no son metáforas del pensamiento, sino procesos del ser que el pensamiento refleja.
Así entendida, la teoría del reflejo no empobrece la riqueza fenomenológica ni la historicidad del conocer; las ubica (sitúa) en su lugar: como momentos de una relación asimétrica donde el mundo no depende de nosotros, pero nosotros dependemos de su legalidad para sobrevivir y conocer. Frente al constructivismo ilimitado y al praxeologismo, el materialismo dialéctico devuelve una brújula: el criterio último está fuera del texto y del deseo.
Por eso, la "victoria" de la teoría del reflejo no es un triunfo escolástico, sino una condición de posibilidad para una crítica rigurosa del presente: solo si aceptamos la objetividad resistente de la materia y de sus límites (energía, entropía, complejidad) podemos articular una ciencia crítica y una política transformadora que no confundan el mapa con el territorio ni la consigna con la causalidad. La dialéctica materialista piensa con la realidad, y la realidad —en su movimiento— corrige nuestras ideas. Esa es su fuerza.
IX. La victoria y la venganza de Engels
La historia del pensamiento marxista ha sido, durante más de un siglo, un largo proceso de olvido, tergiversación y finalmente retorno de Friedrich Engels. Su figura fue reducida a la del "divulgador" de Marx, acusado de haber mecanizado la dialéctica, de haber transformado la crítica viva en "ciencia de leyes universales". Lukács lo consideró un positivista; la Escuela de Frankfurt lo declaró un "metafísico naturalista"; Gramsci lo ignoró en favor del "historicismo absoluto". Pero la realidad del siglo XXI —el caos climático, la crisis energética, la autodestrucción tecnológica— ha hecho que esa vieja acusación se vuelva contra sus acusadores. Engels, el supuesto "vulgarizador", aparece hoy como el verdadero visionario del pensamiento materialista moderno.
Lo que durante décadas se tachó de "mecanicismo" —su intento de extender la dialéctica al conjunto de la naturaleza— era en realidad un anticipo de la unidad epistemológica entre ciencia y filosofía que las teorías contemporáneas han confirmado. Engels comprendió, mucho antes que los filósofos del siglo XX, que la materia no es un escenario pasivo, sino un proceso en autotransformación. La física cuántica, la biología de sistemas, la termodinámica del no equilibrio y las ciencias de la complejidad no han hecho más que redescubrir su intuición fundamental: que las contradicciones no son solo categorías del pensamiento, sino estructuras del ser.
El Engels ridiculizado como "naturalista ingenuo" fue, en verdad, el primero en concebir un modelo dialéctico de realidad: materia, energía y vida como fases sucesivas de un mismo movimiento. En su Dialéctica de la naturaleza, cuando escribía que "la naturaleza es la prueba de la dialéctica", no proponía una metáfora, sino una tesis ontológica: la materia se organiza, se contradice y se niega a sí misma para engendrar nuevas formas. Lo que Hegel había descrito como el despliegue de la Idea, Engels lo reconoció como la lógica real de la materia.
En contraste, el marxismo occidental —de Lukács a Adorno y Gramsci— se replegó en el reino del sujeto, en la conciencia, en la cultura. En su intento por humanizar la dialéctica, la desnaturalizó; en su lucha contra el positivismo, cayó en el idealismo. De allí nació una "teoría crítica" que terminó por separarse del suelo físico que la sostenía. Engels, por el contrario, mantuvo el hilo rojo entre ontología y naturaleza. Su llamado a estudiar las leyes del cambio en la materia no era un gesto cientificista, sino una defensa de la universalidad de la dialéctica: una sola lógica rige los átomos, las especies y las sociedades.
Esta unidad material es lo que hoy, paradójicamente, confirma la ciencia. Las leyes de conservación y transformación de la energía, los procesos de autoorganización en sistemas complejos, la coevolución ecológica, la emergencia de la conciencia como fenómeno físico: todos estos descubrimientos reafirman el núcleo engelsiano. La materia no es muerta ni lineal, sino contradictoria y creativa. Engels, en su tiempo, fue acusado de "reducir" la filosofía a la ciencia; hoy vemos que fue el primero en prever una ciencia filosófica de la complejidad.
