"Las verdades son flores". Cuento en honor al "Cura", profesor Juan Bautista Pernaut

El tiempo pasa, los recuerdos, aunque escondidos, con uno se quedan; y desde rincones, escondrijos oscuros, tras cortinas de telarañas, nos miran y sacan cuentas Y andan por allí, como esperando alguna oportunidad de explicitarse. De repente, cuando menos se les espera dicen, aquí estoy, de manera tan insistente como imprevista.
Aquel día sábado ha estado siempre entre los recuerdos gratos. Diversas circunstancias, como aquella muchacha graciosa de risa cantarina, pelo corto, dientes pequeños y tan dulce mirada que de repente a uno no le quedaba otra cosa que mirarla atentamente y así, intentar llegar hasta ella, a sus intimidades. Ella, a uno le miraba también, reía y su rostro todo era felicidad y luego, evasiva y coqueta, se ponía a mirar a cualquier parte.

Años más tarde, un día hermoso y radiante, en los avatares del trabajo docente y la confrontación de opiniones entre colegas, conversaciones con alumnos y en el deseo de abrirle camino al crecimiento de los jóvenes, del baúl de los recuerdos dulces, emergió por sí sólo aquel acontecimiento de la vieja hacienda de los Ibarra, en las faldas del Ávila, entre el sol del mediodía, el fresco de la tarde y hasta la fría y gris neblina a la llegada de la noche.

Y recordé cuando nuestros viejos maestros, sin muchos títulos académicos, pero con un alto sentido de la responsabilidad y quizás por la sencillez de la gente, se las ingeniaban para ponernos a aprender. Eso que llaman la creatividad en ellos cundía fundida con el amor y el deseo de servir.

La composición que con frecuencia ordenaba el maestro, como tema libre, le abría a uno la puerta al infinito, a las fantasías y al "invencionero"; al decir lo que nos viniese en gana. Uno descubría que podía crear y creaba, plasmando deseos imperfectos, pero a nuestro gusto.

Y el maestro escrutaba las palabras, inventariaba los signos de puntuación y cuidaba que la historia, las historias se contasen con sentido real, imaginativo y afinamiento.
Al cura de este cuento le hubiese gustado que sus alumnos viesen el mundo por sus ojos. Pero como cristiano bien sabía que Dios puso entre los hombres ojos diferentes. Por eso aprendió que lo importante era usar los ojos como el creador manda y de la manera que los puso en cada humano.

Porque lo natural es que siendo como fuimos creados, una obra imperfecta de Dios, veamos al mundo tal como somos. Porque por lo demás, no es perfecto y nuestra tarea es vivir para que las nuevas generaciones lo hereden imperfecto, y como esta, sigan luchando.

Que cada hombre piense como le corresponde hacerlo. Ese es su derecho y obligación. Eso, así de simple, era lo que el viejo profesor de teoría económica aspiraba. ¡Alabado sea!



Barcelona, 20 de diciembre de 2002

I

Ya sobrepasado el mediodía caraqueño, aún en los espacios agradables de la Ciudad Universitaria, de árboles distribuidos con equilibrio y distintas esculturas colocadas aquí y allá con el buen gusto y por el talento del arquitecto Carlos Raúl Villanueva y, pese la eterna complicidad del Ávila, el calor hacía más insoportable aquella espera.

Era sábado y, no obstante, por excentricidad, exceso de ocupación o ganas de trabajar del padre jesuita, nuestro profesor de Teoría Económica en la Escuela de Sociología, estábamos allí citados para un examen oral de la asignatura
Por la posición que tenía en la lista, elaborada en estricto orden alfabético, todavía a aquella hora, una de la tarde, esperaba que aquel cascarrabias lo llamase. Había acudido a decir presente a las siete de la mañana, tal como el cura lo exigió. Y no era prudente alejarse mucho porque de repente, se lo imaginaba uno, asomado al pasillo a constatar la asistencia y no hallándonos allí, nos castigaría negándonos la oportunidad de examen.

