El fin de la hegemonía mediática

“Y es que en este mundo traidor, nada hay verdad ni mentira: todo es según el color del cristal con que se mira”: don Ramón de Campoamor (1817 – 1901, poeta español).

Venezuela es epicentro del debate sobre la libertad de expresión que enfrenta al gobierno con los medios de comunicación. Pero esto no es sólo problema del gobierno de Chávez. Es de todos aquellos gobiernos que han ido conquistando los viejos espacios del poder establecido: Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Honduras; y lo es también de aquellas corrientes nuevas del socialismo del siglo XXI, que luchan por emanciparse del yugo capitalista. Y entonces aquí topamos con un tema espinoso que refulge en México, Costa Rica, Argentina, Brasil, Colombia, Chile y un largo etcétera de aquí y acullá.

Todo cambio entraña una revolución y toda revolución un enfrentamiento entre los dueños del Poder y sus alternativas. Ambos bandos se sentirán perseguidos y constreñidos los unos a los otros.

Si la prensa venezolana, para situar el asunto en el epicentro del debate, ha vivido en un mundo capitalista, es apenas natural que se sienta perseguida por la revolución que intenta entronizar un Estado socialista. A contrario sensu le pasaría a una prensa habituada a un mundo socialista en el que irrumpa una revolución capitalista. Podríamos encontrar ejemplos de este aserto en la URSS post Muro de Berlín.

Entonces, si todo es según el color del cristal con que se mira, unos podrían sentir que Chávez persigue a la prensa y otros que la prensa persigue a Chávez. Y en esa dirección, ambos encontrarían argumentación valedera.

Pero el asunto de fondo en la cuestión de la libertad de expresión no es si yo persigo o soy perseguido; si me respetan mis derechos o los conculco. El asunto es que en este tema tenemos un salpicón de interpretaciones que manipulamos, para mayor confusión, cuando agitamos el avispero.

Puede comprobarse que en todas las constituciones latinoamericanas hay un artículo (en Colombia es el 20), que garantiza a toda persona la libertar de expresar y difundir su pensamiento y opiniones; la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación.

Estos son libres y tienen responsabilidad social. Se garantiza el derecho a la rectificación en condiciones de equidad. No habrá censura.

Un precepto tan claro como este, tiene enredado a más de uno, no porque no lo entiendan sino porque no lo quieren entender. Como una vez dijo Stiglitz hablando de los asesores neoliberales en la administración Bush (…) “Es muy difícil hacerle entender a alguien algo, cuando otro le está pagando para que no lo entienda”.

Cualquiera que quiera entender objetivamente qué es libertad de expresión puede admitir sin esfuerzo mental que no se trata de licencia para calumniar a nuestro opositor, sino la facultad que tenemos de expresar nuestro pensamiento y emitir nuestras opiniones, con arreglo a la ley y las buenas costumbres.

Otra cosa es la libertad de información que en el texto constitucional resulta de doble vía. Es decir, si bien a mi se me garantiza la libertad de informar, al mismo tiempo se le garantiza al receptor de que la información que recibe debe ser “veraz e imparcial”.





Ahora bien, en el modelo capitalista imperante entre nosotros, aún en aquellos países en donde la Presidencia ha llegado a manos de gobiernos prosocialistas, pero que tienen que convivir de momento con el modelo capitalista, para ejercer la libertad de expresión y fundar medios masivos de comunicación, lo único que se requiere es plata.

El gran capital, entonces, ha entronizado un poder omnímodo muy presto a pontificar sobre la libertad de expresión, alrededor de la cual, rentados panegiristas del capitalismo la han convertido en intocable, cuando y por supuesto, esa fementida libertad esté siempre a su exclusivo servicio. Pero no se hace caer en cuenta con la misma vehemencia, que los medios masivos deben observar un precepto constitucional fundamental como es el imperativo de que la información sea “veraz e imparcial”, amén de que también se tenga “responsabilidad social”.

Es decir, bajo mi responsabilidad personal, profesional, ética, moral y penal, yo puedo decir en un medio de comunicación lo que a bien tenga, obviamente guardando cierto debido respeto, elegancia y buen gusto por las formas vernáculas de la expresión hablada o escrita en el respectivo país, y como se dice atrás, sin que dicha libertad de expresión vaya en menoscabo de la libertad del otro.

No me cabe la menor duda de que la información es un servicio público, y mi formación ideológica me lleva a creer también, a pie juntillas, que todo servicio público debe ser garantizado por el Estado, lo que quiere decir que puede controlarlo en un momento dado en que tal servicio pretenda ser monopolizado, provocando detrimento al interés general.

Otro asunto es el tratamiento de la información como empresa. Si los espacios electromagnéticos son propiedad del Estado, aquí y en Cafarnaúm; y si en alguna oportunidad el Estado me otorga una licencia para operar por algún tiempo en ese espacio una empresa periodística, y si vencido el término el Estado quiere recuperar su potestad sobre el espacio, o encuentra que otra empresa periodística se ajusta más a las necesidades de comunicación masiva que propende el Estado, mal pudiera yo decir que se trata de una persecución a la prensa; de una coacción a la libertad de expresión o de una censura. Yo no pierdo libertad de irme con mis bártulos a la empresa privada y fundar otro medio de comunicación que no tenga que depender de decisiones del Estado. Es lo que de hecho hacemos algunos periodistas en la Internet que no encontramos espacio a nuestra opinión en los medios tradicionales, no propiamente por limitaciones intelectuales.

Cuando los medios hagan distinción entre su libertad de empresa, con responsabilidad social, de un lado; y entre la libertad de opinión y expresión que tenemos todos, con la libertad de información que resulta de doble vía, deberían acabarse los enfrentamientos entre el Poder y la Prensa, sea el que fuere el corte ideológico de uno y otro. Y esta sensatez y acatamiento a las normas y las leyes, sólo redundaría en beneficio de una democracia moderna que tiene que empezar por admitir que en su seno tiene que caber la confrontación civilizada por el poder entre las clases altas, medias y bajas que se dispersan a lo largo del dial político que va indistintamente del centro a la izquierda y la derecha, según los tiempos y las cosas.

oquinteroefe@yahoo.com


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Octavio Quintero


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