De ahí que su venganza sea doble: intelectual e histórica. Intelectual, porque la "dialéctica de la naturaleza" que sus críticos negaron ha resurgido en el corazón mismo de las ciencias contemporáneas. Histórica, porque la crisis planetaria demuestra que la naturaleza no es un fondo inerte a disposición del hombre, sino un sujeto de leyes que impone sus consecuencias. Engels lo advirtió —como ya vimos— con una lucidez que hoy suena profética:
"No debemos enorgullecernos demasiado de nuestras victorias sobre la naturaleza. Por cada victoria, ella toma su venganza."
Esa venganza se manifiesta en la desertificación, el calentamiento global, la extinción de especies y el agotamiento energético: la naturaleza devolviendo, bajo forma de entropía, el exceso de un antropocentrismo desbocado. Engels no fue el teórico del dominio técnico, sino su crítico más radical: quien comprendió que la civilización industrial —capitalista o socialista— sería castigada por haber creído que podía emanciparse de las leyes del metabolismo natural.
El siglo XXI pone, así, a Marx y Engels en una nueva perspectiva. Marx analizó con incomparable precisión la estructura económica del capitalismo; Engels, el marco cósmico y material en el que ese sistema existe. Si Marx fue el anatomista del modo de producción, Engels fue el geólogo del ser. Hoy, cuando la Tierra misma se ha convertido en sujeto histórico, cuando la economía choca con los límites biofísicos, es Engels quien ofrece las herramientas más poderosas para comprender el colapso y la transformación planetaria.
Su "venganza" no es solo teórica: es la revancha de la naturaleza que retorna como sujeto de la historia. La materia, despreciada por el idealismo académico, reclama su centralidad ontológica. Y en ese retorno, Engels —acusado de vulgarizador— emerge como el auténtico filósofo del futuro, aquel que supo ver en la dialéctica no una técnica del discurso, sino el ritmo secreto del universo.
Por eso, la victoria de Engels es también la derrota de sus críticos. Lukács, Frankfurt, Gramsci —todos pensaron desde el apogeo industrial de la civilización moderna— imaginaron que la historia humana podía emanciparse de la naturaleza. Pero hoy, cuando la naturaleza vuelve a imponer su ley termodinámica y ecológica, el pensamiento de Engels se levanta como la única ontología capaz de integrar lo social, lo biológico y lo cósmico.
El "vulgar adaptador" se revela, al fin, como el gran anticipador. Engels no tradujo mal a Marx: lo amplió hasta su horizonte natural. Donde los demás vieron un dogma, él vislumbró una síntesis: la materia como sujeto de su propia historia. Su "Dialéctica de la naturaleza" no es el final de la filosofía marxista, sino su reanudación en el siglo XXI, en un planeta que —entre colapso y reorganización— confirma, punto por punto, aquello que él había anunciado: que la verdad última de la historia humana reside en el movimiento contradictorio de la materia misma.
-D. La tarea: superar a Engels-
Por un Nuevo Materialismo Dialéctico
X. El nuevo horizonte científico
Complejidad, caos, energía y entropía
El siglo XXI ha desplazado definitivamente la vieja imagen newtoniana del universo como un mecanismo regulado por leyes lineales y predecibles. Las ciencias contemporáneas, desde la física hasta la biología y la teoría de sistemas, describen un cosmos en perpetua inestabilidad, donde el orden surge del desorden, donde el azar y la necesidad son inseparables, y donde la materia misma produce novedad. Este nuevo horizonte no destruye el materialismo dialéctico: lo amplía, lo obliga a superar su forma clásica, a pensarse desde la termodinámica, la complejidad y la energía.
Engels había intuido que la naturaleza no se mueve en círculos cerrados, sino en "espirales ascendentes", donde cada proceso contiene su negación y superación. Pero su tiempo no conocía la ciencia del caos ni la teoría de los sistemas complejos. Ilya Prigogine, en su estudio sobre las "estructuras disipativas", demostró que los sistemas alejados del equilibrio —desde las células vivas hasta los climas planetarios— se autoorganizan gracias al flujo constante de energía. El desorden, lejos de ser lo opuesto al orden, se convierte en su condición generativa. En términos dialécticos, la contradicción entre estabilidad e inestabilidad se transforma en motor de evolución. Engels había vislumbrado esta idea en su principio de "transformación de cantidad en calidad", pero hoy la ciencia la formula con precisión matemática: cada sistema posee umbrales críticos, bifurcaciones que lo conducen a nuevas formas de orden.