Era el sacerdote, docente tan rígido, malas pulgas y alejado de lo que uno pensaba que, hasta aquel mediodía picante y lleno de bostezos, lo teníamos en baja estima. Claro, su obra escrita y sus credenciales académicas nos obligaban a reconocer los méritos intelectuales que le adornaban. Era, en el ámbito universitario y hasta en la prensa escrita caraqueña, vocero de políticas económicas que no entusiasmaban a muchos de los jóvenes que allí esperábamos.

A la flojera que cunde a esa hora, la antipatía que emanaba de la figura e irascible carácter del viejo profesor de economía, se unía el terror de enfrentarnos en un examen oral a un contendor superior en conocimientos, intransigente, según nuestra percepción y contrario visible de todo lo que uno, joven inexperto, atragantado de teorías y conceptos, había acumulado como fórmulas infalibles para cambiar al mundo y llegar al cielo, el mismo que el cura buscaba por distinto camino y con otros instrumentos, aunque uno no lo admitiese.

Para acudir a aquel examen, que habíamos asumido como un interrogatorio policial, revisamos todas las teorías que circulaban por la escuela, incluyendo las del viejo cura mismo. Y a estas, con la ayuda de compañeros más experimentados, sometimos a crítica que, a uno, arrogante cabeza caliente, se nos antojaba rigurosa y hasta científica. Sólo era un examen de Teoría Económica, de primer año de la Carrera de Sociología, para unos muchachos que apenas rondaban por los veinte años. Pero a esa edad, en aquella Escuela Universitaria, donde uno creía se debatía por el destino de Venezuela, de América Latina y hasta del mundo, las cosas se tomaban muy en serio. Y estando de por medio aquel jesuita que no pedía ni daba cuartel cuando se trataba de aclararle las ideas a quienes éramos sus alumnos, mas no compartíamos su manera de pensar sobre lo cotidiano y la manera de componer las cosas mayores, el asunto era más grave.

Por todas estas cosas pues, uno se sentía como obligado a vencerle. Ya se sabía que aquel examen, para cada uno de nosotros, bien identificados frente al padre jesuita, sería mucho más que eso. Ya lo adivinábamos como un debate, donde el cura, después de cada respuesta que uno le diese, desataría toda su artillería verbal, experiencia y sabiduría que, por arrogancia juvenil y hasta malcriadez, nos empeñábamos en negar. Lo percibíamos como un enemigo obstinado en borrarnos nuestra verdad e imprimir la suya en la frente de todos los muchachos que, "por obligación y hasta desgracia", debían acudir a sus clases. Estábamos tensos, como el soldado que se apresta a entrar en el frente de guerra o el novel torero que en segundos debe estar en los terrenos de un toro bravo.
Y el cura era terrible. Defendía sus tesis, aún frente a nosotros, imberbes ciudadanos, con vehemencia y mal humor.

II

Pocos días atrás, en el auditorio de la Escuela de Economía, la iracundia del profesor, se puso de manifiesto. Porque él, era de aquellos tipos que, como decía la gente de mi pueblo, se calentaban hasta tomando agua. Era una noche temprana, cuando en aquel espacio, decenas de personas nos habíamos reunido para escuchar a P. S., un conferencista gringo, profesor de economía y director de una revista especializada muy de moda y del gusto nuestro.

El conferencista no hablaba nuestra lengua; apenas en determinadas circunstancias, introducía palabras castellanas muy mal pronunciadas y hasta expresiones incomprensibles. El traductor se las vio a vaporones; vacilaba en traducir y, a cada instante, corregía lo que antes había dicho. Y cundió la confusión. Tanto que el público presente en aquella sala, comenzó a sentirse incómodo o a percibir la angustia del intermediario entre él y el conferencista americano. Era un problema derivado no del conocimiento de la lengua inglesa del traductor, sino del uso obligado y abundante del conferencista de términos técnicos propios de la ciencia económica ajenos a la escuela del traductor.

