Cómo hacer valer el potencial de compra del consumidor más allá de su renta salarial

La relación Oferta-Demanda es asimétrica; alberga una incongruencia cuantitativa: sólo a veces el valor de una mercancía queda marcado por su precio[1]. La competencia es el único método para abaratar precios de mercado, según los menores costes de producción alcanzados en las fábricas.

En régimen burgués, las transacciones de compraventa se hacen con dinero: el comprador cambia valor de cambio por valores de uso, y el vendedor intercambia valores de cambio[2] entre sí. El primero intercambia diferentes valores de uso, mientras el segundo transaccionista cambia una cantidad de valor por otra mayor.

El comprador usa la mercancía para satisfacer determinadas necesidades familiares o productivas, pero el comerciante usa la mercancía que compra para su reventa, y por esa intermediación exige una ganancia. Infiérase que la actividad comercial es estéril por naturaleza propia, pero esta esterilidad no la excluye de coparticipar en la plusvalía.

En condiciones normales, es decir, si el valor de uso es el deseado, el comprador no sufre ganancias ni pérdidas, mientras el vendedor obtiene una ganancia. Por esta razón la relación oferta-demanda es leonina per se o asimétrica en sí misma.

Esta ganancia jamás la cuestiona el comprador y termina aceptándola como normal-excepto la especulativa-con lo cual consolida la explotación sufrida en el centro de trabajo donde obtenga la renta que le permite ir al mercado. La explotación reinante en el sistema capitalista queda oculta a los ojos y pensamiento del trabajador.

Sin embrago, sobre esa realidad, los consumidores tienen un gran poder latente consistente en poder negociar su voluntad de convertirse en cliente de tal o cual comerciante, de inclinar sus preferencias por la mercancía A o por la B. Para ello debería estar organizado en sus comunas mientras el comerciante actual termina de extinguirse.

 

Hasta ahora, el consumidor se ha acostumbrado a ir seleccionado por ensayo y error al comerciante menos especulador y la marca del fabricante que a este provea. No hay estímulo alguno para aprovechar ese poder, salvo la proximidad espacial o el buen crédito moral de estos proveedores y comerciantes en cuanto a la calidad del valor de uso demandado.

La ventaja del comerciante es que él no ofrece mercancías como valores de uso sino como valores de cambio (dinero), razón por la cual puede mantenerlas en sus inventarios o bóvedas comerciales todo el tiempo que le tome al potencial cliente. La desventaja del consumidor es que la mayor parte de su bolsa de mercado son bienes básicos de consumo perentorio, diario y familiar.

 


 

 

[1] Cuando el precio de mercado resulta mayor al valor de una mercancía (coste más plusvalía) se abre la oportunidad de competir y el precio de mercado termina ajustado al valor. Mientras no haya competencia los precios se apartan anárquicamente del valor, del costo de producción con inclusión n este de la plusvalía. Los precios elevados revelan pobreza de productividad, como lo revela el caso de acaparamientos que fuerza escasez. Sólo compiten las empresas con suficiente productividad permisiva de bajos costes de operación.

 

[2] El valor de uso del dinero es servir como valor de cambio, luego, el dinero es valor de cambio a secas.



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Manuel C. Martínez


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