Crimen y castigo

Quienes vimos caer a tantos compañeros heridos o muertos en nuestros tiempos estudiantiles, estamos impactados y conmovidos por el asesinato de los alumnos de la Universidad Santa María. En este caso, se agrega el hecho de que los muchachos no estaban en una manifestación ni protestaban contra nada como ocurría en el pasado, lo que no le quita a aquellas muertes su impronta de crímenes. Los jóvenes de la USM le daban la cola a una de sus compañeras, de modo que se les disparó en una acción nefasta de matar por matar.

A diferencia del pasado, los culpables fueron de inmediato detenidos y puestos a la orden de la justicia. Los cuerpos policiales involucrados en el crimen están intervenidos y algunos de sus jerarcas destituidos. En este caso, no aparece el jefe del Estado al lado de los indiciados tratando de tapar el asesinato, como sucedió con Jaime Lusinchi cuando dio una rueda de prensa acompañado del general que dirigió la masacre de El Amparo contra un grupo de pescadores.

Sin embargo, a pesar de la acción rápida de la justicia, le queda a uno un amargo sabor en la boca. Algo falta en todo esto.

Falta, en primer lugar, la vida de los estudiantes que nada la recuperará.

El castigo de los culpables, que debe ser ejemplarizante, no llena el extraño vacío que nos invade. Falta también la confianza perdida en los cuerpos de seguridad encargados de velar por la vida de los ciudadanos. La muerte de los jóvenes impacta y conmueve, pero también atemoriza. En cualquier alcabala, el muerto puedes ser tú o algún familiar tuyo. Esta realidad es terrible.

Hace años escribí un libro titulado Caracas 9 m.m. Valle de balas. Registraba en sus páginas la violencia de la delincuencia y también la policial. En este terreno, las cosas no han cambiado. Los partes policiales de los fines de semana terminaron por anestesiarnos y recordaba la forma, lúgubremente jocosa, como la gente se saludaba al regresar a su casa: “hoy sobreviví” o “no formé parte de la estadística”.

Un humor negro que expresaba una negra realidad. Por la edad promedio de las víctimas, decía entonces que en lugar de ser al revés, en Venezuela eran las madres las que quedaban huérfanas de hijos.

El Estado les fue permitiendo cierta autonomía de acción a los cuerpos policiales y buena parte de la sociedad guardó silencio -o apoyó tácitamente- lo que eran evidentes ajusticiamientos de supuestos delincuentes. Estas prácticas han continuado ya no sólo en la violenta Caracas, sino en los estados y municipios del interior del país. La intolerancia política ha llevado a las acusaciones sin fundamento, de un lado, y a la solidaridad automática, del otro. El crimen uniformado le ha sacado ventajas a la situación.

Cuando la justicia es dejada en manos de las policías, incluso en el caso de comprobados delincuentes, se crea un Frankestein. Uniformados o no, los funcionarios de los cuerpos de seguridad empiezan ajusticiando hampones cada vez en mayor número, para terminar asesinando inocentes. Algunos incluso devienen en sicarios. ¿Ignoran los mandos policiales cuándo se llega a este punto? ¿Nada sospechan al ver las estadísticas? ¿Tanta eficiencia y puntería no les dice algo?
¿O Frankestein cumple órdenes de sus jefes porque todavía no se ha rebelado en su contra?

Cuando el crimen se hace rutina, las coartadas también se hacen rutinarias. Al leer que el escenario del crimen de los universitarios fue alterado y preparado para convertir a las víctimas en delincuentes, nos vienen a la mente decenas de reseñas policiales de supuestos enfrentamientos y el detalle de las armas que los supuestos agresores accionaron.

Es la misma noticia de sucesos que parece repetirse para todos los sucesos. ¿Cuántas veces lo han hecho? Peor todavía, ¿cuántas lo seguirán haciendo? La sociedad que combate el crimen con el crimen termina subordinada al crimen.

Los estudiantes de la Universidad Santa María, quienes estudian y se pagan sus estudios, salieron a las calles y manifestaron su protesta y clamor de justicia. Lo hicieron por sus compañeros muertos y también, con toda razón, por sus propias vidas y la de todos los jóvenes de Venezuela. Conscientes de la realidad del país, pidieron y exigieron que no se politice su lucha, que nadie haga bandera política con la muerte de sus compañeros. Respétense su reclamo y sus palabras.


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Earle Herrera

Profesor de Comunicación Social en la UCV y diputado a la Asamblea Nacional por el PSUV. Destacado como cuentista y poeta. Galardonado en cuatro ocasiones con el Premio Nacional de Periodismo, así como el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal (mención Poesía) y el Premio Conac de Narrativa. Conductor del programa de TV "El Kisoco Veráz".

 earlejh@hotmail.com

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