Al traductor lo trajeron de la Escuela de Estudios Internacionales. Fue una decisión un tanto razonable, sensata; porque allí se aprendía inglés por asuntos del oficio. Pero, ¡a buena vaina la del cura!; por aquello de zapatero a tus zapatos, se levantó en el fondo de la sala, como si la silla lo hubiese impulsado con violencia e inesperadamente solicitó el papel de traductor. Lo hizo en el mismo tono autoritario, que no admite disculpas ni retardos, empleado con demasiada frecuencia con sus pacientes alumnos. Uno sabía que aquel viejo español y cura jesuita era conocedor de asuntos de la economía y política económica, pero no se lo imaginaba hablando inglés. Y nos pareció poco digno de confianza para traducir las palabras de alguien, del conferencista gringo, más cerca de las ideas nuestras que las de él. Y la solicitud suya, la respondimos un grupo de jóvenes con pitas y hasta improperios.

El resto de la audiencia, de mayor experiencia, se mantuvo callada. El cura volvió a hablar y se atrevió en su mismo tono regañón, a señalar las razones que al traductor tenían enredado. Y este, apoyó la exposición del sacerdote que en fin de cuentas se convirtió en traductor, en lengua castellana, de una exposición de un conferencista que sostenía cosas sobre las políticas económicas que en América Latina y Venezuela se aplicaban, pero en nada se avenían, por lo menos así lo entendía uno, con el pensamiento del profesor jesuita.

Al poco rato de estar traduciendo el viejo cura, la exposición se nos hizo comprensible y a tono con el pensamiento político económico que conocíamos del conferencista visitante.

Leer la revista M.R., en la que éste escribía y dirigía, era uno de nuestros pasatiempos favoritos. Y uno se quedaba como más convencido de las injusticias del mundo y de las políticas del sistema, cuando las leía en la escritura de un gringo. Era como que "a confesión de parte relevo de pruebas", como decían en la Escuela de Derecho. Y años más tarde, recordando aquellas cosas, uno advierte que hay mucho de cierto en aquello que dice "nadie es profeta en su tierra".

Descubrimos aquella noche que el iracundo cura se comportaba así en todas partes; no importaba quienes le rodeasen. Y hasta pudimos percibir que, parte del público, como que celebró con risas de simpatía la intervención del jesuita, pese el alterado tono de voz y la gestualización en apariencia odiosa. Y que el cura por lo menos entendía inglés y traducía de manera fluida, sin titubeos ni aparentes equivocaciones. Y otra cosa más importante, tradujo con exactitud lo que el conferencista dijo, según la evaluación que se hizo.

Aquel comportamiento, con sus distintos matices debió dejar huella en unos jóvenes no acostumbrados a cordializar con el "enemigo" y menos con alguien que gozaba de fama de intransigente y poco dado a aceptar opiniones que chocasen con las suyas. Es decir, tenía fama de ser como nosotros, pero en el otro bando; y quizás esto último era lo que más rechazábamos del viejo sacerdote.


III


Y por ser así, las cosas con el cura, aquella tarde calurosa de examen oral en la Escuela de Sociología, seguían aparentemente iguales. Por eso, cuando al fin le correspondió entrar al salón del interrogatorio, lo hizo con la actitud de quien entra al cuarto de tortura. Caminó lentamente por el salón, escrutó los espacios como buscando los puntos de salida y sin mirar en ningún momento con fijeza al profesor hasta llegar frente a él.

Afuera, comentábamos los avatares del examen y las cosas divertidas y hasta chocantes que cada uno de quienes ya habían acudido ante el cura, contaban entre malas palabras, protestas y hasta risas estentóreas que, a aquella hora del mediodía caluroso, en los predios de la antigua hacienda de los Ibarra, resultaba como un bálsamo o pócima para hacer más soportable la espera de los pocos que aún no habíamos sido llamados por el viejo profesor.

El reloj de la plaza del rectorado sonó dos veces. Y aquella señal, en aquel sábado, parecía sólo destinada a aumentar nuestra angustia en un espacio en gran medida desolado. Los estadios próximos, habitualmente pletóricos, escenarios para grandes actuaciones de atletas formidables que despertaban entusiasmo y la algarabía de voces y aplausos merecidos, estaban desiertos; y aquel silencio parecía aumentar el calor y el desespero.

