Tortura, mal y sed de venganza

"la tortura, analizada con detenimiento, es uno de los actos más perversos que puede realizar el ser humano"

Javier Sádaba

 

I. Tortura y Derechos Humanos

El derecho contra la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes está protegido en distintos tratados internacionales de derechos humanos en el marco de las Naciones Unidas y en los sistemas regionales (Asociación para la Prevención de la Tortura y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional, 2008), sin embargo, el principal tratado en el ámbito internacional es la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos y Degradantes de 1987.

En la Convención se define tortura en el artículo 1 como:

"Todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos"

Los tratados e instrumentos internacionales de Derechos humanos, en relación con la tortura, reiteran su absoluta prohibición. Esta proscripción, no puede debilitar ninguna consideración de circunstancias particulares ni normas de prescripción; la tortura no admite como defensa la obediencia jerárquica. Tampoco existe ninguna justificación, excusa ni impunidad para quienes cometen actos de tortura u ordenan su comisión. Los sujetos activos de este delito, siempre han de responder de sus actos, con independencia de quiénes sean, de dónde estén y del tiempo que haya transcurrido desde que perpetraron sus crímenes, quienes cometen estos hechos delictivos siempre serán incriminados.

Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos con relación a la Tortura

• Declaración Universal de los Derechos Humanos.

• Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

• La Convención Americana de los Derechos Humanos.

• Convención Europea de Salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales.

• Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos.

• Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros

Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes.

• Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.

• Convención Interamericana para Prevenir y Sancionarla Tortura.

• Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura y de Penas o Tratos Inhumanos o Degradantes.

• Movimiento de la Cruz Roja y Media Luna Roja Internacional.

• Protocolo de Estambul.

• Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura.

II. Emmanuel Kant y la tortura

Quizá no haya un mal mayor que la tortura. Si el tormento es intenso y se mantiene durante muchos días es lo peor que le puede ocurrir a un humano. Si existe la felicidad, la tortura sería la absoluta infelicidad, aunque al decir esto contradiga a Séneca y a los estoicos, pero Aristóteles estaría de mi lado. Cuando el tormento es intenso, es mil veces peor que la muerte. La tortura es uno de los mayores fracasos de la humanidad, y es lamentable que estados democráticos autoricen prácticas de presión física y psíquica a los sospechosos de terrorismo.

El escritor judío nacido en Viena Jean Améry pasó por la tortura y después por el Lager de Auschwitz. En 1943, Praust, un verdugo de las SS llamado teniente por los otros torturadores, buscaba información y le suspendió de una cadena a un metro del suelo con las manos esposadas tras la espalda hasta que las articulaciones de los hombros crujieron mientras era golpeado con un vergajo como si fuera un saco de arena. Améry sobrevivió al Lager como Primo Levi y en 1966 escribió: "Quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar. La ignominia de la destrucción no se puede cancelar".

En 2006 el filósofo moral y médico Diego Gracia publicó en la revista Jano, de gran difusión entre los profesionales de la medicina, un escrito intitulado "¿Qué son intrínsecamente malos, los actos o las intenciones?". Es un trabajo en el que el autor se opone a las éticas naturalistas y en el que hay una referencia expresa a la tortura. Se dice en este estudio: "El carácter bueno o malo dependerá siempre del móvil de la voluntad, lo que Kant llama el principio subjetivo de la acción, es decir, la intención. Acciones buenas son aquellas que se realizan con una intención buena".

Pero concluir que una acción es buena si es buena la intención, aunque la intención esté de acuerdo con una ley moral que no toma en consideración las consecuencias de la acción, resulta cuestionable, puesto que podrían quedar moralmente legitimados el tormento y la muerte infringidos a culpables, pero también a inocentes. Estas afirmaciones ofrecen justificación moral a todo tipo de desmanes cuando se quiere salvar al ejecutor de un mal. Fueron malos los actos cometidos por la Inquisición, por el nazi-fascismo o el comunismo al aplicar la tortura v la pena de muerte aunque Gracia pudiera afirmar que los ejecutores podrían haber realizado acciones buenas si buena fue la intención, recuérdese al respecto lo escrito por este autor siguiendo a Kant: "acciones buenas son aquellas que se realizan con una intención buena"