Del mismo modo, la teoría del caos, desarrollada por Edward Lorenz y Benoît Mandelbrot, muestra que incluso los sistemas regidos por leyes deterministas pueden producir comportamientos impredecibles. Un pequeño cambio en las condiciones iniciales —el célebre "efecto mariposa"— puede alterar radicalmente el resultado final. La causalidad sigue existiendo, pero ya no garantiza previsibilidad: la dialéctica se vuelve probabilística. Engels, que pensaba la naturaleza como una red de contradicciones necesarias, no pudo anticipar plenamente esta noción de determinismo sensible; sin embargo, su método permite integrarla: el caos no destruye la ley, la complejiza.
Más profunda aún es la revolución termodinámica. La segunda ley de la termodinámica —la ley de la entropía— introdujo la irreversibilidad en el corazón de la física. Todo proceso real implica degradación de energía útil, aumento del desorden, límite del aprovechamiento energético. Engels, aunque conocía los primeros desarrollos de Clausius y Kelvin, subestimó su alcance. Fue el economista y filósofo Nicholas Georgescu-Roegen quien, un siglo más tarde, comprendió su significado civilizatorio: toda producción material es, en última instancia, transformación de baja entropía en alta entropía. Ninguna sociedad —capitalista o socialista— puede escapar de esta ley cósmica. Aquí el materialismo dialéctico debe reestructurarse: no basta con concebir la materia en movimiento; hay que pensar la energía como principio ontológico fundamental, como el substrato que hace posible y a la vez limita todo devenir.
La física moderna también ha reformulado nuestras intuiciones sobre el espacio, el tiempo y la materia. La relatividad general de Einstein mostró que el espacio-tiempo no es un escenario fijo, sino una entidad dinámica que se curva y se expande; la mecánica cuántica reveló que las partículas no existen como entidades separadas, sino como probabilidades de interacción. En los límites del conocimiento —agujeros negros, vacío cuántico, fluctuaciones del campo— la materia deja de ser "sustancia" y se presenta como relación, proceso, campo de energía. Engels habló de la "unidad de los contrarios" entre materia y movimiento; la física contemporánea ha demostrado que materia y energía son, literalmente, la misma cosa (E = mc²).
Las hipótesis más recientes, como la del universo holográfico o las teorías del simulacionismo, llevan estas intuiciones a extremos ontológicos inéditos. Si el cosmos entero es una proyección informacional del campo cuántico, o si el tiempo mismo es una propiedad emergente, entonces el materialismo dialéctico debe reconsiderar su propio lenguaje. La materia sigue existiendo, pero su modo de ser ya no es el de la extensión sólida y perceptible: es energía fluctuante, información condensada, proceso autoorganizado. Engels hablaba de la "materia en movimiento"; hoy podríamos hablar de la información energética en transformación dialéctica.
En el terreno biológico, la hipótesis de Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis reintroduce a la Tierra como sistema autorregulado, donde atmósfera, océanos y biosfera interactúan para mantener condiciones aptas para la vida. La vida no está "sobre" la Tierra, sino que la Tierra misma es un organismo vivo. Peter Wohlleben, en La vida secreta de los árboles, ha mostrado que los bosques funcionan como redes cooperativas donde los árboles se comunican, comparten nutrientes y se protegen mutuamente. Engels veía la naturaleza como "totalidad en interacción"; la ecología moderna lo confirma con una literalidad biológica y química que él no pudo imaginar.
En conjunto, todas estas teorías —desde la termodinámica hasta la ecología profunda— confirman el núcleo dialéctico del materialismo engelsiano: la realidad es proceso, contradicción, devenir. Pero también lo obligan a superarse, a abandonar los residuos de determinismo mecánico que todavía lo lastraban. La dialéctica contemporánea no puede ser la de la materia sólida, sino la de la energía que se degrada, de la información que fluctúa, del caos que engendra orden.
El nuevo materialismo dialéctico no niega a Engels: lo prolonga. Donde él habló de "materia en movimiento", nosotros hablamos de energía en transformación entrópica; donde él vio "leyes de la dialéctica", hoy reconocemos redes probabilísticas de autoorganización; donde él vislumbró "la unidad de la naturaleza", nosotros encontramos una ecología cósmica de procesos interdependientes que atraviesan lo físico, lo biológico y lo social. Engels fue el primer arquitecto de una ontología unificada del ser; nosotros, sus herederos en el siglo del colapso y la complejidad, debemos reconstruir su edificio sobre nuevos cimientos termodinámicos.
