Nuestro abuelo
Carlos, quien vivió 110 años, nos contaba las historias del General
Miguel Gerónimo Meléndez (nuestro bisabuelo materno y descendiente
de vascos) y de las luchas junto a su primo el General Jacinto Lara,
por llevar adelante la total emancipación, libre de la pretensión
de la rancia oligarquía de entonces,
que intentaba imponer a como diera lugar,
un modelo contrario a las ideas de nuestro Libertador Simón Bolívar,
de quien nos contaba prodigiosas hazañas y a quien veneramos desde
nuestra infancia.
Nos contaba de los
sables y armas guardados en grandes
baúles de campaña repletos de “pesos y morocotas” que servían
para pagar a los soldados leales a la causa por la cual lucharon incansablemente.
Esos baúles, posteriormente fueron enterrados al borde de alguna cañada,
de las tantas que abundan en esos valles semidesérticos del Estado
Lara y por los cuales, muchos fueron los intentos por desenterrarlos
para aprovechar las susodichas morocotas de oro.
Siendo enlaces guerrilleros
del Frente en Yaracuy, en los años Sesenta, un día de tantos, fuimos
hasta el Edificio Nacional de Barquisimeto. Allí
contemplamos, en el primer retrato de la galería, al primer
“Presidente” del Estado Lara. Así
fue como vimos y conocimos el rostro de nuestro Bisabuelo, el General.
Una foto muy parecida,
ya la habíamos visto antes, en la sala del apartamento de nuestra
tía Eva Meléndez, quien vivía acá
en la capital, en uno de los bloques del 23 de Enero. Ella nunca nos
contó nada al respecto porque era
“medio racista”. No entendía el porqué, si nuestro abuelo era
Ario, Alto y muy valiente, nosotros
éramos trigueños, con el pelo blanco y bajos de estatura.
Allá
en las afuera de Baragua, pintoresco y antiguo pueblo del Estado
que el mismo bautizó en honor a su primo,
el Bisabuelo construyó un gran cuartel, para toda su tropa y
donde nació y creció nuestra madre Vidalina y donde nuestro progenitor,
valientemente, secuestró a esta hermosa princesa
“Catira de ojos verdes”, para casarse y llevársela,
huyendo del pelotón que el Bisabuelo envió
en su captura, al Zulia, con el boom petrolero, hasta el campamento
Shell de San Lorenzo, donde ésta transnacional construyó la primera
Refinería de Petróleo de América Latina a mitad de la segunda década
del siglo XX.
Allí
fuimos registrados después de nacer, pasamos parte de nuestra
niñez entre este campamento y la gran Cabimas, de la Costa Oriental
del Zulia, donde fuimos adoctrinados por nuestro leal camarada Elio
Carrasquero, quien cayó herido y posteriormente asesinado por el SIFA
en el Frente Guerrillero de Oriente (San Antonio de Maturín). Pero
esa es parte de otra historia.
Adicionalmente,
nuestro abuelo nos contaba las hazañas de nuestro progenitor Victor
Manuel, del cual decía, era muy hábil con una vara hecha de Vera Negra,
conocida por los Tocuyanos para “Pelear a los Palos” y que a lo
largo de muchos años, no hubo quien pudiera vencerlo en este tipo de
Lucha o Arte Marcial, que debería ser rescatada (si no ha sido rescatada
ya) por los Activadores de la Misión Cultura de ese estado.
El abuelo,
montado en un burro, decidió recorrer, visitar y conocer, todos los
lugares históricos donde el Libertador y su ejército,
lucharon por nuestra independencia.
Historias que fueron forjando nuestro espíritu Bolivariano, con el
cual siempre fustigábamos, a nuestros camaradas guerrilleros del PCV
de entonces, la mayoría de los cuales, hoy no están presentes, que
preferían hablar y ensalzar mas a Marx y a Lenin,
que a nuestro Gran Libertador Simón Bolívar,
actitudes que siempre respetamos por disciplina y solidaridad con nuestra
lucha guerrillera.
Si
el abuelo hubiese tenido un vehículo rustico como los actuales,
estamos seguros, habría llegado hasta la Patagonia.
Sin embargo, su gran pasión por lo endógeno, lo llevo a echar raíces
en el Zulia, pues se vino detrás de nuestra madre, la primogénita,
y ser el primer habitante de lo que hoy se conoce como El Venado, donde
vivió hasta que por su avanzada edad, fue llevado a Barquisimeto, donde
lo sembramos.
Al cumplir sus 50
años, el abuelo ordenó a un carpintero que le hiciera su ataúd.
Después le pidió a un ebanista que la tallara
con motivos de la naturaleza. El ebanista hizo una obra de arte en ese
cajón para difuntos. En esos días no se conocía las urnas de
metal que traen una tapa con bisagra y vidrio para que al abrirla, todos
puedan ver por última vez la cara del difunto. La tapa del ataúd del
abuelo era enteriza, que posteriormente paso a ser copia de la de las
urnas metálicas. El abuelo quería que todos viniéramos a ver tras
el vidrio que “El muerto era El”.
Nuestro
tío Raúl (QEPD), hijo mayor de nuestro abuelo, con quien
vivió hasta el ultimo día de sus 110 años, tuvo que comprarse un
rústico Land Rover de Aluminio que
tenía un inmenso cajón en la parte posterior. La razón de ello era,
para poder trasladar la urna del abuelo,
quien no iba al velorio de algún familiar nuestro, sino llevaban la
urna con El. Así que los presentes en el velorio, se asombraban
de ver que en la sala de la casa había un ataúd con una persona adentro
y otro ataúd vacio afuera, dentro del cajón del rústico, por lo cual
solían preguntarse ¿ Y el otro muerto?
