Bulos y odios

En materia de información, elemento clave para la buena marcha del proceso de adoctrinamiento actual —perceptible a todos los niveles—, dice la doctrina capitalista para imponer su autoridad, que todo aquello que contraviene la versión oficial, puesto que goza de la categoría de verdad, es desinformación, alimentada por bulos o simples mentiras, que hay que desterrar. Lo de los odios responde a dar un paso más para tomar la dirección total de la existencia colectiva, llevando el sentimiento personal al terreno político para mostrarle la dirección conveniente, mientras que todo aquello que discrepa de los mandatos de la doctrina sea enérgicamente reprimido

Situando los primeros en su terreno —que es la simple especulación—, puede apreciarse que se trata de elucubraciones que flotan en el ambiente de la comunicación social, destinadas a que ellas o un personaje se den a conocer, pero escasamente sirven para ilustrar a los afectados por la ociosidad. Luego, se toman o se dejan, entretienen o preocupan, pasando a ser un componente más del abigarrado mundo de las noticias. Los segundos, son simples deseos, emociones, opiniones, inacciones o acciones de las gentes en el marco de su personalidad que a menudo quedan en el ámbito de la interioridad, mientras que en otras ocasiones pueden llegar a manifestarse y salir al plano externo como determinantes del comportamiento. Si ambos han coexistido en sus respectivos espacios desde tiempo inmemorial, sin tomar protagonismo, ahora, incorporados como instrumentos coadyuvantes al plan de desarrollo de la doctrina, empiezan a preocupar y han sido radicalizados e instrumentados en interés del negocio económico-político que va dominando las distintas sociedades. Los bulos, dada su frecuente inconsistencia, además de la función de entretener a un auditorio en trance de aburrimiento, vienen prestando servicio a la autoridad, en cuanto sirven para reforzar las verdades oficiales, de ahí que hasta ahora se les ha venido aplicando la tolerancia. Por lo que se refiere a los odios, en su condición de reflejo profundo de lo que se llama maldad humana, entendidos actualmente como todo aquello que va contra los mandatos de la doctrina, requieren ser perseguidos para que resplandezca la doctrina.

Es sobradamente conocido que el control total de la sociedad progresista está es manos de la sinarquía económica dominante y que, al objeto de afianzar sus dimensiones totalitarias, acentúa, cada día más, el peso de la doctrina, exportando a tal fin nuevos productos desde la sede central a las sumisas sociedades del vasto mundo para hacerlo uniforme. Resultado del activo trabajo intelectual de la ortodoxia capitalista en su actividad doctrinal, ya no le basta con el instrumental estatal de represión habitual e incorpora nuevos productos. Ha venido imponiendo tanto la política de los bulos como la política del odio, ambos diseñados como instrumentos de coacción en el marco de las libertades que ofrece el nuevo modelo de dominación para evitar la competencia. Su desarrollo obedece a que no bastaba con imprimir en la mente de sus fieles seguidores, para mayor gloria del negocio, aquello de consumir, consumir y consumir —porque el no consumir se dice que es pecado—, se trata de reafirmar, por si había dudas, su condición de ama y señora de lo que se refiere al dinero, lo que quiere decir de todo, y cercenar en el plano político y social, ambos sometidos a la ley del dinero, cualquier postura discrepante. Las políticas represivas de los bulos y los odios han tenido aceptación porque vienen bien a las gobernantes progresistas, ya que evitan la disidencia y contribuyen a hacer de eso que llaman democracia del voto simplemente dictatocracia, sin que el gran público lo aprecie demasiado. Para la sociedad en general, siguiendo la línea pragmática, le permiten gozar de sosiego, no entrar en controversias, con la finalidad de que sus miembros disfruten del ocio y la holganza, dedicándose otros a pensar por ella, y todo se le dé hecho. De esta manera, la política se mueve a conveniencia de los políticos de empleo, mientras que el personal destinado a ser gobernado disfruta así de ese mundo feliz que vende el progreso, todos bajo la atenta mirada de sus amos.

