La semana anterior fue de enorme tensión. Todo por culpa de ese señor llamado Álvaro Uribe, quien se apoyó además en esa especie de saltimbanqui -y que me perdonen los saltimbanquis- de apellido Hoyos, a quien por fortuna también le deben quedar pocos días en la OEA. No se le ocurra a jota eme Santos -quien de santo poco tiene- ratificarlo como embajador de Colombia en ese disminuido ente de países obedientes a los designios gringos.
“El miércoles, Chávez decretará el estado de guerra”, decía un imeil todo loco. “Ahora sí nos jodimos” le escuchamos decir a alguien, quien argumentó su terror añadiendo luego que “este país está full de colombianos”.
-Es verdad- sumó uno que estaba a su lado. “Y más pior, porque muchos son paramilitares”, agregó.
La llamada gran prensa, o sea la burguesa, tocaba sus tambores para celebrar el ambiente hostil, ambiente hábilmente alimentado por ellos mismos. Así estábamos cuando nos enteramos de otro notición: “están vendiendo café barato en la esquina de Gradillas” lanzó alguien. “¿Qué tan barato?” indagamos y la respuesta nos dejó más frío que la información oficial. “Loco, el chiquito a uno 50 y el grande a 2 cincuenta”.
Uribe, Hoyos, Santos y sus caras amargadas y cerradas pasaron a un segundo plano. De un solo cholazo llegamos a Gradillas y guácata: allí lo vimos. Sí, el Café Venezuela, levantado -de par en par- por la Alcaldía de Caracas para todo el mundo.
La cola, que existía porque esa ganga no la pela nadie, se movió rápido. Vi la lista de precios socialistas en el mismo cartón de los precios capitalistas, y la boca se me hizo más agua. Raudo y veloz alcé la mano, entregué mi ticket y con el corazón preñado de satisfacción roja rojita dije con orgullo revolucionario: “El mío que sea marrón claro y doble, por favor”. Qué rico es -meditaba mientras me deleitaba de ese barato sorbo- derrotar a la derecha y, más aún, cuando se hace con sabor a pueblo.
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