Hay discursos que no buscan convencer, sino atropellar. No se sostienen sobre argumentos, sino sobre la arrogancia. No apelan a la razón, sino a la fuerza simbólica de quien se cree dueño del mundo. Las recientes y reiteradas afirmaciones de Donald Trump —según las cuales Venezuela "le quitó" el petróleo a los Estados Unidos y, por tanto, este tendría derecho a apoderarse de los recursos naturales, las tierras y la soberanía del país— pertenecen a esa categoría peligrosa donde la locura política se disfraza de estrategia, y la barbarie imperial se presenta como sentido común.
No estamos ante un error retórico menor. Estamos ante una visión del mundo profundamente colonial, una lógica de expolio que reduce a los pueblos a meros depósitos de materias primas y a los Estados soberanos a obstáculos molestos. Decir que Venezuela "le robó" su petróleo a los Estados Unidos no solo es falso: es una inversión obscena de la historia, una burla a la memoria y una falta de respeto a generaciones enteras que vieron cómo ese petróleo venezolano fue extraído, transportado, refinado y monetizado durante décadas para alimentar la riqueza ajena, mientras el país productor recibía migajas y dependencia.
La soberanía no se negocia por acceso de mercados (Canciller Gil). Esa frase resume lo que hoy está en juego. No se trata solo de petróleo, sino de dignidad nacional.
El saqueo documentado: Jusepín–Quiriquire–Caripito como símbolo
Pongamos los números en su lugar (solo un ejemplo de tantos que se pueden explicar en el país con las mayores reservas de petróleo del mundo), porque los datos también son una forma de memoria. Desde que se puso en marcha el pozo Campo Santa Ana 1, aquel 15 de octubre de 1930, hasta el año 1975, solo del eje petrolero Jusepín–Quiriquire–Caripito se extrajeron por la medida más baja más de 770 millones 880 mil barriles de petróleo. No estamos hablando de una abstracción estadística, sino de un volumen colosal de riqueza real que salió del subsuelo oriental venezolano y alimentó economías, ciudades, industrias y ejércitos fuera de nuestras fronteras.
Ese petróleo no flotó mágicamente hacia el norte. Fue extraído por consorcios como la Standard Oil, a través de su filial Creole Petroleum Corporation, bajo un régimen concesionario profundamente desigual. Fue cargado en tanqueros como el Creole Bueno, que surcaban el rio San Juan hacia el Caribe directo a los EEUU., llevando crudo venezolano hacia refinerías estadounidenses. Fue refinado, distribuido y vendido con enormes márgenes de ganancia que jamás regresaron proporcionalmente a las comunidades donde el petróleo había sido arrancado de la tierra. Hablar hoy de "robo" por parte de Venezuela es un ejercicio de cinismo histórico. Si alguien fue despojado, fue el país productor. Si hubo expolio, fue sistemático y prolongado. Si hubo una transferencia masiva de riqueza, fue del sur al norte.
El Merey oriental y la excelencia ignorada
El crudo Merey del oriente venezolano, tantas veces despreciado en los discursos simplistas, es en realidad un petróleo de características estratégicas, fundamental para mezclas, refinación profunda y procesos industriales complejos. Durante décadas fue una pieza clave del engranaje energético estadounidense. No se trató de caridad ni de cooperación desinteresada, sino de negocios altamente lucrativos para las grandes corporaciones petroleras. Y mientras ese crudo fluía, pueblos enteros del estado Monagas —Caripito, Quiriquire, Jusepín, Miraflores— se transformaban en enclaves petroleros donde la vida giraba en torno al campamento, la torre de perforación, la gabarra, el oleoducto. Allí se aprendió temprano que el petróleo no era solo riqueza: era poder, dependencia, conflicto y geopolítica.
Santa Bárbara 3 y el mito de la incapacidad venezolana
Otro dato que desmonta la narrativa de desprecio es el del pozo Campo Santa Bárbara 3, que en diciembre de 1998 alcanzó una producción de 42.000 barriles diarios (BPD). Esa cifra no es menor. Demuestra capacidad técnica, conocimiento del yacimiento y potencial productivo. Demuestra, además, que Venezuela no es —ni ha sido nunca— un actor pasivo o incapaz en materia energética, como pretende cierto discurso imperial que necesita infantilizar al otro para justificar su dominación.
Nueva York, Washington y el petróleo invisible
Pocas veces se dice con claridad, pero es necesario hacerlo: buena parte del desarrollo urbano, industrial y financiero de ciudades como Nueva York y Washington estuvo alimentado directa o indirectamente por recursos venezolanos. El petróleo que iluminó calles, movió fábricas, calentó hogares y sostuvo el crecimiento económico estadounidense durante décadas tuvo, en gran medida, origen en el subsuelo venezolano. Ese petróleo está en el asfalto, en los rascacielos, en las autopistas, en el poderío militar y financiero. Está en la historia material de los Estados Unidos. Pretender hoy que Venezuela es deudora, cuando fue proveedora, raya en la esquizofrenia política.
