(Relatos del Centenario Kafka)

Hexadistopía

Cuando volvió en sí, no sabía quién era. Los corpulentos hombres, vestidos con llamativo uniforme, casco termoplástico y botas negras con amarillo, se limpiaban la sangre de sus puños. Cuando terminaron, le dijeron: «¡Quedas en tu casa, cuida la puerta!». El malogrado los reconoció. Todas las tardes hacían lo mismo, después de interrogarlo se encaminaban hasta el gim para realizar los ejercicios "coaching smoking", una terapia contra el vicio de fumar.

Sabía que mientras estuvieran afuera, la puerta estaría despejada y sin más vigilancia que la que el mismo resolviera hacer. Podía huir, claro que sí, los hombres regresarían más o menos en una hora, tiempo suficiente. «Si me cuesta levantarme de la cama, con más razón desplazarme por paredes y resumideros para ganar la calle y lograr la libertad», se decía para sus adentros. Sin embargo, temía la idea de violar los usos de urbanidad y buenos modales que brindaba invariable a los fortachones. «Siendo esta mi casa, como dicen, fugarme sería una grosera inobservancia a mis deberes de hospitalidad con ellos. Esos establecidos en los numerales 1 y 2 del artículo XI del Capítulo III en concordancia con el 37 del articulo IX de la sección segunda del Capítulo V del Manual de Carreño», seguía con su pesimista monologo, cavilando hermenéuticas fórmulas para justificar su inercia y entrega.

Lo que más le mortificaba: no saber los cargos que pesaban en su contra y por los cuales era, no un detenido, sino, como se lo explicaron los fortachos, un retenido, de acuerdo a la definición que a este concepto da el Gran diccionario del buen ciudadano. «¿Qué me condujo a este sótano de ordenadores canibalizados y desparramadas hojas de leyes que igual soportan un acta policial como una lista de compras, con frecuencia en la misma página? La respuesta estaba en su diario, el que empezó a escribir como en los mediados de los 80, justo en su primera semana en el ministerio. ¿O fue cuando trabajaba en el banco? De lo que no hay duda es que el diario es su salvación, su prueba de inocencia, el santo grial con que evitaría perder el juicio, es decir, la memoria… o más bien ambos.

Aunque difícil la situación, la contrariedad ius-burocrática era remediable: solicitar al juez una autorización para leer su diario. Eso era el tipo de cosas que hace el viejo Huld, su abogado penalista. Cuantas veces lo vio, entre las pausas de los retozos con su secretaria, hacer esas clases de extensas peticiones al juez que, si bien no las leía, igual las declaraba siempre Con lugar. Hasta aquí todo bien. Pero si no recordaba a Huld, a la secretaria ni el lugar ni el nombre de su oficina, ¿cómo saber en qué dirección buscar el diario? ¿cómo entonces suministrar al tribunal los datos para la ubicación de su trabajo donde, de esto no tenía dudas, se encontraba su íntimo manuscrito?

«Sabemos lo que estás pensando, cucaracha, escarabajo o como sea que te llame el cine o los traductores», le dijo el hombre más alto desde la puerta cuando regresaba con su compinche. Siguieron hasta la pared de la ventana, donde removieron… ¡la ventana!, que resultó… estar colgada a la pared. En su lugar apareció una telepantalla. «Observa, insecto, donde está tu librito». El pobre quedó infartado apenas vio las primeras imágenes: el mismo par de fornidos gatillando las mangueras de fuego contra la Biblioteca General de la Universidad de Oriente. 120 mil ejemplares reducidos a cenizas.

***

Distópica se nos revela la situación de las bibliotecas de las universidades autónomas cuando levantamos el velo con que lo común y cotidiano cubren cómplices la suprema irresponsabilidad. Mientras tanto, el robo, los hongos y las polillas devoran la memoria.



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Servio Antulio Zambrano


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