III. Tres tipos de mal

El mal no es tan solo privación del bien. El mal existe y tiene una forma de ser y de actuar que le es propia. Consiste en considerar a la persona como un ser superfluo y pensar que todo vale para conseguir los propios fines. Desgraciadamente el mal nos seduce más que el bien, pero, mientras que aquel nos lleva a la desesperación, este llena nuestros corazones de esperanza. El mal nunca tiene tanta densidad como el bien. Las dos nociones parecen iguales y reciprocas, pero el mal depende del bien en mayor medida que el bien del mal. A la larga el bien siempre vence al mal. Los maniqueos suelen tender a considerar el bien como algo propio, y en cambio proyectan el mal sobre aquellos a los que ven como ajenos a su grupo. El odio es un mal que tiende a manifestarse activamente, y cuando el hombre actúa empujado por el odio, es capaz de cometer las mayores atrocidades.

El estudio de la moral religiosa y de la ética filosófica conduce a la necesidad de subrayar hoy expresamente, y entre otras muchas, tres formas en que el mal se presenta desde el comportamiento humano, social y cultural. Tres formas que hay que tener muy en cuenta precisamente dentro del marco de los cambios actuales que afectan a la humanidad entera. Tal vez nunca como ahora se había podido hablar tan enfáticamente de estos tres modos de mal, presentes en el seno de nuestra sociedad a causa de las novedades de nuestro tiempo:

Tal vez el mayor problema del mal en nuestro tiempo no consiste tanto en que exista el mal, sino en que se le disimule, deforme, camufle y encubra con expresiones que desnaturalizan su realidad y aminoren sus efectos. El concepto de "mal banal" se encuentra situado en el primer puesto de esta consideración moral. Se entiende por mal banal el hecho según el cual en el mundo existe y se experimenta la presencia del mal con toda su fuerza y, sin embargo, nadie se siente ni culpable de él ni su directo productor. Así, el llamado mal banal se percibe como un mal difuso, etéreo, nebuloso, es decir, no puede ser conectado con agente directo alguno. Nadie pone en duda que el mal rodea el ambiente de la cotidianeidad. Y, sin embargo, la mayor dificultad que este hecho proporciona está en que no puede ser curado ni desarraigado, porque no está representado por sujetos agentes concretos. El mal es palpable. Sus autores son ignotos. En ellos "tanto la culpa como la responsabilidad se desvanecen". Se ve que el "pecado y el mal sin autor" existen. En el ámbito moral de la sociedad actual parece que la responsabilidad está "maltrecha", no es fruto de "convicción seria". Víctimas de la sociedad o de la psicopatía, tanto el delincuente como el criminal se encuentran "libres de culpa". En definitiva, el mal banal o la ausencia de culpa tendría como raíz propia un "vacío moral" incrustado en el seno de la sociedad que consecuentemente daría paso a un estado de "indiferencia cínica" y de permisividad, en cuya situación "nadie se sentiría culpable".

El "mal radical" acompaña estrepitosamente al mal banal desde una dimensión de extrema dureza, nunca reconciliable con el sentido de verdadera humanidad. Puede decirse que se trata de un mal supremo, justamente por su asunción y práctica plenas y repugnantes de la radicalidad. Esta forma de mal consiste en lograr que el hombre o la mujer se conviertan en "superfluos", es decir, que ni el uno ni la otra cuenten ya para nadie, que no tengan derecho a tener derechos, puesto que con esta forma de mal la persona queda totalmente anulada como tal. Este mal es tan tremendamente radical que, al convertirse uno en superfluo y al no contar ya para nadie, llega para él el momento en que se le puede ofender en lo más profundo de su íntima dignidad. En esta situación el hombre o la mujer han dejado prácticamente de ser personas. Tanto es así que ya no hay inconvenientes en que sean excluidas del resto de los humanos por ser "no hombres o no mujeres" y/o, lo que es innombrable, llevadas definitivamente al exterminio. Richard. J. Bernstein, comentando el "mal radical", al que se refería Hannah Arendt en sus obras sobre el holocausto nazi, hace hincapié en que no sólo el hombre en singular había sido tomado como ente superfluo, sino que este mal era de signo multitudinario: "Multitudes enteras se vuelven superfluas".

