De los sucesos más impactantes en la crónica política contemporánea, el más decisivo para interpretar la actualidad venezolana resulta el paro general e indefinido de diciembre 2002 y enero 2003, cuya génesis, evolución y abrupta conclusión intento comprender a dos años de distancia.
Recuerdo que hasta la tarde anterior, mientras seguíamos el detalle de las transmisiones televisivas, el paro lucía muy improbable. El presidente de la CTV, Carlos Ortega, venía hablando con notable desánimo sobre su convocatoria. Los periodistas capitalinos, prácticamente todos ceñidos al mismo guión, lo acorralaban pero él respondía casi a la fuerza. Procure usted revisar las grabaciones de esos días.
Luego vino la euforia. Recuerdo que la cantinela de casi todos los entrevistadores y comentaristas se centraba en calcular cuánto duraría Chávez una vez se desatara el paro. Certeza que se convirtió en convicción profunda una vez que se anunció la segunda etapa del plan: la huelga laboral y el sabotaje de las instalaciones petroleras.
Cuando escuché al inefable Juan Fernández anunciar la paralización de la industria, pensé que el gobierno quedaba obligado a negociar o que incluso podría caerse. Sesgado por la campaña comunicacional que no aceptaba ni transmitía el disenso, yo permanecía ajeno a una realidad oculta: no toda la industria se paralizó, hubo mucho heroísmo entre técnicos y obreros y aquella multitud que coreaba: “ni un paso atrás” no representaba el cien por ciento de la fuerza laboral petrolera.
Hoy debemos recordar cuánto de mentira hubo en la cobertura capitalina del paro. El paro nunca fue general. Usted y yo sabemos que el Zulia no se paró jamás. Cerraron los grandes centros comerciales, los malls y negocios formales, pero no esa inmensa franja del pequeño comercio, de los mayoristas y del comercio informal. Las Pulgas, San Felipe, Las Playitas, el Kilómetro Cuatro, La Curva de Molina, y los mercados populares de los pueblos, todo permaneció abierto casi en horario normal, en esos dos meses de irracionalidad desatada.
Yo salvé mi capacidad perceptiva por varias razones, una de ellas que siempre he comprado en esos centros populares. La realidad que percibía en mi recorrido por esos lugares, con la febril actividad productiva, contrastaba con aquella desolación que transmitían los canales capitalinos.
Ya para la tercera semana no pesaba tanto el paro como la escasez. La escasez de gasolina que fue el verdadero martirio de la gente. Así las dificultades de transportación, la terrible escasez de gas doméstico y los problemas de desabastecimiento. La inmensa mayoría de la gente quería trabajar pero se le dificultaban mucho las condiciones. Es decir, que en lugar de una huelga de dos meses, tuvimos un sufrimiento, una penuria de dos meses.
Nunca trato en esta columna temas personales, pero debo incluir aquí una historia verídica y dramática de mi vida. Toda mi familia es del Táchira y mi papá se quedó varado en el Páramo, sin transporte ni comida y no teníamos cómo irlo a buscar. A sus 73 años debió hacer una cola de cuatro noches y cinco días, del 21 al 25 de diciembre de 2002, Nochebuena incluida, en la gasolinera de Michelena. Sin comida ni facilidades esenciales para la higiene, ello produjo un terrible desgaste en su salud que lo puso al borde de la muerte pocas semanas después y le llevó a ser operado quirúrgicamente tres veces.
Una semana después se supo que Carlos Fernández, el españolizado presidente de Fedecámaras, había pasado el Fin de Año en un hotel cinco estrellas de Aruba. Entonces me pregunté cómo podía haber tal dosis de inconsciencia e indolencia con el pobre pueblo que pagaba lo que no debía.
Yo venía de adversar racionalmente a Hugo Chávez, por prensa, radio y televisión. En el paro comprendí que había algo mucho peor de todo lo advertido, que la oposición estaba secuestrada y que la verdadera dirigencia no estaba encarnada en los monigotes que declaraban ampulosamente, sino en las mentalidades radicales, prepotentes, el verdadero poder detrás del trono. Ellos hacían los discursos que Ortega leía dócilmente. Ellos impusieron el paro, masacraron económicamente a la gente que no tenía culpa de sus errores y ellos todavía no han pedido perdón público por semejante barbaridad.
Recuerdo las imágenes en prensa de los niños quemados en la Carretera Panamericana, aquella familia que se incineró con la gasolina que transportaban. Y también recuerdo a Juan Fernández anunciando con inocultable satisfacción que un obrero se había quemado. El obrero estaba vivo, lo desmintió y todavía me pregunto por qué Juan Fernández no está preso…
Las preguntas siguen sin respuesta. En el seno de la industria petrolera; ¿quién decidió la paralización de actividades? Evidentemente que no fueron los empleados y obreros del común sino los directivos y altos gerentes quienes se lo impusieron como una directriz terminante e inapelable. Ahora intentan decir que el paro fue convocado por la inercia, y nadie quiere aceptar la responsabilidad. Viendo el padecimiento insoportable de los dieciocho mil desempleados tengo dos años esperando una confesión pública, una carta con un número determinado de firmas, confesando su autoría, su protagonismo, su prepotencia y culpabilidad, para así lograr la exculpación de los subordinados que son inocentes, víctimas de la manipulación, pero todavía los de arriba siguen escurriendo el bulto.
Usted y yo veíamos los declarantes cotidianos, los partes de guerra vespertinos, pero nunca supimos quién decidía de veras. ¿Quién decidió su convocatoria? ¿Quién decidió levantarlo? ¿Por qué sacaron de la mesa de negociación el tema de los desempleados petroleros?
Visto en perspectiva, el paro fue una imposición de las minorías, de los grupos que trabajan a oscuras y en la impunidad. Se lo impusieron al país que a su vez se rindió, claudicó, perdió capacidad de respuesta. Ahora está claro que debimos salir a protestar, debimos ser más enérgicos, no debimos dejarnos manipular. Ni los bolivianos, ni los colombianos, ni los argentinos, ningún país del mundo se dejaría joder tan mansamente.
La dirigencia, la "intelligentsia" nacional, cedió ante el chantaje y esa corriente de opinión pública. Porque el tremendismo se abrogó las funciones de la élite y así se dio el salto al vacío. Una cosa es que un grupito de extremistas prefiriera destruir al país a seguir con Chávez. Pero fue peor que los demás aceptaran indiferentes o resignados. Los empresarios de alimentos facilitando que vinieran millardos de toneladas de comida importada. Hasta los bancos se atrevieron a cerrar, con lo cual operó una especie de incautación temporal del dinero particular. Y así cada locura más o menos consentida, pero igual de profunda... Cada quien tiene una alícuota de responsabilidad. Algunos inmensa, otros diminuta; pero creo que el país entero se dejó secuestrar por una minoría extremista y radical. Y que la onda expansiva de semejante locura aún no se detiene ni se cuantifica.
Abogado y politólogoraescalante@hotmail.c
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