Quise compartir con mis lectores un ejercicio literario que estuve practicando en estos días y es acerca de cómo me verían a mí algunos personajes de la literatura latinoamericana; qué lugar me darían ellos en su mundo fantástico y cómo entraría mi manera de concebir la vida en ese cúmulo de palabras y actuaciones de personajes que han representado la influencia y la inspiración, a través del trabajo, de lo que ha sido mi experiencia escritural. Este 16 de septiembre llego a un cumpleaños más y he querido comenzar con tiempo mis reflexiones permanentes para crecer y soñar.
En la sinfonía de voces que componen la literatura moderna latinoamericana, se elevan imaginariamente palabras que no proceden de autores, sino de los personajes que ellos concibieron, personajes que adquieren alma propia más allá de sus páginas.
Desde las calles ardientes de Macondo, un cruce de mirada bastaría para entender que la memoria puede aferrarse a la eternidad cuando alguien como uno, Ramón Azócar, que soy un caminante en la ciudad de Guanare. Melquíades, el sabio errante de García Márquez, abriría uno de sus pergaminos y escribiría con letras invisibles: "…hay hombres cuya labor es preservar el tejido de la cultura local, y en cada cuento suyo la ciudad se reinventa". Mi persona, cercano a cumplir 57 años, aparece así, no como un profesor universitario, sino como guardián de un destino narrativo que hermana el conocimiento con el mito.
En otro rincón del continente literario, un narrador que podría haber surgido del Río de la Plata —ese realista desencantado que Borges modeló en múltiples espejos— visualizo que me contemplaría desde el prisma de la eternidad. "Su libro Soberbia y perdón es un laberinto donde el lector se mira y reconoce su propia fragilidad", murmura uno de esos personajes borgeanos, quizá un bibliotecario que nunca halló el volumen exacto en la Biblioteca de Babel. Allí, entre pasillos infinitos, Azócar representa la veracidad del escritor que no teme al dilema humano, pues él mismo se adentra en el juego vertical de la culpa y la redención, sabiendo que escribir es, en última instancia, un modo de juzgarse con benevolencia.
Las voces criollistas también resuenan, con aquel Pedro Páramo que Rulfo arrojó a la eternidad de la Comala desolada. Entre murmullos, el espectro dice: "…aquí entre los muertos, hay quienes todavía escuchan las historias de los vivos, y mi figura como persona, como entidad sensible, las trae con claridad, como si la tierra misma le confiara secretos". Y así, el eco de Soberbia y perdón no es un rumor de ultratumba, sino la constatación de que el perdón, siempre frágil, también se escribe en la arena de los días comunes. En Guanare, tierra con memorias polifónicas, es donde me he venido haciendo médium: un visitante de mundos reales e imaginarios que no consienten olvido ni soberbia.
Desde la pluma de un Cortázar imaginado, quizás Oliveira en la deriva de Rayuela levantaría la voz para decir: "…que quizás soy hay un cronopio travieso, dispuesto a situar el relato en una esquina donde la vida concreta se multiplica en juegos infinitos". Sus cuentos no son artificio distante ni mosaico localista, sino puentes entre lo cotidiano y lo filosófico, entre la ironía y la ternura. Oliveira, que alguna vez buscó la Maga entre pasajes perdidos de París, reconocería en Ramón a un caminante de Guanare que encuentra sentido infinito en lo cercano: un diálogo constante entre ciudad y destino, palabra y silencio, soberbia y perdón.
A todas estas, si Octavio Paz dejó hablar a las soledades de su poesía, uno de sus personajes líricos atestiguaría que mi persona es interlocutor con el tiempo. "Cada cuento suyo sopla sobre la brasa de la tradición, para que no se apague el fuego de nuestra identidad", diría una voz del Laberinto de la soledad. Y es que, con la serenidad de quien trae en su andar la madurez de casi seis décadas, me he convertido en vínculo de generaciones: académico de sabiduría encarnada, narrador de pasajes íntimos, custodio de la cultura que circula por las veredas de Guanare y se proyecta mucho más allá de esa geografía.
De nuevo suenan todos. Desde Macondo hasta Comala, desde la Biblioteca de Babel hasta los pasajes parisinos de Rayuela, se cruzan personajes imaginarios que nunca me conocieron, pero que ahora lo nombran como parte del mismo linaje narrativo. En ellos se confirma que cumplir 57 años no es un número, sino un lugar de llegada en que convergen las preguntas fundamentales de la vida. Con Soberbia y perdón como carta de presentación, he comparecido ante el lector como testigo y juez de los sentimientos humanos. Y en el coro de la literatura latinoamericana, se alza esta voz: celebramos mi figura escritural que desde Guanare, ha sabido darle forma de cuento a la vida misma. / azocarramon1968@gmail.com