Cuando el reloj sonó esta vez, eran las cuatro de la tarde y al extinguirse el sonido de la última campanada, se abrió la puerta y él salió con la frente muy en alto, fruncido el ceño, pero con inocultables aires de cansancio y casi agotamiento. No era para menos. Fue muy largo el examen, y extenuante el forcejear con el cura a quien ya uno imaginó particularmente acucioso, severo y hasta excesivamente mordaz.
- ¿Cómo saliste, hermano? La pregunta salió de todas las bocas al mismo tiempo como en coro convenientemente ensayado.


"Mal, hermanos", pronunció la breve frase con suma lentitud, como si algo le doliese. Sin embargo, sobreponiéndose, expresó con firmeza y hasta inocultable alegría, "pero le di en la madre".

"Todo el tiempo estuvo arrecho y vociferante; le ladré en la cueva; le di mis razones y le expuse mis verdades que son las nuestras".

"Lo obligué a defenderse y cada argumento suyo lo rebatí. Por eso estuvimos allí encerrados como dos horas".

Aquello pareció una brega en medio del redondel de una plaza de toros, entre el matador y un animal fiero y noble. El matador desplegaba con elegancia y firmeza su capote de lidia, rostro rígido, como de estatua hecha en piedra, sin miedo y sin sonrisas. Citaba con gritos quedos de ¡aja! Y movimientos discretos del capote. El toro, un ejemplar muy joven y fiero; enterraba las pezuñas lo más que le permitían sus fuerzas y se lanzaba al ataque; el diestro, con movimiento suave y elegante, se lo llevaba largo y lo hacía girar, tras el capote de lidia.

Pero el animal era fiero, brioso e indomable. Detenía su carrera con brusquedad, abría los ojos y buscaba al rival y de nuevo embestía. Y esa fuerza y pureza del animal de lidia, hizo más de una vez trastabillar al matador. Ya en el tercer tercio, el de la muerte, no por exigencias de un público ausente o por el rigor de los cánones de la fiesta, la muleta estaba en pose vertical, insegura y vacilante en manos del maestro. El bravo animal, sudoroso, bamboleaba y daba muestras de haber perdido el vigor necesario para la embestida.

Los dos estaban encerrados en la plaza, sin testigos, sin gritos de olé, música, pañuelos ni palmadas. Con tendidos vacíos, sin sol ni sombra.
Y la corrida fue así de monótona; un maestro con mando en el capote y gracia al moverse en el redondel y un toro de casta y fuerza no dispuesto al cansancio. Y se hastiaron los dos del ir y venir, de los revoloteos de la capa y de mirarse a los ojos. El maestro desplegó toda su sabiduría, gracia y salero; el noble ejemplar de casta y fuerza tantas que, sin dudarlo, los jueces le hubiesen otorgado la gracia del perdón.
Nos dijo, como tantos otros que antes que él, habían asistido ante el cura, "el carajo me raspó".

"Nada de lo que expuse le pareció bueno. Puso empeño en demostrarme que mis opiniones no tenían fundamento".

"El cura nunca, ni un instante, ninguna de las respuestas dadas por mí, aceptó como buenas. Nada le pareció bien, ni sensato". "Bachiller, usted está errado y cuando fue más condescendiente, me llamó equivocado e intoxicado por ideas que, según él, empelotadas estaban en mi cerebro y chocaban unas con otras, provocándome una gran confusión".

"Y a todas estas, hablaba como si no fuese para mí sólo, encerrado con él en aquel pequeño espacio del salón, sino a una multitud que parecía estar en el infinito. Sus palabras eran como pedruscos, lanzados con demasiada fuerza, uno tras otro. Y ellas me obligaban a guarecerme en mis propias convicciones y ripostar con energía".

"Me siguió por todos los rincones, me llevó siempre a las cuerdas y allí, mis golpes débiles, respondía con seguidillas de combinaciones sólidas y abundantes.
Pero no me rindió y tampoco me sentí derrotado. Al contrario, nunca bajé la guardia y aún debilitado, pude responder y mantener a distancia y hasta más de una vez, llegué a sacarlo de sus casillas".

"Gritó, pateó con excesiva violencia e hizo esfuerzos para rebatir algunos de mis argumentos. Más de una vez se me vino encima agitando el dedo índice frente a su cara, mientras lanzaba sobre mí sus argumentos y yo retrocedía hacía algún punto del salón y me escapaba hacia los lados".

