Cuarenta y pa’ la cola

La primera mega cola que me calé fue por el estreno en Venezuela de la película Tiburón (1975 o 76), en el Cine Caroní de la Torre Capriles, en Plaza Venezuela. Aún no existía para la salud de la industria, el Circuito Radonsky (1998). La fila de cinéfilos empezaba en el tercer nivel, bajaba a la calle, cruzaba la avenida, atravesaba la estación de servicio y se plegaba a la acera como quien va a lo que es hoy, el bulevar de Sabana Grande. Se me cayó la cédula, pero esa y otras muchas experiencias de colas caraqueñas, han alimentado buena parte mi vida creativa. En ellas he parido más de un fracaso, pero ¡cuánto los he disfrutado!
 
Las colas se me antojan un tiempo suspendido, como la cinta que se proyecta a través de la ventanilla del circunvalación de San Ruperto (La Pastora), de la Caracas que ya no existe, según la respetada opinión de Miguel Ángel Landa, y que yo abordaba por el simple placer de perder el tiempo, mirando la danza citadina del afuera y el adentro del autobús, camionetica o porpuesto, según fuese el caso. En ellas, las colas, se agudiza el poder de la observación, desde la atención a detalles que realmente no alteran en nada la realidad y que sería un auténtico ejercicio de maldad evocarlos aquí, hasta aquellos que escandalizarían a la más curtida fauna callejera, acostumbrada y dispuesta a verlo todo.
 
Los bancos han jugado con mi dinero (el que ha sido tradicionalmente muy poco) tanto como lo han hecho con mi tiempo. En sus laberínticas colas he esculpido mi carácter al mejor estilo burgués. He pensado compulsivamente en las madres de sus dueños y en ellos propiamente, no por lo de la apropiación indebida de una plusvalía creada parasitariamente, robo pues, sino por convertirme en cómplice y testigo presencial de esas tropelías, en el papelón de un convidado de piedra. En sus eternas salas de espera he dilapidado horas y horas por visita. Allí he estado rodeado de los más granado de la vida laboral citadina, mensajeros y motorizados, office boys, oficinistas de toda clase, ejecutivos, comerciantes, pela bolas, gente con biyuyo y aspirantes, amas de casa, trabajadores estudiantes, todos perdiendo el tiempo a la sombra, en fila india apache (caribe no corre en ese lote).
 
Igual, las colas de carro, me las he vacilado. Rurales y urbanas, en autopistas y avenidas, a pocas cuadras de mí destino, pero me he plantado como buen coleao a disfrutar mi vaina, teniendo de fondo la historia radial venezolana.
 
En fin, a los pobres siempre nos obligaron a padecer las colas, a juro, a la intemperie, bajo cualquier pepa de sol, a las puertas de las cárceles, en las madrugadas, en los hospitales, en la sanidad, en los seguros sociales, pa’ la cedula, la partida de nacimiento, el pasaporte. Colas que daban caligueva, pero que no quedaba otro remedio que hacerlas, para contrastar el confort de una sociedad indolente que jamás se preocupó por ese tema.
 
El gobierno bolivariano a la llegada del Comandante Supremo al poder, acabó con la naturaleza de las colas en todos los sentidos. Se desataron los nudos que las provocaban, básicamente saldando la deuda social acumulada durante tanto tiempo. Cuando se logró normalizar la situación, después de muchos años de duro trabajo, donde era evidente el triunfo de la transición al socialismo del Siglo 21, irrumpió la respuesta política imperial: la guerra económica. Y ya todos conocemos el cuento del acaparamiento, el bachaqueo, el contrabando, el boicot, la escases, la inflación inducida, el ataque a la moneda, etc.
 
Todo ese inmenso esfuerzo por socavar la base popular de la Revolución Bolivariana no ha podido lograr sus objetivos por un simple error de cálculo, que tiene que ver con el desconocimiento de los valores únicos, intrínsecos de este pueblo. Datos que por fortuna, son subestimados por el enemigo, además, porque de lo contrario, reconocería la condición de imbatibilidad a la que se enfrenta.
Expresiones como la siguiente: “La mitad de la población venezolana  se sacrificó por darle libertad a la patria, y la otra mitad que hoy vive,  está ansiosa del correr con mismo destino para preservarla”, son tomadas como las fanfarronadas de un hombre ebrio de violencia y simplemente arrojadas a un pasado inútil, como curiosidad histórica, sin ningún valor.
 
