En Venezuela te dan 30 años de cárcel por un WhatsApp, y los corruptos operan con impunidad

Venezuela, un país donde la libertad de expresión se ha convertido en un lujo peligroso, el régimen madurista acaba de demostrar una vez más su intolerancia al disenso. Marggie Orozco, una médica general de 65 años oriunda del estado Táchira, ha sido condenada a la pena máxima de 30 años de prisión por compartir un audio crítico contra el madurismo en un grupo privado de WhatsApp. No se trató de un llamado a la violencia ni de una conspiración armada, solo de una opinión expresada en un chat familiar. Mientras tanto, altos funcionarios implicados en escándalos de corrupción y otros delitos millonarios continúan en sus cargos o en la clandestinidad, protegidos por el mismo sistema que persigue a una profesional de la salud por sus palabras.

Todo comenzó en 2024, cuando Orozco, una doctora con décadas de servicio en el sistema de salud público venezolano, grabó un mensaje de voz en un grupo de WhatsApp familiar. En él, expresaba su frustración con el gobierno de maduro, criticando la gestión económica y social del madurismo. El audio, de apenas unos minutos, circuló de manera limitada, pero fue suficiente para alertar a las autoridades. Detenida en septiembre de 2024, la médica fue acusada de graves delitos como: traición a la patria, incitación al odio y conspiración. El 17 de noviembre de 2025, un tribunal controlado por el régimen la sentenció a 30 años de reclusión en el penal de Táchira, donde ya cumple medida preventiva desde su arresto.

Esta condena no es un hecho aislado, sino el reflejo de una estrategia sistemática del madurismo para sofocar cualquier voz disidente. El régimen ha reformado leyes como la "Ley contra el Odio" la "Ley Orgánica contra la Delincuencia Organizada" y "Financiamiento al Terrorismo" para criminalizar expresiones críticas, equiparándolas a "terrorismo" o "traición". En el caso de Orozco, el audio no contenía amenazas directas, pero fue interpretado como un intento de "desestabilizar" el orden constitucional.

Organizaciones de derechos humanos, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, han denunciado que estas normativas son herramientas de represión política, aplicadas de manera selectiva contra opositores, periodistas y ciudadanos comunes, mientras se ignoran violaciones graves cometidas por el propio aparato estatal.

La razón profunda detrás de esta sentencia radica en el miedo del régimen a la erosión de su base de poder. Recordemos que el madurismo enfrenta una crisis de legitimidad agravada por hiperinflación, escasez de alimentos y medicinas, y una migración masiva que ha vaciado al país de más de 7 millones de hermanos venezolanos. Cualquier crítica, por mínima que sea, se percibe como una grieta en la narrativa oficial de "revolución bolivariana". Enviar a prisión a una abuela de 65 años por un mensaje privado envía un mensaje claro al pueblo (en Venezuela, el silencio es obligatorio). Criticar a maduro no solo es riesgoso; es más costoso que cometer delitos que destruyen la nación desde adentro.

Paradójicamente, mientras Orozco languidece en una celda por sus palabras, el país se desangra por la corrupción endémica y otros delitos que impregnan las altas esferas del gobierno.

En enero de 2025, el Departamento de Justicia de EE.UU. acusó a 15 funcionarios venezolanos actuales y antiguos de corrupción y lavado de dinero, incluyendo a exministros y generales que acumularon fortunas en paraísos fiscales mientras el pueblo venezolano racionaba gasolina y alimentos.

La impunidad es la norma. Según informes de Transparencia Internacional, Venezuela ocupa el puesto 177 de 180 en el Índice de Percepción de Corrupción, con casos como el desfalco de millones de dólares en la estatal PDVSA, donde involucrados como los hijastros de maduro se repartieron ganancias ilícitas sin enfrentar cargos locales. La tasa de impunidad en crímenes graves supera el 90%, y el sistema judicial, subordinado al Ejecutivo, rara vez procesa a los poderosos.

En cambio, el régimen expulsa selectivamente a funcionarios menores para aparentar "lucha anticorrupción", como en 2022 cuando Diosdado Cabello anunció purgas internas, pero los peces gordos (aquellos con maletines de efectivo en aviones privados) siguen en libertad.

Esta doble vara de medir no es casual. La corrupción financia la lealtad de las fuerzas armadas y la burocracia madurista, permitiendo al régimen sobrevivir pese al colapso económico. Sanciones internacionales han expuesto estas redes, pero en Caracas, denunciarlas es suicida, periodistas que lo intentan terminan exiliados o silenciados. Mientras una médica paga 30 años por un WhatsApp, un general corrupto acumula mansiones en Miami. En la Venezuela de maduro, el verdadero delito es cuestionar al rey; robar al pueblo en cambio, es el boleto para la impunidad.

El caso de Marggie Orozco no solo indigna por su crueldad (una mujer de la tercera edad, dedicada a salvar vidas, ahora condenada a pudrirse en una cárcel infame), sino porque encapsula la distopía madurista, un Estado que castiga la disidencia con saña medieval, pero consiente el crimen organizado como pilar de su supervivencia. Organizaciones internacionales han clamado por su liberación inmediata, argumentando que viola tratados como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por Venezuela. Pero en un régimen que ignora fallos de la Corte Penal Internacional, ¿quién escuchará?.

En última instancia, esta sentencia revela la fragilidad del madurismo, un poder que se sostiene no en logros, sino en el terror. Para los venezolanos, la lección es clara: ser delincuente paga dividendos; criticar a maduro, en cambio, cuesta la vida entera. Mientras el mundo condena esta farsa judicial, la pregunta persiste ¿hasta cuándo un audio de WhatsApp será más peligroso que políticos corruptos? En la Venezuela de maduro, la respuesta parece ser: por tiempo indefinido.



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