"Al final, el viejo profesor daba muestras de cansancio y hasta agotamiento. Por supuesto, pese a mi juventud y buenas condiciones físicas, aquel ataque implacable de un adversario superior, casi acaba con mis fuerzas, pero aún así tuve aliento para llegar de pie al final. Nunca dejé de responder a sus ataques y pude mantenerle a distancia".

"El cura no pudo vencerme; mis fuerzas siguieron intactas. Aunque me raspe, ponga la nota que a él le venga en gana, no me convenció; al contrario, salí de allí más fortalecido. Allá quedó exhausto y con la sensación de haber sido incompetente para someter a un muchacho".


IV

Seis campanadas fueron dadas por el esbelto reloj de la plaza del rectorado. La sexta abrió la puerta de la sala de examen y por ella emergió el último de la lista. Había terminado aquella jornada agotadora. Hicimos la pregunta de ritual, en un coro que ya sonaba afinado y coherente y la respuesta fue la misma, dada con cara de rabia, pero con aires triunfales.

Ya el sol comenzaba a ocultarse y el calor se iba retirando, empujado por los vientos frescos que se descolgaban del Ávila. Allá arriba, las nubes comenzaban a aposentarse en la cresta del cerro caraqueño.

Poco tiempo después, la puerta del salón volvió a abrirse y el cura, ya calmado y sereno, vino hacia nosotros lista en mano. Saludó cordialmente y hasta intentó sonreír.
"Bueno muchachos", dijo el cura con lentitud, "ahora voy a leer las notas".

De inmediato, sin más preámbulos, procedió a cumplir su ofrecimiento. A medida que mencionaba a alguien y la nota que había alcanzado en la escala de uno al veinte, este se retiraba y no por falta de curiosidad, por desinterés en enterarse lo que los otros habían sacado, sino por cansancio, aburrimiento y hasta el deseo de aún sacarle provecho aquel sábado que debió ser libre.

Cuando llegó su turno, se acercó lo más que pudo al cura. Pese a que éste hablaba, como le era habitual, casi a gritos, quiso estar allí cerca, para que no le quedasen dudas. No tenía intención de dirigirle la palabra al profesor en ese momento bajo ninguna circunstancia.

El viejo profesor le mencionó con nombres y apellidos. Lo hizo con lentitud, como para llamarle especialmente la atención. Levantó la cara y buscó el rostro del muchacho; cuando de frente se miraron, pronunció el padre jesuita, con parsimonia y, uno pudo como percibir, con satisfacción, la cifra diecinueve.

El muchacho, por momentos se quedó petrificado y mirando hacia el cura con la boca abierta; luego, en cosa de segundos, cambió a un manifiesto estado de confusión. El cura volvió a mirar al grupo y continuó leyendo su evaluación hasta mencionar al último en la lista.

Al final, quedó solo frente al cura. Los demás se estaban retirando y cuando éstos se perdían en la próxima curva de una de las caminatas que serpentean entre árboles y arbustos, no sin temor y todavía sorprendido, titubeando, se dirigió al profesor:
- "Padre… ¿puede usted explicarme el porqué de esa nota?"

Habíase formado bajo la idea que todo debía ser cristalino. No le satisfacía aquella nota, si el cura, hasta su última respuesta y razonamiento, le había dicho: "eso no es así, bachiller, se equivoca usted en todo cuanto dice, las razones son otras".
Y hasta llegó a recriminarse preguntándose: "¿qué habré dicho? ¿En qué concilié con el cura para que esa nota me ponga?"

"No es bueno que a uno la canalla le aplauda", se dijo así mismo, como el viejo socialista alemán.

Hubiera preferido que el cura le raspase. Le parecía lo más natural. Pues es así; que lo que el cura diga es malo para uno y viceversa. Y hasta era normal y motivo de orgullo, que a uno lo raspase. Y los amigos y camaradas lo verían como a quien conquista una medalla.

"Pero esto es en verdad comprometedor. ¿Qué se trae el cura entre manos? ¿Acaso sembrar dudas entre los camaradas acerca de mi fidelidad y apego a las ideas, mi aspiración de hacer milagros buenos y a la gente toda solidaria y generosa?