El materialismo dialéctico, reformulado desde el caos, la energía y la entropía, deja de ser un relato de progreso lineal para convertirse en una teoría del límite: del límite energético, del límite biológico, del límite civilizatorio. Pero en ese reconocimiento de los límites radica también su fuerza renovadora: comprender la materia en su inagotable devenir, incluso cuando ese devenir nos conduce —como civilización— al borde del abismo. O bien, al abismo mismo.
XI. Entropía y dialéctica
Hacia una nueva ontología materialista
Si la dialéctica clásica concebía el devenir como una sucesión de contradicciones que impulsan el progreso histórico —la negación de la negación, el salto de cantidad en calidad, el ascenso de la materia hacia la conciencia—, el siglo XXI nos obliga a repensar ese esquema desde un punto de vista más profundo: el energético. Todo proceso material, desde la vida celular hasta la historia humana, se rige por la segunda ley de la termodinámica. El universo no solo evoluciona: se degrada, disipa energía útil, tiende hacia la entropía. Esto no significa que el mundo avance hacia la muerte térmica de modo lineal, sino que cada forma de orden —físico, biológico, social— es un remolino local sostenido por el gasto continuo de energía.
La dialéctica de la entropía redefine así el principio mismo del movimiento. Engels intuía que "la naturaleza no se mueve en círculos, sino en una espiral ascendente", pero su visión seguía impregnada del optimismo propio de la era industrial: el desarrollo de las fuerzas productivas, la superación de las limitaciones naturales, la expansión del conocimiento. Sin embargo, el conocimiento científico posterior —desde la termodinámica hasta la ecología de sistemas— ha mostrado que cada salto cualitativo de organización exige un costo energético creciente, y que la historia humana no escapa a esa ley. La civilización industrial moderna, al expandirse, ha acelerado la degradación entrópica del planeta. Su aparente progreso material es, en realidad, una acumulación de desorden en la biosfera.
El materialismo dialéctico del futuro deberá, por tanto, integrar la contradicción universal entre orden y desorden, entre creación y disipación. Ya no se trata solo de pensar la lucha de clases o la oposición entre fuerzas sociales, sino de reconocer que toda forma —orgánica o social— existe en tensión con la energía que la sostiene. Las civilizaciones son sistemas disipativos: producen cultura, técnica y conocimiento, pero a costa de destruir gradualmente la base energética que las alimenta. El colapso ecológico actual no es una "crisis del capitalismo" en sentido estrecho, sino una crisis termodinámica de la humanidad industrial.
El economista y filósofo Nicholas Georgescu-Roegen lo advirtió con lucidez en The Entropy Law and the Economic Process (1971): ninguna economía puede ser circular o infinita, porque cada acto de producción transforma energía de baja entropía (ordenada, disponible) en energía de alta entropía (caótica, inútil). El crecimiento perpetuo —ya sea capitalista o socialista— viola las leyes fundamentales del universo. Esta conclusión, que Engels no pudo prever en toda su magnitud, reorienta la dialéctica hacia una ontología de los límites. La contradicción esencial del presente no es entre capital y trabajo, sino entre civilización y biosfera, entre la expansión industrial y los equilibrios energéticos del planeta.
Algunos marxistas contemporáneos, como Daniel Bensaïd, han reconocido esta dimensión ausente en el marxismo clásico. En La sonrisa del fantasma, Bensaïd señala que el optimismo productivista de Engels —su fe en la expansión indefinida de las fuerzas productivas— fue el reflejo de un siglo que aún no conocía el agotamiento material del mundo. La historia posterior, y especialmente la catástrofe ecológica contemporánea, nos obliga a invertir ese horizonte: ya no es la historia la que abre posibilidades infinitas, sino la naturaleza la que impone límites insalvables. Engels decía que la naturaleza "se venga" de cada victoria humana; hoy comprendemos que esa venganza no es una metáfora moral, sino una ley física. La degradación de los ecosistemas, el calentamiento global, la extinción masiva de especies y el colapso energético constituyen la forma moderna de esa revancha.
La nueva ontología materialista debe, por tanto, reformular la dialéctica no como progreso, sino como metabolismo energético. Todo sistema —estrella, organismo, sociedad— es un equilibrio inestable entre dos tendencias: la construcción de orden local y la producción inevitable de desorden global. Esa tensión es la auténtica "unidad de los contrarios": la energía que crea vida destruye simultáneamente su fuente; el conocimiento que amplía el poder humano acelera su propia ruina; la técnica que permite sobrevivir al entorno termina alterando el equilibrio del planeta.
