Y continúa las peripecias de El Helicoide de la Roca Tarpeya (V)

Es la modernidad una condición truculenta, especialmente en un país como Venezuela, con un boom petrolero que irrumpió en medio de una economía semi-feudal. Ponerse al corriente de las tendencias mundiales no es igual a progresar o independizarse como nación, y sin embargo, en Venezuela, ponerse al día significó convertirse, si no en igual, al menos en un jugador comparable a su complicado vecino del norte, los Estados Unidos. Se trató entonces de emular el modelo de América del Norte, entendido como modelo del futuro, de un progreso basado en los paradigmas de la inversión capital y la eficiencia mecánica. Ponerse al día significó, en forma típicamente venezolana, ganarle a los gringos en su propio juego, por ejemplo: Construyendo un centro comercial que los dejara boquiabiertos.

Y así sucedió, en el catálogo para la exposición Roads de 1961 en el MoMA, Bernard Rudofsky y Arthur Drexler comentaban admirados que El Helicoide era "un emprendimiento osado realizado en Latinoamerica y no en los Estados Unidos, donde tanto las autopistas como los centros comerciales han contado entre nuestros esfuerzos más ambiciosos". Esto era tan cierto que Nelson Rockefeller intentó comprar El Helicoide, pero no pudo superar el complejo litigio legal que paralizó a la construcción. El Helicoide fue una hazaña de la imaginación y la tecnología en un contexto donde estas cosas son secundarias, donde la continuidad no existe y el mantenimiento es considerado una pérdida de tiempo. Un contexto en el cual las motivaciones son presa de políticas de apropiación que subordinan al país a sus líderes en una perversa filiación.

El Helicoide representa lo contrario de aquello para lo cual fue construido. En lugar de un dinámico centro de intercambio comercial que pudo haber revitalizado la zona y sus alrededores, el edificio creció melancólicamente hacia adentro, condenado, como un pensamiento obsesivo, a repetirse una y otra vez. En lugar de resultar expansivo, se convirtió en una fortaleza amenazadora de "la ley y el orden" en un país que los ignora sistemáticamente. La torre que pudo haberse vuelto un símbolo del empuje progresista de la modernidad se convirtió en un emblema de sus fracasos, del precio que se paga por desear cambiar todo a cualquier costo, por imponer una visión unilateral, por soñar por los demás lo que quizá ellos no deseen soñar para nada. Muchos piensan que, en su condición de ruina, El Helicoide ofrece el retrato distópico más apropiado de Caracas. Durante los últimos treinta años, El Helicoide ha actuado como un sol negro, irradiando control estatal, detenciones y violencia. Para algunos, este destino es mejor que el abandono total, pero está muy lejos de sus grandiosas aspiraciones iniciales. Y más lejos aún de la sagrada geometría que subyace las pirámides y los templos, la danza espiral al origen de toda vida presente en estas estructuras. Tallado literalmente en la piedra, El Helicoide durará cientos de años, al igual que aquellas construcciones ancestrales, sobreviviendo incluso a explosiones nucleares. Permanecerá como ícono de un futuro que nunca llegó al presente.



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José M. Ameliach N.


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