Sólo frente al cura, ya perdidos los camaradas en el camino serpenteante y arbolado hacia la plaza del rectorado, se propuso exigirle explicación por aquella situación con las cartas mirando al cielo.


V

El viejo sacerdote, como de costumbre, se levantó sobre la punta de los pies, a modo de disimular su estatura, balanceó el cuerpo con los brazos a la espalda y miró al muchacho de frente durante breve tiempo.

"Por supuesto, hijo. Puedo explicarte bien el porqué de esa nota."
Habló con lentitud, sin detener el doble movimiento de levantarse sobre la punta de los pies y balanceo del cuerpo. Se le veía seguro y esta vez muy calmado.
¿No te parece suficiente la nota que te puse, o mejor la que sacaste?

Bien sabía el jesuita las razones que impulsaban al muchacho a aquel reclamo. Tantos años en la docencia, lidiando con jóvenes de distinta naturaleza, le habían dotado de instintos para conocer bien a cada uno de ellos, sobre todo a los como éste, estudioso, inquieto, irreverente, moralista y dotado para levantar la adarga del Quijote. No era esta la primera vez que confrontaba esta situación. Conocía bien la inquietud del joven y los motivos que lo impulsaban a solicitarle una explicación en tono respetuoso pero agreste. Por esas cosas, optó por actuar como si no entendiese el sentido del reclamo.

"¿No padre, no es eso? Al contrario, quiero que me explique el porqué de esa nota tan alta, si nada de lo que dije a usted le pareció bien".
Habló esta vez en un tono más condescendiente y como tratando de mostrarle al cura que, en ese instante, no lo animaba ningún sentimiento de animadversión o antipatía.

"Reitero aquí y ahora" –volvió a hablar el profesor de economía con parsimonia y de manera afectuosa- "lo que le expresé allá dentro, cada vez que emitió juicios e hizo definiciones. Con casi nada de lo que expresó estuve ni estoy de acuerdo. Y viéndolo de esa manera, comparto su conclusión; es decir poco, muy poco, me pareció bien".

"¿Y entonces, profesor de dónde salió esa nota? ¿Cuál es su intención?"

"Mi intención, querido muchacho, es sólo la de un maestro".
Esta vez el cura habló con un tono afectuoso. Y al muchacho, aquello de "querido", le sonó demasiado extraño. No esperaba nunca que el cura tuviese para jóvenes como él ese tipo de debilidades. Esta vez percibió, detrás del rostro que se le antojaba bastante conocido, una humanidad diferente y hasta un deseo de comunicarse hasta el todo, pero sin decir muchas cosas.

"Mi intención" - retomó la palabra después de un breve silencio y levantarse sobre la punta de los pies y balancear el cuerpo- "es respetar tus derechos y el derecho de todos. Tu verdad es digna de tanto respeto como la mía y la de las demás personas. No hay una verdad. Hay muchas verdades".

"Tu dijiste las tuyas, con coherencia y evidentes muestras de conocer de lo que hablabas. Es decir, además de decir tus verdades, pudiste defenderlas y eso, fundamentalmente eso, fue lo que evalué.

"Si me lo permites" – habló el viejo sacerdote como nunca antes su interlocutor lo había escuchado ­­­­– "te pondré otro ejemplo. Muchos de tus amigos, copartidarios tuyos o no; compañeros de ideología o no, como bien te enteraste cuando leí las notas, están "raspaos" o sacaron muy baja calificación".
"Y fue así, querido alumno, porque en el mejor de los casos hablé con loros. Hasta las cosas mías me las recitaron, en el tono chillón de ave parlanchina".
"Cuando les repreguntaba o exigía explicaciones, no daban por el arranque".
"Por eso, estamos aquí y bien sé que no perdemos el tiempo".

La neblina, que habitualmente en esa época del año y a la hora que marcaba el fiel reloj, bajaba del Ávila, ya era densa y la vestimenta ligera de ambos - el cura no llevaba sotana - les obligó a despedirse; lo hicieron con un fuerte abrazo.

 



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

 damas.eligio@gmail.com      @elidamas

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