Se había llegado a la conclusión de que etiquetar como bulos ciertas noticias es fundamental para limitar cualquier ocurrencia que ponga en aprietos a la doctrina oficial, porque, si prosperaran, crearían duda e incertidumbre entre el personal, y lo que se ha establecido como verdad absoluta se erosionaría. La verdad es información y la mentira resulta ser desinformación. El problema era que los bulos, en alguna ocasión, ponen en aprieto las verdades oficiales y puede surgir inquietud entre las mentes adormecidas, de tal manera que alguna puede despertar del letargo y experimentar dudas en cuanto al producto informativo. No obstante, como los bulos o noticias falsas acaban siendo inevitables, pese a la crítica, la estrategia oficial seguida hasta ahora ha sido, primero, alentarlos debidamente controlados, alimentando su puesta en escena con argumentos de escasa consistencia y razonamientos que no resisten una mínima contrastación, para que resulten tocados. Seguidamente, tras un poco de cuerda mediática, había que eliminarlos. Basta con realizar campañas a través de los medios de difusión resaltando sus carencias, fundamentalmente en cuanto a la parte argumental que refleja su estupidez a simple vista, pasando por alto lo que pudiera resultar más o menos acertado. Por eso los bulos, al igual que sucede con las teorías conspirativas, venían bien al negocio doctrinal, ya que es fácil desmontarlos para que triunfe, sino el sentido común, la verdad suministrada por el que manda. Una vez finalizado el proceso de mitificación, buscando la seguridad, a las gentes no les queda otro camino que acogerse al refugio de la verdad oficial, porque, aunque resulte ser otro bulo avalado por el sello de la autoridad, cuenta con el favor del mandante. En tanto han prosperado los bulos inocentes, es decir, los que por otro lado dan brillo a la verdad, se ha mostrado tolerancia, pero si los bulos afectan a la doctrina y al poder, hay que perseguirlos a pesar de toda esa retahíla de libertades y la inexistencia de censura—un mito que sirve de adorno a las sociedades avanzadas—. Resulta que ahora, más allá de estrategias de combate para con los bulos que no resultaban útiles al sistema, puesto que hay quienes opinan que la verdad oficial que sostiene la información frente a la llamada desinformación no es de fiar, se decreta que todo aquello que no sea verdad oficial, pasa a se bulo y, por tal motivo, debe ser perseguido.

Respecto a los odios, se trata de un producto de nueva creación utilizando la represión moderna, diseñado expresamente como arma polivalente de combate social por la alta inteligencia, que asesora a los mandantes progresistas, e irrumpe en la escena como refuerzo de la doctrina. De tal manera que cualquier acción o inacción de las personas que resulte molesta, según como se aprecie, puede verse afectada por la carga del odio en sus distintas variantes y utilizarse para fines represivos. En realidad, la etiqueta de odio se asigna a cuanto queda reservado a cuanto opera al margen de lo ordenado por la doctrina; es decir, lo que no sigue sus mandatos corre el riesgo de ser calificado de odio, mientras lo que la sigue fielmente es puro sentimiento de amor. El problema sería determinar dónde hace acto de presencia el sentimiento de odio. Tarea compleja, porque realmente pertenece al ámbito interior de las personas, y solo ellas lo experimentan realmente. Para su instrumentación, resulta que quienes determinan lo que es odio no son otros que los oficiantes de la doctrina, o sea, quienes mandan, sus asesores y los ejecutores. Haciéndolo de manera, a veces perversa, por lo que incluso la maldad y el odio reales, ambos iluminados por la sabiduría de quien dispone del poder, tocados por esa varita mágica de la autoridad, pasan a ser actos de bondad para ellos, aunque el mal brille a plena luz —hecho que se reflejan en ejemplos de plena actualidad—. De esta forma, algunos de los comportamientos humanos calificados de odios se acoplan a las circunstancias, con lo que se puede odiar en forma real a algunos, sin que se interprete como odio, contando con la bendición del poder, respondiendo en cada momento para su calificación como tales a los intereses dominantes. A mayor abundamiento, de ello dan buena cuenta, tras una atenta mirada, los medios de difusión No obstante, los fieles, para evitar confusión, se conforman con odiar lo que se les dice que odien, ya que, en ese caso, aunque sea odio, se le libera del peso del odio al estar bendecido por la verdad oficial. Así, salvo que entre en acción el sentido común o en menor medida la racionalidad, el odio cumple su función de salvaguardar el valor de la doctrina, lo que puede servir para practicar la censura, la mordaza y la represión, acogidos bajo la protección de la justicia oficial. Todo ello para reforzar al poder.

Situado en el plano propagandístico, lo de erradicar los bulos y los odios se sirve como ejemplo de progreso teledirigido. Mas en la práctica simplemente se trata de fijar los controvertidos términos del bien y del mal a conveniencia de los intereses del poder dominante, es decir, más de lo mismo, tal y como siempre ha sido.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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