El hecho de que este pueblo haya cruzado fronteras, hambriento, descalzo, diezmado por las duras condiciones ambientales, para batir a un poderoso ejército imperial y darle libertad a un continente, sin reclamar nada a cambio, es un importante detalle que no se puede subestimar a la hora de sacar cuentas. Tales omisiones mantienen embarbascado al imperio en una empresa sellada por la derrota,
Los boicotedores del Metro de Caracas no reparan en la inutilidad de sabotear las escaleras mecánicas (amen de un presunto guiso con las empresas que las reparan) para capitalizar el malestar de los millones de usuarios que por él transitan diariamente, sin tomar en cuenta que en los barrios estas no existen, y más de uno sube y baja cientos de escalones dos y tres veces al día como tomar agua. Realidad que no escapa a las residencias verticales donde es tradicional el desperfecto de ascensores y son más de diez pisos pa’ arriba y pa’ abajo.
 
Los que gozamos del privilegio de andar entre las multitudes en la concentración del 7 de octubre de 2012 con motivo del cierre de campaña del Comandante Supremo, denominada “Las 7 avenidas” (Universidad, México, Fuerzas Armadas, Baralt, Lecuna, Bolívar, Urdaneta y calles aledañas) tuvimos la oportunidad, de observar en primera fila, el desfile del indómito espíritu venezolano como pocas veces es apreciable en su estado natural. Por tal motivo les recomiendo a los panas escuálidos acompañar una que otra vez, la alegría que se desborda en las marchas y concentraciones del chavismo, no para que gocen un bolón, lo que está garantizado de ante mano, sino para que amplíen de manera práctica, el conocimiento sociológico que la academia y los medios están incapacitado de trasmitir por una mera postura ideológica.
Hermanos míos, en esa explosión de venezolanidad pude ver con estos ojos de color, al auténtico pueblo Caribe y su orden cerrado. Una maravillosa manifestación de la diversidad en todos sus órdenes, del caos y la anarquía precipitados al concierto de los movimientos. Quizá la concentración de Macarapana previa a la batalla del mismo nombre, tuvo la misma efervescencia. El escenario es el mismo, los actores de hoy son los descendientes de aquellos, defendiendo los predios nacionales y continentales del Wuaraira Repano, con la fortuna de haber conjurado el maleficio,  como asevera el Presidente Obrero Nicolás Maduro, el de la derrota y la traición.
 
Pues bien ¿Las colas? Por ahí tampoco es. Para nosotros las colas, no son iguales que en cualquier otra parte del planeta, en donde la gente las hace con la mayor arrechera del mundo, uno detrás del otro con una amargura domesticada y hecha estoicismo escultural, incluso para ir a las piras del sacrificio. Acá las colas son amorfas e increíblemente desordenadas, contra todo principio del sentido común, de cuatros y hasta diez difusas filas que conforman una gruesa columna de serpentinas que se devuelven sobre sí, haciendo realidad aquello de que “los últimos serán los primeros” y de “el que ríe antes, ríe  más”. Allí te podrás meter a formar peo y terminar diciendo: “…pero tenemos patria” y saldrás cada vez más convencido o convencida de que habitas en medio de un pueblo al que quieres ayudar, pero que no conoces y por lo tanto no entiendes, y con el cual por supuesto, no hablas, al que solo quieres provocar para arrancarle su rabia y utilizarla momentáneamente.
 
En consecuencia, tal empresa es algo más que difícil, La respuesta ha sido parecida al de las guarimbas, un auto flagelo con victima inocentes de todos lados y un “cuarenta y pa la cola” para aquellos sectores que no están acostumbrados a ellas y que por tanto la sufren inconsolablemente.
 
 

El chavismo es cultura popular.        



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Milton Gómez Burgos

Artista Plástico, Promotor Cultural.

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