La China donde los extremos se tocan y la revolución en el siglo XXI

El libro China: onde os extremos se tocam. Trótski, revolução permanente e a crítica do multilateralismo do capital na era Xi Jinping, de André Barbieri, aporta elementos clave para la discusión sobre lo que es China hoy.

La publicación de un estudio serio y profundo sobre la China actual es siempre una buena noticia. Dar cuenta de las transformaciones del gigante asiático durante las últimas décadas y de su impacto sobre el conjunto de las relaciones internacionales resulta fundamental para interrogar adónde se dirige el sistema mundial. Ediciones Iskra lanzó este año China: onde os extremos se tocam. Trótski, revolução permanente e a crítica do multilateralismo do capital na era Xi Jinping, de André Barbieri, que cumple plenamente esos requisitos de seriedad y profundidad.

El libro está organizado en tres partes. La primera discute sobre el rol que puede jugar China en un orden mundial cada vez más desordenado. Para hacerlo, indaga sobre las profundas transformaciones que atravesó la sociedad china en las últimas décadas. La segunda parte recorre las estrategias que se pusieron en juego en China desde los primeros levantamientos revolucionarios del siglo XX, planteando las consecuencias de la dirección maoísta para la toma del poder, que definió desde la conformación de la República Popular un bloqueo a cualquier transición socialista. Finalmente, la tercera parte da cuenta de los procesos de lucha que se vienen desarrollando a lo largo de China, las respuestas del régimen ante ellas y las enormes posibilidades revolucionarias que se presentan en el polvorín que es China hoy, si se desarrollan los partidos revolucionarios capaces de aprovecharlas.

El desarrollo del capitalismo en China

André apeló a un nutrido estudio de fuentes que le permitieron, y también nos permite a quienes leemos su libro, acercarnos a la complejidad de la configuración económico social de China. Ofrece buenos fundamentos de por qué debemos entender a China como una formación social capitalista a pesar de todos los aspectos híbridos, las características chinas, podríamos decir, que caracterizan a esta formación económico social.

Un aspecto muy valioso de la elaboración es el amplio recorrido de autores con los cuales se polemiza. Encontramos algunas discusiones ya clásicas, en el campo de la izquierda marxista y afines, como son las de Perry Anderson en el artículo “Dos Revoluciones”, y también la de Giovanni Arrighi en Adam Smith en Pekín. Pero también encara la polémica con algunas de las más recientes, como el estudio de Isabella Weber sobre cómo China habría escapado a la terapia de shock aplicada en Rusia y Europa del Este. Domenico Losurdo, Michael Roberts, Elias Jabour, son algunos de los otros autores con los que André también desarrolla contrapuntos. Esta argumentación articulada con la crítica resulta muy productiva, ya que permite mostrar los puntos débiles de las miradas que buscan cuestionar o relativizar la transformación capitalista de China.

Avanzando a través de estas polémicas, a lo largo del libro se ofrece una nutrida evidencia empírica de la endeblez de las pretensiones de negar el carácter capitalista de China. Este libro muestra sólidamente cómo con las reformas iniciadas por Deng se inició un proceso que creó condiciones para el desarrollo de relaciones de explotación basadas en el trabajo asalariado, que es una medida fundamental si queremos discutir en qué medida una sociedad es o no capitalista. El centro de gravedad del orden social capitalista, su punto de apoyo existencial básico, está en la posibilidad de encontrar disponible una fuerza de trabajo asalariada a la cual le pueda extraer plusvalor. Por supuesto, existieron históricamente formaciones integradas en el capitalismo mundial donde no había extracción de plusvalor basada en relaciones salariales, como fueron las basadas en la fuerza de trabajo esclava –tal fue el caso de las plantaciones de algodón estadounidenses de los siglos XVIII y XIX–. Pero si queremos evaluar si China se ajusta más a lo que dice la burocracia del PCCh –un “socialismo con características chinas”– o si en verdad se trata de una sociedad capitalista, debemos evaluar en qué medida las relaciones de producción se han transformado en un sentido capitalista. André muestra cómo la desposesión característica de la fuerza de trabajo asalariada, en la que se apoya el capitalismo, avanzó en China. Estudia cómo se ha desarrollado una precariedad laboral que adquirió un carácter estructural, organizada por el propio gobierno, dentro de los límites de la estabilidad social. La fuerza de trabajo migrante, que es hoy la mayoría de la clase trabajadora del país, ve cercenados sus derechos cuando se aleja de los entornos rurales para radicarse sin permisos en las ciudades o ámbitos fabriles. Esto permitió a China disponer de una fuerza laboral con salarios muy bajos y sujetos a contratos temporales para asegurar su modelo de crecimiento y ofrecerla al gran capital transaccional durante décadas.