Más allá del mal banal o difuso, desconocido y rechazado como si fuera una mala sombra, y del mal radical, que tiende a eliminar cruelmente a la persona como tal, existe también el "mal metafísico". Éste es un mal melancólico, cuya acción reflexiva recae inexorablemente sobre uno mismo de forma "aterradora". Se trata del sentimiento de "caducidad" con que se presenta el término final de la existencia personal y de fugacidad de los actos de cada día, tanto como de las cosas que a uno le rodean, por mucho que ellas inviten a la dicha y al bienestar buscados. Esta clase de mal incluye una importante visión de límites por todas partes. Todo es efímero. Todo acaba pronto. El hombre y la mujer, atacados del mal metafísico, hasta pueden tomarlo y desearlo como la mejor salida de este mundo, precisamente por entenderlo positivamente caduco, no perdurable y como si ello reportara el mayor de los bienes. "La idea de continuar por siempre me parece manifiestamente aterradora", confesó Karl Popper a su interlocutor John Ecless. La vivencia melancólica del mal metafísico o de la caducidad efímera de todo y de todos comporta siempre un sentimiento "agridulce": vivir, amar, trabajar, contemplar y alegrarse por tantas cosas maravillosas, para terminar en la nada. Es el mal que produce la falta de sentido de la vida, la desesperación y el cansancio de vivir. Una forma de mal pasivo, sin capacidad subjetiva de encontrar una salida productiva ni desde dentro ni desde afuera.

IV. La venganza

El mal, ante todo, hace daño. Ya me afecte el sufrimiento físicamente o moralmente, el sufrimiento se impone con dolor, como un dolor. El mal se experimenta absolutamente como el único hecho indiscutible, más acá de toda ilusión, dispensado de prueba y de argumento. El mal que me hace daño no engaña jamás. Este dolor, tal como yo lo padezco, implica también que yo reaccione al respecto para liberarme de él; así incluso mi lucha contra el sufrimiento proviene, como una pasión, del mal que yo experimento en el momento mismo en que intento liberarme de su aguijón, el sufrimiento. Pues si el primer efecto del mal es el sufrimiento, el segundo es exigir que cese el sufrimiento a cualquier precio e inmediatamente. ¿Cómo? Suprimiendo su causa. Para eso hay que encontrar una causa. O, con más exactitud, lo más urgente no consiste en encontrar esta causa, sino en suprimirla. Para exigir suprimirla no es en principio necesario identificar la causa del sufrimiento. El conocimiento cierto, adecuado y supuestamente científico de la causa no aparece con frecuencia ni como posible ni siquiera como deseable, en tanto que la urgencia pide una identificación sin demora de un interlocutor cualquiera. Ignoro la verdad de la causa, pero ¡qué importa en tanto conozco ciertamente que peno y que puedo cargar con mi pena a cualquier otro! Esta causa, aun cuando no pueda identificarla para aniquilarla, puedo ya defenderla como mía. Impugnando la causa, tal vez desconocida, de mi sufrimiento, defiendo, espontánea e inmediatamente, mi propia causa. Pues el mal, que no me aparece sino agrediéndome, sólo busca una respuesta: mi propia agresión que pretende suprimirle de rechazo. Suprimir la causa del mal significa de entrada defender mi causa contra él. A todo mal responde al menos el deseo de una venganza. La lógica del mal despliega así su primera necesidad suscitando en mí, que sufro, el deseo de otro mal: destruir la causa del mal que me destruye, dar al mal su mal, y agredir la agresión; brevemente, defender mi propia causa a cualquier precio, incluso antes de que la causa de mi mal sea conocida.



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Luis Antonio Azócar Bates

Matemático y filósofo

 medida713@gmail.com

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