Desde este punto de vista, la dialéctica de la entropía no destruye la herencia de Engels, sino que la universaliza. Donde él vio la materia como "actividad infinita", nosotros reconocemos la energía como actividad finita pero autotransformadora. Donde él imaginó la historia como progreso ascendente, nosotros la vemos como un ciclo termodinámico de ascenso y colapso. Y donde él situó al ser humano como culminación de la naturaleza, nosotros lo reintegramos en ella, como un nodo más en el flujo entrópico del cosmos.
La tarea teórica que se abre es inmensa: construir una dialéctica del límite, una ciencia filosófica que piense el ser no desde la expansión, sino desde la degradación, no desde el dominio, sino desde la reciprocidad energética. Engels anticipó el movimiento de la materia; nuestro tiempo exige pensar su agotamiento. En ese tránsito —del devenir infinito al devenir finito, del progreso a la entropía— se juega la posibilidad de una nueva conciencia materialista: una que ya no se crea "dueña" de la naturaleza, sino parte de su drama energético.
Así, la entropía deja de ser el fin de la historia: se convierte en su horizonte ontológico. Y el materialismo dialéctico, reformulado desde la física del colapso y la ecología del límite, vuelve a ser lo que Engels quiso que fuera: la ciencia del movimiento real del universo, pero ahora consciente de que ese movimiento no asciende eternamente, sino que se curva, se disipa y retorna, en espiral, hacia su propia transformación.
XII. El fin del humanismo marxista
El siglo XXI ha puesto fin, de manera irreversible, a la ilusión humanista del marxismo clásico. La idea de que la humanidad constituye el "sujeto de la historia" —motor consciente de la dialéctica universal— se ha vuelto insostenible frente al colapso ecológico, energético y civilizatorio. Engels y Marx, hijos de la Ilustración y de la era industrial, pensaron el progreso histórico como un proceso de emancipación del hombre respecto de la naturaleza: el trabajo como mediación creadora, la técnica como prolongación racional del cuerpo, la historia como dominio progresivo de la necesidad. Pero hoy, cuando el clima, la energía y los ecosistemas se desmoronan bajo el peso de la civilización industrial, ese paradigma muestra su límite ontológico.
El antropocentrismo marxista —como el liberal o el religioso— descansaba en la fe en una excepción humana: la especie que, a diferencia de las demás, podía autodeterminar su destino. Sin embargo, la ciencia contemporánea y la catástrofe planetaria han demostrado que la humanidad no es el "fin de la naturaleza", sino un episodio de su evolución, un fenómeno biogeoquímico inscrito en las mismas leyes termodinámicas que gobiernan las estrellas y los virus. La historia humana, vista desde la escala cósmica, es una fluctuación breve del metabolismo planetario, y su modo de producción dominante —el industrialismo, ya sea capitalista o socialista— es una anomalía energética, un pico fugaz de consumo de exergía que no puede mantenerse.
El marxismo clásico pensó la dialéctica como historia del hombre, pero la dialéctica real atraviesa toda la materia: desde la física de partículas hasta la biosfera. La contradicción no nace con la conciencia; la conciencia es una de sus expresiones. El "sujeto de la historia" no es el proletariado, ni siquiera la humanidad: es la materia misma en su devenir contradictorio, en su lucha entre orden y entropía, entre vida y descomposición. Este desplazamiento ontológico no niega el valor emancipador del marxismo, sino que lo radicaliza: libera su núcleo materialista del antropocentrismo que lo contenía.
Un marxismo posthumanista no se construye sobre la idea de progreso infinito, sino sobre el reconocimiento de los límites biofísicos y energéticos de toda forma social. La dialéctica ya no debe pensarse como marcha ascendente hacia la abundancia, sino como proceso de adaptación, de reorganización dentro de un planeta finito. La tarea revolucionaria deja de ser la conquista del mundo y pasa a ser su reintegración metabólica: aprender a vivir dentro de los márgenes de energía y materia que el sistema Tierra puede sostener sin colapsar.
Esto exige una nueva ética materialista del límite, una ética no fundada en la libertad abstracta o en los derechos universales —categorías propias del humanismo burgués—, sino en la responsabilidad energética, ecológica y termodinámica. La justicia deja de medirse por la expansión del consumo o la igualdad en el acceso a bienes infinitos, y comienza a pensarse como equilibrio dinámico entre especies, ecosistemas y generaciones. El comunismo del futuro —si esa palabra conserva sentido— no será una utopía de abundancia, sino una forma racional de decrecimiento, una política de la frugalidad organizada y del descenso consciente.