Esto no significa pretender que haya una medida unívoca que permita decir cuándo una formación económico-social con rasgos contradictorios se convierte definitivamente en capitalista. Al mismo tiempo que hay numerosas manifestaciones que permiten hablar de un capitalismo en China, hay otras que parecen relativizarlo o negarlo. Entre ellas, nada menos que el control del aparato del Estado por parte de un partido que se define como Comunista. Y, si miramos la política económica, encontramos una serie de políticas intervencionistas o de planificación que van más allá de lo que tradicionalmente podemos ver en los Estados capitalistas, aunque se han ido restringiendo a lo largo de décadas. Entonces es necesario moverse con cuidado para desentrañar, a través de estas manifestaciones contradictorias, dónde está la realidad de China. Barbieri procede con éxito en estas operaciones y da un panorama de la China actual que permite comprender el profundo alcance de esta gravitación del capital. En el libro vemos cómo a pesar de que China no exhibe el funcionamiento “normal” de la ley del valor según los parámetros occidentales, debido a la muy particular reconstitución de la primacía capitalista dentro de su territorio, esto no puede llevarnos a negar su presencia. Como argumenta también de manera convincente, señalar una supuesta incompatibilidad entre el control del aparato estatal por parte del Partido Comunista y la primacía de las relaciones capitalistas de producción en la economía se volvió una forma muy común de reducir la complejidad del carácter sui generis del capitalismo chino para realizar una exégesis favorable de sus políticas. Soslayando de esta manera que el Estado en China, como en todos los países donde existe un dominio social de una clase explotadora basada en la extracción de plusvalor, es también acá un órgano de dominación de clase de la burguesía sobre los obreros y los campesinos.

Un desafío teórico importante que plantea el proceso de China es identificar cómo, en el marco de la continuidad política del Estado, sin una ruptura abierta, se operó esta contrarrevolución social. Creo que acá hay una definición importante que encontramos sobre lo que fue China desde la revolución de 1949: una economía de transición, que no tiene una identidad social estrictamente definida en la medida en que las marcas del antiguo sistema de producción capitalista y reproducción social sobrevivían como remanentes subordinados a través de la expropiación de la clase propietaria dentro de la nueva sociedad emergente. El factor decisivo para entender adónde transitaba una formación con estos rasgos contradictorios estaba en las formas del Estado, es decir, si realmente podía haber una dirección de la propia clase obrera o una burocracia se arrogaba el poder, expropiándolo de las masas. Es una cuestión que hace a la base social en la que se sustenta pero también al régimen político. El socialismo, como bien señala Barbieri, solo puede ser una construcción consciente, no se desarrolla “automáticamente” como ocurre con el capitalismo. Depende de los instrumentos de autoorganización y autodeterminación consciente de las masas, los consejos de tipo soviético (con toda la rica particularidad que cada país confiere a estas instituciones de coordinación y autoactividad) para evolucionar. Una economía de transición, si pasa del capitalismo al socialismo, necesita estos organismos fundacionales de un nuevo tipo de Estado (del tipo de la Comuna de 1871, perfeccionada por los soviets rusos de 1917) para avanzar. La República Popular no tuvo nunca ningún Estado de ese tipo desde 1949. El Estado obrero burocráticamente deformado que surgió de la Revolución de Octubre de 1949 –que en esa etapa había liberado a China del yugo imperialista más de lo que había expropiado a la burguesía (lo que ocurriría más propiamente en 1956)– contenía elementos de una economía de transición en la medida en que había privado a la burguesía del poder. Sin embargo, la ausencia de una estrategia vinculada a la expansión internacional de la revolución, algo que el maoísmo compartía con el estalinismo afincado en la URSS, implicó primero el estancamiento y, después, la regresión del rumbo transicional de la economía dentro del territorio chino. En lugar de avanzar hacia el socialismo, deterioró los elementos de la economía planificada burocráticamente y fortaleció las condiciones que permitieron el resurgimiento de las tendencias capitalistas. Estas tendencias fueron impulsadas por todo el curso de las reformas de apertura de Deng Xiaoping y la ofensiva liberalizadora de Jiang Zemin. Este último, durante la década de 1990, completó la restauración capitalista a través de la drástica reconfiguraciín de las empresas de propiedad estatal.

Esta caracterización de la forma de transición como una que está en flujo, donde o se avanza hacia el socialismo o se revierte al dominio capitalista, y la importancia que tienen las formas del Estado, la democracia soviética, es clave. Esto permite desmontar esos formalismos, en los que caen incluso autores en otras ocasiones tan sutiles y escrupulosos como Perry Anderson de afirmar la continuidad de algún tipo de socialismo en China por la continuidad del régimen del Partido Comunista en el poder. La segunda parte del libro, que recorre las estrategias para la toma del poder de Mao para localizar las raíces tempranas de la burocratización de la República Popular y el bloqueo a la transición, es otro punto muy relevante del trabajo de André.