Experiencia vivida: el petróleo como realidad, no como consigna
No hablo solo desde los libros, aunque los he estudiado. Hablo también desde la experiencia humilde pero directa. Viví el desarrollo del negocio petrolero desde adentro, al crecer en el campo petrolero de Miraflores. Vi cómo funcionaba esa maquinaria compleja donde cada válvula, cada medición, cada cálculo tenía consecuencias reales.
Mi padre trabajó como aforador, calculista y perito explorador in situ de yacimientos. No desde un escritorio lejano, sino en el terreno, midiendo, evaluando, certificando volúmenes. Mi tío, Miguel Ángel, ingeniero electrónico, trabajó directamente con Hewlett-Packard (HP), empresa encargada de los barridos tecnológicos sobre zonas y yacimientos en el estado Monagas. Mas mis intercambios con ingenieros que trabajaban diariamente en la gerencia de planificación, exploración, estudios y producción. Eso no es ideología: es conocimiento técnico aplicado, es ciencia al servicio de la industria petrolera venezolana.
A eso se suman mis años de estudios universitarios y personales sobre el petróleo y su geopolítica, donde queda claro que el crudo nunca es solo una mercancía: es un instrumento de poder global. Quien controla el discurso sobre el petróleo intenta controlar también el derecho a apropiárselo.
Trump y la brutalidad política como método
El discurso de Donald Trump no es improvisado; es brutal por diseño. Se apoya en la deshumanización del otro, en la negación del derecho internacional y en la nostalgia de un imperialismo sin máscaras. Su retórica sobre "apoderarse" de recursos ajenos no es una excentricidad: es la expresión descarnada de una mentalidad que considera legítimo el saqueo si quien saquea se percibe como fuerte. Esa falta de cordura política no solo amenaza a Venezuela, sino al orden internacional mismo. Normaliza la idea de que los países poderosos pueden reescribir la historia, desconocer fronteras y justificar atropellos bajo la excusa de intereses nacionales.
Venezuela, negociación y realismo estratégico
Frente a este escenario, Venezuela y su gobierno deben negociar directamente con los Estados Unidos, desde una posición firme y soberana, con el apoyo estratégico de Rusia y China en la medida de lo posible. No como tutores, sino como contrapesos en un mundo multipolar donde ya no existe un único centro de poder.
Es clave, sin embargo, aprender de la experiencia reciente. Ni Lula ni Petro deben participar como mediadores en este proceso. Lo ocurrido en el seno de los BRICS dejó lecciones claras sobre límites, intereses cruzados y ambigüedades. La diplomacia no es un acto de fe, sino de cálculo político. Negociar no significa claudicar. Significa defender intereses propios con inteligencia, sin entregar soberanía a cambio de promesas de acceso a mercados que siempre han sido condicionadas. La soberanía no se negocia por acceso de mercados, se ejerce.
Intelectuales, academia y el derecho de los pueblos
Numerosos académicos e intelectuales han defendido el derecho de Venezuela a controlar sus recursos naturales. Desde economistas críticos del extractivismo imperial hasta geopolíticos que analizan el declive de la hegemonía estadounidense, el consenso es claro: el discurso del despojo ya no tiene legitimidad moral ni histórica. Venezuela no es una anomalía, es un caso emblemático de cómo los países ricos en recursos han sido sistemáticamente presionados, sancionados o agredidos cuando intentan ejercer control soberano sobre su riqueza. Defender a Venezuela es, en ese sentido, defender un principio universal.
El pueblo venezolano frente al atropello
Más allá de gobiernos y coyunturas, está el pueblo venezolano, que ha soportado sanciones, campañas de desprestigio, bloqueos financieros y discursos de odio. Un pueblo que no le debe su petróleo a nadie, porque ese petróleo es suyo por derecho histórico, jurídico y moral. Reducir a Venezuela a un botín es negar su historia, su cultura y su capacidad de decisión. Es insistir en una barbarie imperial que el mundo ya no tolera con la misma docilidad.
Conclusión: memoria contra la desfachatez
La locura del discurso imperial se combate con memoria, con datos, con dignidad. No fue Venezuela quien robó petróleo; fue Venezuela quien lo entregó durante décadas bajo condiciones injustas. No es Estados Unidos la víctima; es un beneficiario histórico que hoy pretende borrar el pasado para justificar nuevas formas de expolio.
Frente a esa desfachatez, solo cabe una respuesta clara: Venezuela es un país soberano, su petróleo no es botín de guerra ni compensación imaginaria, y su pueblo no aceptará que se le trate como colonia. La historia está escrita en millones de barriles, en nombres como Creole, en tanqueros como el Creole Bueno, en campos como Santa Ana y Santa Bárbara, y en la memoria viva de quienes vimos, medimos y entendimos el petróleo desde adentro. Y esa historia no se puede reescribir a punta de arrogancia.
De un humilde campesino venezolano, hijo de la Patria del Libertador Simón Bolívar.