En el asiento delantero
siempre iban el tío Raúl, la tía Margot (su esposa, QEPD) y el abuelo.
Detrás, todos los hijos e hijas y otros primos. La urna del abuelo,
protegida con una alfombra, se colocaba en el medio de las banquetas
de madera que lateralmente se disponían a todo lo largo del cajón
posterior del rustico. Y Dios protegiera de las amenazas del abuelo,
a quien osara hacerle el más mínimo rasguño a la pulida superficie
de la urna.
Donde quiera que
viviera, el abuelo criaba y sembraba. En la hacienda del kilometro dos,
de la vieja carretera a Morroco, entre San Lorenzo y Mene Grande, tenia
cultivos de todo tipo. Nunca fuimos al pueblo a buscar alimentos. Solo
íbamos por Sal y Algunas especies como canela y clavitos. Y amante
como era de la Naturaleza, tenía una hectárea, de tantas,
sembrada de frutales, de los cuales no nos dejaba disfrutar, porque
esas frutas eran para los Pájaros que inundaban el patio de la choza,
donde muchas veces nos sentamos, a escuchar, junto al canto de los pájaros,
la sabiduría que fluía de los labios del abuelo, mientras nos deleitábamos
chupando la delicia del néctar de los gajos de caña de azúcar, que
el mismo nos ofrecía, listos para saborearlos.
Allí, siempre nos
decía “No se asombren por lo que han visto y oído.
Sino por lo que les falta por ver y escuchar”. De hecho,
un día, después de acompañarlo a recoger las vacas y demás animales,
nos agarró la oscuridad de la noche, camino de regreso a la choza,
y estaba tan oscuro, que nos agarramos de la cintura a la altura de
la espalda y lo seguimos hasta llegar al patio de la choza.
Para iluminar el ambiente, el abuelo tenía
varios “Chompínes”, especie de lámpara hecha con un envase de
lata que tenia la parte superior en forma de cono,
los cuales se llenaban de kerosén o varsol de la refinería.
Esa noche, mientras acercaba un fosforo encendido a la mecha de un Chompin
exclamó: “Algún día, no usaremos esta candela para vernos las caras.
Algún día, diremos como Dios, ¡hágase la luz
¡, y todo este sitio se iluminará como la luz del sol y sabremos por
que la luz es buena”.
El tema fue extenso,
profundo y un alimento prodigioso para nuestra mente de niños inquietos,
curiosos y hambrientos de conocimiento. El abuelo resulto ser un filósofo,
médico, ingeniero, tecnólogo, poeta y
“loco” soñador. Trajo al futuro y nos lo colocó
en frente de nuestras narices. Nos habló
de lo que el hombre sería capaz de lograr y de la vida en este universo
y mas allá de lo que llamamos muerte, en la cual no creía.
“Eso solo es un paso a otra dimensión” solía decir.
Y así
fue como comenzamos, endógenamente,
a buscar respuestas a las preguntas que el sembró
en nuestra infancia: ¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí?
¿Hacia dónde vamos?, ¿Cuál es el objetivo de nuestra existencia?
Al responderse a si mismo todas estas interrogantes, en una síntesis
de toda su explicación, el abuelo solía decir:
“Quien no vive para Servir, no sirve para vivir”. Eso, alimentó
aun mas, nuestro deseo de contribuir a la lucha revolucionaria y tener
un proceso socialista como el que hoy estamos construyendo.
Fue el abuelo quien
nos instó a construir nuestros propios juguetes. Con un pedazo
de rama de una mata de guayaba, que es sumamente dura, el abuelo nos
hacia los trompos. Como cuerda usábamos curricán, con el cual bailábamos
nuestro trompo o arrastrábamos por el suelo, los carritos de madera.
En alguna ocasión, alguien le llevó al abuelo
varias latas de Sardinas, las cuales comimos en un revoltijo con huevos
fértiles de las gallinas de la hacienda y cilantro, cebolla y
tomates que recogimos de la huerta de la choza. Recuerdo que había
dos tipos de latas. Una lata redonda y una lata cuadrada. El destino
final de ambas latas fue el fuselaje de
“carritos” que tenían las ruedas hechas con discos de
“palos de escoba” y los ejes hechos con clavos de acero a los cuales
se les cortaba la cabeza con un pedazo de segueta
inservible, que nuestro progenitor
traía desde la refinería.
Así, aprendimos
a hacer pólvora y a fundir metales
para los proyectiles para nuestras primeras armas,
construimos nuestros primeros papagayos, fugas, volantines, y aviones
de madera y desarrollamos las habilidades para ayudar a amigos pescadores
a construir chalanas, cayucos y botes. Sin embargo, nunca pudimos aprender
a remendar o a tejer sus redes de pescar. El abuelo nos llevaba o nos
daba para ir al cine vespertino donde veíamos muchas películas de
ciencia ficción y entre ellas las de Flash Gordon, donde vimos los
primeros cohetes y los primeros viajes al espacio de nuestra corta existencia.
El abuelo nos decía,
que todo eso estaba dentro de nosotros y que algún día, lo haríamos
realidad, recordándonos una frase de nuestro Padre Libertador que el
bisabuelo solía repetir:
“El
hombre es del tamaño de la dimensión de sus sueños”.
¡Que vivan Nuestros
Abuelos Endógenos¡
Independencia, Patria Socialista. Viviremos y Venceremos.