¿Multipolaridad benigna?

La discusión sobre las bases sociales de la República Popular es importante en sí misma, pero además se entrelaza con otra que también es de gran relevancia, planteada en este libro desde el título de la primera parte: es la que se refiere a en qué medida China puede jugar un rol en un sistema multipolar ordenado más benévolamente, para los pueblos oprimidos, que el orden imperialista dominado por EE. UU. basado en la expoliación del planeta y convertido en bastión del dominio social reaccionario del capital en todo el planeta. Negar los aspectos capitalistas de China permite poner en cuestión la idea de que con su ascenso vaya a repetir las mecánicas de saqueo, expoliación y opresión características de las potencias capitalistas. Lo que Barbieri va a plantear es que debemos considerar a China como un Estado capitalista “en rápido ascenso, con rasgos imperialistas”. Mi opinión es que la situación actual de China ameritaría afirmar más claramente que se trata de un imperialismo en proceso de construcción, o de consolidación, porque si comparamos la proyección de poder internacional de China ya supera la de muchos países que no dudaríamos en llamar imperialistas: nada menos que Gran Bretaña, Alemania o Japón. Por supuesto, hay que evitar considerar que se trate de un proceso consumado; esa es una advertencia que hace Barbieri con la que no podemos más que estar de acuerdo. Pero más allá de este matiz en cómo definir el momento actual de China, la importante coincidencia es que su estatus y comportamiento en la arena internacional no habilitan a hablar livianamente de una perspectiva de China jugando un rol de garante de una multipolaridad benévola o pacífica.

En el libro podemos observar cómo el despliegue que viene realizando China ya la ha llevado a tener políticas que se contradicen con esta idea de un contrapeso benevolente a los imperialismos occidentales. En África, donde más ventaja le sacó a las otras potencias, vemos que las presiones derivadas del endeudamiento y la profundización del extractivismo acompañan la expansión de China. El Estado chino ha fortalecido su posición político-militar en los países africanos a través de mecanismos económicos, asegurando el suministro de materias primas a cambio de inversiones en infraestructura o contribuciones en efectivo para apalancar a las clases dominantes continentales que están dispuestas a colaborar en términos geopolíticos con Pekín. Ejerce una política de influencia permanente sobre la seguridad nacional, lo que sumerge a estos países en estrechas redes de dependencia. La noción de no intervención en los asuntos internos de los países se ajusta cada vez menos a lo que hace China en ellos. En América Latina y otras latitudes esto no se manifiesta así por el momento, y eso puede crear la ilusión de que puede erigirse como una potencia que no reproduzca los patrones imperialistas, pero eso es dar una perspectiva deformada de los efectos de la expansión de China.

El desarrollo desigual y combinado en China

Finalmente, otro mérito del libro es poner en juego la categoría del desarrollo desigual y combinado para teorizar la trayectoria de China. La idea de los extremos que se tocan que aparece en el título está íntimamente vinculada a este enfoque teórico. El desarrollo desigual y combinado fue teorizado por Trotsky originalmente para referirse a la Rusia zarista de comienzos del siglo XX, marcada por los contrastes entre la aparición de pequeñas islas de gran desarrollo capitalista que concentraban unos miles de obreros industriales en fábricas que tenían técnica de la más avanzada, montadas en muchos casos por industriales extranjeros o bajo subvención del propio Estado, mientras la sociedad continuaba dominada por las relaciones de producción serviles en la que se basaba el régimen del Zar. Para Trotsky, la ley del desarrollo desigual y combinado podía entenderse como resultado de tres mecánicas entrelazadas. La primera la sintetizaba como el “látigo del atraso”: los Estados capitalistas que iban quedando rezagados en el desarrollo –con importantes consecuencias, por ejemplo para dotar los ejércitos– se veían presionados a buscar la modernización, es decir, en este caso, la introducción de las técnicas capitalistas. En segundo lugar tenemos “la ventaja del atraso”: para quienes quedaron rezagados, se podía encontrar disponible, porque se había creado en otros países, técnica más avanzada, que no era necesario desarrollar de cero. Esto permitía comprimir los tiempos históricos. Pero, en tercer lugar, la posibilidad de incorporar las nuevas técnicas y transformar la estructura económica con ellas se encuentraba limitada por las condiciones de la sociedad en que se introducían. En el régimen de Rusia, la introducción de grandes fábricas no significó ni mucho menos una modernización de la economía y las relaciones sociales en conjunto. Por el contrario, el zarismo buscó la modernización para perpetuar su poder, basado en la nobleza y su control sobre la tierra, y para impulsar sus proyectos recargó la presión sobre el resto de la sociedad, multiplicando las tensiones y provocando fuertes estallidos sociales que derivaron ya en 1905 en el primer ensayo de revolución. Con esta teoría del desarrollo desigual y combinado, Trotsky mostraba cómo los procesos nacionales no podían analizarse por fuera de lo que ocurría en el conjunto del planeta, dada la formación de una economía mundial capitalista profundamente interdependiente.

