Editorial

Un año después del 28 de julio: democracia secuestrada

Ha transcurrido un año desde las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024 y el balance no deja lugar a dudas: Venezuela vive una de las crisis de legitimidad política más profundas de su historia contemporánea. El abuso del poder electoral y la falta de transparencia no solo despojaron a los comicios de su contenido democrático, sino que marcaron un punto de inflexión en el viraje autoritario de la cúpula del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).

Desde entonces, la élite gobernante ha intentado sostener una narrativa de normalidad (incluso hablan de paz), pero lo cierto es que la estructura de poder en torno a Nicolás Maduro se sostiene sobre dos pilares: la maquinaria propagandística y la represión. Mientras los laboratorios comunicacionales fabrican una imagen artificial que oculta el descalabro político, el aparato coercitivo se despliega con intensidad inédita. Hoy, el carácter policial del Estado no es una acusación, es una consigna que el propio mandatario esgrime como plegaria de salvación.

Las protestas populares que siguieron al anuncio de la supuesta victoria de Maduro pulverizaron el mito del respaldo masivo en los sectores humildes. Fue precisamente en las barriadas más empobrecidas donde se encendieron las primeras llamas de la inconformidad. No es casual que el perfil de los cientos de detenidos tras aquellas jornadas sea el de trabajadores precarizados. Pero la historia enseña que ninguna crisis de legitimidad se resuelve con coerción: la represión no acalla las preguntas, las multiplica.

Después del 28 de julio, las elecciones en Venezuela se convirtieron en ritual vacío. Sí, se realizan, pero bajo un abuso de poder sin precedentes: partidos intervenidos judicialmente, tarjetas anuladas sin justificación, inhabilitaciones ilegales, dirigentes secuestrados, y una criminalización abierta contra quienes defienden derechos, protestan o ejercen la acción política.

A este escenario se suma un rasgo aún más grave: el ejercicio del poder se ha vuelto altamente discrecional. Invocar la Constitución es apenas un recurso retórico. La institucionalidad, lejos de garantizar derechos, ha sido reconfigurada para forjar un mundo a la medida de la cúpula del PSUV. Todo está diseñado para sostener un orden en el que la ley no limita el poder, sino que se adapta a sus necesidades.

En este contexto, hablar simplemente de falta de transparencia del Consejo Nacional Electoral (CNE) es insuficiente. Lo que se impuso desde la directiva encabezada por Elvis Amoroso es un manto de opacidad que encubre una maniobra macabra: ciudadanos convocados a votar sin posibilidad real de elegir.

La respuesta popular ha sido clara: la abstención masiva frente a unas farsas electorales que no respetan la soberanía popular. Pero el poder aprieta la tenaza: primero inventa conceptos como «electores activos» para maquillar la pírrica participación, y ahora emite normas que prohíben los llamados a la abstención. Si eso no basta, entra en escena el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) para sentenciar que unas elecciones sin resultados sí son válidas. Quien ose discutir este absurdo corre el riesgo de ser judicializado, como ocurrió con la abogada María Alejandra Díaz, suspendida por acompañar legalmente una solicitud del Frente Democrático Popular que exigía al CNE publicar los resultados detallados de las presidenciales.

En el último año se consolidó un modelo de administración autoritaria. La lealtad a Maduro —ese "lo que diga Nicolás" convertido en catecismo— descansa en un sistema de premios y castigos: el miedo a la sanción y la esperanza de recompensa. El clientelismo reemplazó la adhesión a un proyecto que hace 25 años se presentaba como emancipador. Hoy, los símbolos de transformación revolucionaria se manipulan sin pudor para legitimar el desmantelamiento del salario y acusar de «traición a la patria» a quienes reclaman contratos colectivos.

A un año de aquellas elecciones, Venezuela enfrenta una verdad inocultable: el país está secuestrado por un poder que, al perder el respaldo popular, optó por sustituir la legitimidad con la fuerza. Ante este escenario, los desafíos para las organizaciones revolucionarias, populares y auténticamente democráticas son enormes. El primero, y quizás más urgente, es impulsar nuevas formas de resistencia popular que fortalezcan las luchas por la restitución de la Constitución y la reconstrucción del Estado de derecho.

Las banderas de las y los comunistas son claras: exigir la renuncia de los rectores del CNE; la anulación por parte del TSJ de las intervenciones judiciales contra los partidos políticos; la aprobación de una amnistía general para los cientos de trabajadores, jóvenes, estudiantes y activistas políticos injustamente encarcelados, y la convocatoria inmediata a nuevas elecciones con plenas garantías democráticas.

Editorial de Tribuna Popular N° 3.064. Julio de 2025.



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