El Haití que conocí

HAITÍ ORGULLO DEL CARIBE HISTÓRICO
Credito: Archivo

 


Haití. — Puerto Príncipe me recibió apacible y se me reveló una ciudad sin respuestas. Era el encuentro con la capital haitiana, epicentro del devastador terremoto del 12 de enero del 2010, aquel día funesto e imborrable en que la tierra se abrió bajo los pies de los haitianos.

Había encontrado un pueblo que vende más de lo que tiene y viste trajes de un mundo moderno que ignora su existencia.

Venía despojado de todo, iba como quien espera descubrir, pero no muy sujeto al asombro del hallazgo. Portaba como cómplice a la lectura y el estudio previo que me parecían suficientes, y a pesar de conocer de la frialdad de esa imagen que revela en la distancia una realidad minimizada al dolor y la desventura, de algún modo ignoraba la riqueza inigualable de mirar con ojos propios.

Una amiga común entre Haití y yo se despedía con la certeza de que este no se acaba nunca, mientras asumía el compromiso de mantener con vida sus palabras.

Debía volver a recorrer sembrados, lomas y ríos, a andar caminos ya andados, a sentir la espera de los pescadores en el pueblo más lejano y la sensación angustiosa de no saber qué hacer para satisfacer el apetito.

El Haití de hoy, con dimensiones de tragedia, es fruto del racismo de la civilización occidental. Una nación hija de muchas promesas y pocas certezas. Un país ocupado bajo un eslogan extranjero. Una realidad que le debe muy poco a lo casual.

La República creada por esclavos africanos, la tierra llena de contrastes y episodios novelescos, la misma sobre la cual parece cernirse una maldición, aún aguarda porque muchos conozcan sus entrañas.

Gente con voluntad individual, con la capacidad de forjar y crear su propia realidad, un pueblo dispuesto a borrar aquello de que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene una tendencia inherente a la vida salvaje y una invalidez física de civilización.

Herederos de una historia que convirtió a Haití en la perla del Caribe, en la colonia más rica de Francia y en la primera nación de América que conquistó su independencia.

Hombres y mujeres que cargan con el único delito de la dignidad y con las cadenas de una esclavitud tan férrea, que de perdurar, sería capaz de convertirlos en muertos vivientes.

Haití es también un país que se mueve, donde un pueblo lucha por vivir y reconstruir su presente, donde la gente llora, baila y ríe, mientras confiesa su amor por la tierra que les dio vida.

Una nación con identidad, con retos, con singularidades, con rastros perdidos, donde todo se mezcla, donde el arte es un don común y el canto un imperativo.

En ese Haití magnificado, en la tierra de "apetitos" que definió Martí, donde aún habitan hombres que rompen la piedra con las manos para obtener la gravilla, conocí del carácter revelador de una historia y la necesidad de ser contada.

Mientras un pueblo se convertía en protagonista anónimo de capítulos inmortales, otro muy cercano le devolvía la vida a muchos. Cuando pisé tierra haitiana los médicos cubanos ya abrazaban amaneceres solidarios y habían abandonado sus nombres en un ir y venir sin individualidades. Tejían historias que empezaron allí, donde nace un niño y una madre dice gracias.

No fue posible escribir estas líneas de un golpe, creo que las empecé a esbozar desde el primer día.

Ha sido un periodo que habla del aspecto visible de la vida, de encontrar el sur del ser humano, de conocer el rostro más triste y colorido de una nación.

Días que terminaron como empezaron, a golpe de desafiar el misterio de lo cotidiano. Donde una realidad que de pronto se revela sin respuestas, luego —al formar parte de ella— se convierte en una respuesta en sí misma.

En Haití descubrí seres que hoy son queridos, mientras perdí físicamente a otros, que me acompañarán por siempre; supe de vidas que cambian bajo el dinamismo propio que las envuelve y comprendí cómo se es más humano, en cuanto más grandes son nuestros defectos.

 



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