En este libro vemos una recuperación de este método para trazar los contornos del desarrollo desigual y combinado de China. La China de Xi es analizada en conexión con la reconfiguración que atravesó el capitalismo mundial en las últimas décadas. El ascenso del gigante asiático debe comprenderse no solo observando los cambios sociales, políticos y económicos que generó la restauración capitalista, sino entendiendo que se trata de un capítulo, muy destacado, de estos procesos de cambio del conjunto del sistema mundial. Esta comprensión, que recorre el libro, permite evitar las tentaciones del nacionalismo metodológico en la que caen buena parte de las investigaciones sobre China, con sus miradas centradas casi de forma excluyente en lo que ocurrió dentro de China, las políticas del Estado, y donde lo internacional apenas aparece como un contexto.

China, al cabo de más de cuatro décadas desde las primeras reformas de Deng, llegó a convertirse en el polo más dinámico de la acumulación de capital global y en el taller manufacturero del planeta. Pero una transformación tan acelerada tuvo enormes consecuencias desequilibrantes, que se manifiestan en esos extremos que se tocan. No todos los sectores de China se vieron igualmente favorecidos por los beneficios que trajo el crecimiento económico. La locomotora del crecimiento, donde sí llegó, obligó a adaptaciones aceleradas a los regímenes laborales que exige la maquinaria desaforada de la acumulación: las jornadas laborales extenuantes o el encierro de las fábricas dormitorio se convirtieron en las normas a las que debieron adaptarse nuevas generaciones de la clase trabajadora de China, las cuales además se llevaron a cabo en nombre de un curiosos “socialismo con características chinas” que ofrecía un ejército de fuerza laboral barata a las empresas multinacionales que radicaban en el país parte de sus líneas de producción.

Hoy conviven en China muchas Chinas, muy diversas en términos de sus capacidades materiales. Desde el entorno tecnológico superavanzado de Shenzhen, otras ciudades del Sudeste Asiático donde se localizan las factorías más productivas y baratas del mundo, y otras geografías donde se mantienen con pocos cambios las condiciones de la vida rural tradicional. Entre un extremo y otro, encontramos múltiples variaciones, que están sometidas a sucesivas transformaciones que el régimen va impulsando para sostener la maquinaria del crecimiento que necesita como condición para asegurar el orden social.

¿Multipolaridad o revolución permanente?

Dado el ritmo frenético de las transformaciones de China, no sorprende que se hayan acumulado tensiones explosivas en las relaciones entre las clases sociales y que el régimen del PCCh se haya vuelto, desde que asumió Xi, en un bonapartismo cada vez más represivo. Esta deriva se explica en la necesidad de ejercer un equilibrio entre estas tensiones y afrontar la exacerbada rivalidad internacional. Ambos aspectos tienen lugar en el análisis del libro. Otro de los grandes aportes que encontramos en el trabajo de Barbieri es una radiografía profunda de la situación de la clase obrera y de algunos de los principales procesos de lucha que atravesó, desde la restauración capitalista y en la actualidad. André nos habla de una clase obrera urbana ricamente heterogénea, que absorbe en su seno al proletariado rural migrante.

El acelerado desarrollo de China, con sus contradicciones y extremos que se tocan, plantea la perspectiva de que se convierta en uno de los principales polvorines revolucionarios en el convulsionado mundo contemporáneo. A partir del estudio de las clases sociales y sus fracciones, de los distintos descontentos que ha ido acumulando la restauración burguesa y la creciente bonapartización del régimen, Barbieri concluye con un interrogante crucial: ¿será China el sustento de un multilateralismo benévolo del orden capitalista mundial, o será el escenario donde se pondrá en juego nuevamente la actualidad de la revolución permanente? No debería sorprendernos que en este país, donde en el siglo XX se produjeron gestas revolucionarias muy importantes protagonizadas por obreros y campesinos, que ya décadas antes de expulsar al imperialismo y unificar al país en 1949 mostraron su disposición al combate, y donde hoy en el siglo XXI se concentra la fuerza de trabajo que manufactura mercancías que se venden en todo el planeta, sea donde se produzcan algunas de las escaramuzas revolucionarias más potentes por venir. Con esta apuesta cierra este libro, para la cual es fundamental el trabajo de la estrategia. Por eso, es importante el recorrido final del libro por los debates estratégicos y la convocatoria a poner en juego las mejores armas de la tradición marxista revolucionaria para forjar los partidos que puedan llevar a la clase obrera a la victoria. Un desafío planteado en China y en todo el mundo, inseparable de la construcción de una organización revolucionaria internacional, la Cuarta Internacional.

 


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