El sistema ha puesto en escena dos modelos de realidad edulcorada claramente dirigidos, cada uno a su manera, a los fines del mercado. En lo visible, se trata de vender productos, ideas, tendencias y cualquier elemento comercializable que permita darle beneficios, ya sean políticos o económicos. En su clave oculta, el propósito de ambos es tratar de conducir la mentalidad colectiva en la dirección marcada por la doctrina de la época, trabajándose a cada uno de sus miembros. A salvo de tales maniobras queda la realidad que viene a dar cuenta de lo que es tal y como es; a la vez y que sirve de medida sobre el grado de inmersión del sujeto en las creencias que le transmiten.
Tomando como referencia la realidad visible, que puede mostrarse en línea con los intereses del gestor político o simplemente contestarla, la función de la propaganda en adaptar esa realidad a las conveniencias del que manda o gobierna. Se trata de que lo inconveniente pase a ser conveniente y lo conveniente más conveniente todavía. Tal forma de falsear la realidad no consiste en transformarla en irreal, sino darla una capa de pintura que impida verla como es, para ponerla del lado del que tiene el mando de las gentes. Servicial en extremo con el que asume el poder, diríase que ha pasado a ser imprescindible, hasta el extremo de que no puede subsistir sin ella. Este bisturí de la realidad real, siguiendo órdenes de un operador cercano o distante, corta lo que se considera malo y pega en su lugar todo aquello etiquetado como bueno, tratando de acomodarla a lo conveniente para sus intereses y para que sirva de material de convicción ante los espectadores de su acertado obrar. Su verdad es indiscutible porque está amparada por el poder. Lo que implica que todo aquello que la contradice son bulos por principio.
Pese a contar con el soporte de quienes utilizan el poder, la propaganda precisa de alianzas, y en este caso la doctrina, siempre operando desde las creencias que impone el que manda, marca la dirección intelectual para interpretar los hechos que sirve la realidad afectada por el poder. La otra gran aliada, la represión, es la que en definitiva permite hacerla eficaz, porque de alguna manera en ella siempre está presente la fuerza. En este punto tampoco hay que pasar por alto la labor de difusión de esa realidad prefabricada que permite el empleo de la propaganda. Sin embargo, la alianza con los medios de difusión no es perfecta, ya que unos colaboran como fieles voceros de los mandatos del que usa el poder y otros descubren sus incoherencias. Es aquí, a nivel de lo que perciben las gentes donde se puede destapar el juego y tomar referencias, más o menos lógicas, de que la realidad ofrecida no es una verdad excluyente como tiene por misión hacer creer la propaganda, cumpliendo su función. De ahí que esa verdad que pretende pasar por absoluta, amparada por la propaganda, acabe saliendo a la luz que no lo es tanto.
La doctrina que ilumina a la propaganda se hace más cercana en el caso de la publicidad. Diseñada por y para el mercado, en todos sus movimientos rezuma el efecto atracción sobre el espectador. Su función comercial consiste en poner de manifiesto las virtudes de los productos comerciales, un intento de convencer a las gentes para hacerlas creer que adquiriéndolos se está dentro de la sociedad, para así sentirse amparados en la tarea de existir. A diferencia de la otra perversora de la realidad, este producto mercantil deja clara sus pretensiones. Lo de vender lo mejor, la excelencia, puede ser una pequeña mentira o integrarse en la realidad real. Una duda razonable, servida al potencial cliente, pero que, en todo caso, contribuye a alimentar su experiencia. La perversión solo es posible apreciarla en el argumento que mueve la doctrina, es decir, en el mandato de comprar. Es en esta obligación, en la que no solo palidece la libertad, sino la posibilidad de apreciar una realidad fuera del mercado. El lema, hay que estar en el mercado, aunque se trata del valor dominante, es una distorsión de la percepción del mundo, el gran engaño generalizado.
En el caso de la publicidad, los medios de difusión se muestran fieles, porque viven fundamentalmente de ella. Ante lo evidente de la situación de indefensión, solo queda como refugio la crítica, la opinión más o menos afectada, incluso el trauma personal dado a conoce a los demás, pero todo con escaso valor, porque la difusión o no los usa o lo hace a conveniencia. Por tanto, el consumidor está más desamparado ante la publicidad, porque apenas cuenta con la difusión contestataria, sino solamente con la actividad que protagonizan unos pocos francotiradores afectados negativamente por algunos productos comerciales.
Impasible ante las dos, la percepción de la realidad real ha pasado a ser un objetivo casi inalcanzable para el ciudadano-consumidor, sumergido en la vorágine del creer, creer y creer y comprar, comprar y comprar, ya sean las bondades de la política o los productos del mercado que le sirve el sistema. Su percepción viene a ser el gran revulsivo personal contra las falsificaciones de lo real que confeccionan las otras dos aliadas de la verdad del poder, conforme a ese plan doctrinal para conducir voluntades. Lo que no resulta fácil para ese personaje que flota en el instante de su época, al que se le da todo hecho, por lo que las posibilidades de reflexionar, de realizar ese trabajo personal imprescindible para el vivir de cada uno, se le sabotea. Todo ello en función del grado de creencia en ambas. La realidad libre de contaminaciones es lo válido, por lo que caminar de espaldas de ella es deambular a ciegas o movido como la hoja que caprichosamente agita el viento cambiante. De la toma de contacto, una vez aislada de su contenido de propaganda y de publicidad, es posible determinar el grado de engaño que ha sido esculpido en la mente, es decir, si la persona solamente existe en el tiempo o, además, vive para ella misma.