Anuncio de una muerte crónica

Una lista en CAP-illa ardiente

CAP I

El Gocho

¿Quién es ese? Se dice mirándose en un espejo. Al poco tiempo fallece, tal vez sin darse cuenta. Como dice Borges hacia el final de su cuento “El Asesino Desinteresado Bill Harrigan“, “Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos”. Su espectro errante es su infamia, que es universal.

CAP II

Ni aquí ni allá, sino todo lo contrario.

Varios meses lleva el caso póstumo del brincador de charcos dando brincos entre tribunales y congeladores. Los zamuros mediáticos agradecen tan dilatadas exequias para no dar descanso a su alma, pues pocas veces se saca tanto provecho de un cuerpo insepulto. Ni siquiera los encabezados con fotos trucadas de morgues repletas. O será que las almas de La Peste no lo quieren de vecino.

CAP III

Muertos cargando su urna.

Romería Blanca trocada en Misa Negra y viceversa. Creyentes de una mala fe que sumergió al país en miasmas  y que terminó moviendo los cerros cuando el Caracazo, desfilan absortos asidos de un carnet anacrónico como veneración absurda a un ídolo paleolítico, un coprolito. Y llegó Henry, compungido; Luego Antonio, compungido; más atrás Pablo, compungido; de pronto María Machado, sonreída, etérea. Hicieron cuatro esquinas y como en aquel bolero ranchero, fueron  cirios encendidos haciendo guardia a un ataúd. Qué velorio tan frio. A María se privó porque salió a abrazar a una viejita adeca y ésta le dijo que lo del Mercado de Coche fue muy feo, que la gente de bien no hace eso. No puede ser.

CAP IV

El primer chicharrón

Henry le dice al “honorable”  Edgar que haga una lista de notables para colocarla sobre la urna, como muestra de respeto y admiración. El susodicho empieza con el mandado. Muchos de quienes firmaron el decreto Carmona estampan su rúbrica, circunspectos y entreguistas, como si se tratara de un acuerdo “bilateral” con el imperio. El hombre regresa con el papel, se lo da a Henry, éste lo revisa, pone cara de adeco, mira a Edgar, vuelve al papel, remira a Edgar, se le acerca y le dice: ¿Por qué pusiste a Antonio de primero si allí voy yo, bolsiclete? Acto seguido se anota encabezando la lista y por fin sonríe. La coloca con esmero en la urna entre las dos banderas mientras piensa: A este chicharrón, políticamente, quien lo echo en la paila fui yo.

Epílogo.

Al rato Henry recibe una llamada. La bulla no lo deja escuchar y busca un sitio aparte. Dos señoras que cuchichean llaman su atención. El les dice que un momentico, que está ocupado. Ellas insisten: ¡Ay compañero, es que nos dijeron que a un  desgraciado se le ocurrió poner una lista de asistencia en la urna y eso es muy malo, porque la pelona se los lleva en ese orden! Henry larga la risa, les dice que él no cree en supersticiones y se aleja. Difiere la llamada y se comunica con Edgar: ¡Quita la lista de la urna ya! ¡Coño jefe, eso no se va a poder! ¿Cómo es la vaina? Es que la puse adentro por una rendijita.

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Plácido R. Delgado


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