En este horizonte, la dialéctica materialista deja de ser antropocéntrica y se vuelve planetaria. El sujeto ya no es el hombre, sino la materia que piensa dentro de sí misma, la conciencia como expresión de un universo que se observa, se descompone y se reconfigura. El marxismo del colapso no promete dominar la naturaleza, sino comprenderla en su tragicidad: cada equilibrio contiene su ruptura, cada avance su disipación. La historia no culmina en el reino de la libertad, sino en la conciencia de los límites que hacen posible toda libertad.
Así concluye la era del humanismo marxista. No con un gesto de derrota, sino con una ampliación ontológica: del hombre a la Tierra, de la historia a la energía, de la praxis a la termodinámica. La revolución del siglo XXI no será la de la abundancia, sino la de la sobriedad consciente. Engels había dicho que "la naturaleza se venga de cada una de nuestras victorias"; el marxismo posthumano deberá aprender, finalmente, a no provocarla más. En ese aprendizaje reside su nueva grandeza: una ciencia y una política de la adaptación, donde la razón no aspire a gobernar el cosmos, sino a convivir con su flujo incesante.
XIII. Conclusión
Engels después del fin del mundo
Cuando el polvo radiactivo del siglo industrial se asiente, cuando los océanos hayan subido sobre las ruinas de las megaciudades y los vientos lleven fragmentos de plástico en lugar de semillas, quizá una conciencia —humana o no— vuelva a leer a Engels. Lo encontrará no como un teórico del progreso, sino como el primer filósofo del colapso. En su Dialéctica de la naturaleza ya estaba escrita la advertencia que su tiempo no quiso escuchar: la historia del desarrollo técnico es también la historia de la autodestrucción de la especie que quiso erigirse por encima de la materia que la hizo posible.
Engels no soñó con un dominio absoluto del mundo. Soñó con comprenderlo. Su dialéctica no era un manual de ingeniería social, sino una ontología del devenir, una teoría de la contradicción como forma universal del ser. Allí donde la filosofía burguesa veía equilibrio, Engels vio tensión; donde la ciencia positivista buscaba leyes inmutables, él descubrió procesos que se superan y niegan a sí mismos. La Dialéctica de la Naturaleza fue, en realidad, una profecía: la materia no soporta eternamente el exceso, y cada salto de la técnica abre una fisura en el orden del mundo.
Hoy, en el siglo XXI, esa fisura se ha vuelto abismo. La contradicción entre desarrollo y destrucción que Engels vislumbró ha alcanzado su punto crítico: el capitalismo y la sociedad industrial han llevado la dialéctica a su extremo termodinámico. La abundancia prometida se ha transformado en devastación; la técnica emancipadora, en maquinaria entrópica. Sin embargo, en este derrumbe, la vieja filosofía materialista no muere: renace.
El triunfo de Engels no es industrial ni utópico, sino ontológico. Su visión de la materia como proceso vivo y contradictorio ha sobrevivido a las ideologías del progreso y a los sueños digitales del poshumanismo. Cuando la modernidad se disuelve en su propio agotamiento, la dialéctica vuelve a hablar con la voz del mundo físico: los glaciares que se deshacen, las selvas que arden, los ecosistemas que mutan. La naturaleza habla, y su lenguaje es el de la contradicción y el colapso.
El materialismo dialéctico del siglo XXI no será una doctrina del dominio, sino una filosofía del límite, una ciencia del caos y de la adaptación. Comprender la materia no para explotarla, sino para sobrevivir dentro de ella. La continuidad entre naturaleza y pensamiento —que Engels defendió contra todos los idealismos— se revela ahora en su sentido más profundo: no hay afuera, no hay dualismo. Pensar es una forma de la materia que busca persistir.
Engels después del fin del mundo no es un espectro del pasado, sino un guía del futuro. Su dialéctica —esa lógica de la transformación y del equilibrio inestable— se convierte en brújula en un planeta que ya no promete progreso, sino resistencia. Si la historia humana se apaga, lo hará dentro de un universo que sigue moviéndose, negándose, rehaciéndose. Y quizá, en alguna otra forma de conciencia, la materia vuelva a descubrirse pensante, repitiendo las palabras que cierran el ciclo:
"Todo lo que existe, en cuanto viene a la existencia, merece perecer."
Pero también —añadiría Engels, si pudiera escribir desde la ceniza del futuro—:
"Y en perecer, vuelve a comenzar."
…
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