La magdalena

Desde hace mucho estoy con antojo de una magdalena, de una magdalena que tenga el sabor de las magdalenas de Guatemala en la década del 90, pero han pasado 29 años y vivo en Estados Unidos, a largas leguas de distancia y para mi dolor tengo la certeza que el sabor de aquellas magdalenas de antaño no existe más; eso aviva aún más mi deseo de comprar una magdalena, sí, una magdalena de ésas, de aquellas magdalenas que eran un manjar, un manjar quiero comprar con sabor a magdalena de la década del 90 en Ciudad Peronia.

Me armo de valor y después de tantos meses de estar rumeando la idea de ir a comprar la magdalena, a sabiendas de que si lo hago me decepcionaré al probarla y el golpe de realidad me pegará muy fuerte, me decido y voy, total, un golpe más un golpe menos, qué más da. Voy al supermercado polaco en donde durante 15 años he comprado mis frutas y verduras y busco en la estantería del pan; vaya qué cantidad y variedad de pan se encuentra en estos lugares, pan de varios continentes, con mezcla de culturas, tradiciones y religiones; el trigo que pega lo que está roto y endulza y decora todo lo amargo y agrio de la emigración y del paso del tiempo.

Siempre es una especie de expedición ir al supermercado porque cada producto, cada especie de verdura y de fruta es una historia milenaria viajando desde otros continentes: uvas de Grecia, de Chile, de Argentina, de Rusia, papayas de México, Filipinas, Jamaica, frutas y verduras que nunca vi en Guatemala están aquí, con sus multicolores y sus raíces de pueblos que se niegan a desaparecer de la memoria de los hijos que se fueron. El queso fresco de Comapa que es muy parecido al queso Feta y aunque siempre encuentro por lo menos 10 opciones de Feta de distintas partes del mundo, termino comprando el mismo: el Feta francés, su sabor tiene un no sé qué que me recuerda al señor alto, blanco, rollizo que pasaba vendiendo quesos dos veces por semana en Ciudad Peronia, de calle en calle con su canasto de plástico al hombro del cual guindaban las hojas frescas de las cepas de banano, por supuesto, en la década del 90.

Suspiro antes de tomar en mis manos lo que sé que jamás será parecido a las magdalenas de la década del 90: el powder bread, que aquí abundan los europeos. Por lo menos de quince tipos bien se encuentran en un supermercado que venda lo básico, otra cosa son las panaderías especializadas, que ahí se encuentran estanterías repletas de variedades: continentes enteros en pequeñas muestras que con solo su aroma hacen viajar en el tiempo a quienes pasan por las aceras.

El pan asiático, es curioso, que no pesa como el pan europeo y el pan latinoamericano y no tiene tanta azúcar cono estos, es un pan pequeño que parece muestra de feria artesanal, de un sabor muy agradable al paladar y sin cantidades exorbitantes de mantequilla y azúcar. Por supuesto, esto no lo hace tan apetecible para la parte de la población a la que le gusta tomar su taza de café con copete de crema batida…, pero para gustos se hicieron los sabores y los panes y los colores y los muestrarios…

India es un continente en sí mismo, es toda una experiencia aventurarse a comprar cualquier tipo de fruta, verdura o especie. Toda una vida y no se aprende a conocer la raíz cultural que tiene cada plato de comida, un comino, una hoja aromática, una fruta exótica. Todo lo que viene de lugares como India, Singapur, Tailandia, El Caribe, tiene esa doble estampa de ser exótico, también las personas, por supuesto. Y atrae, por supuesto, a quienes creen que una semilla de cardamomo cambia de esencia según el nombre que se le dé en cada lugar.

Una magdalena, como las de aquellos años, galanas, con el mismo sabor, pero no la encuentro, llevo 29 años buscándola y en los últimos quince comprando el powder bread, que me ha hecho viajar a distintas partes del mundo, porque siempre compro uno distinto y al leer el nombre y el lugar de origen, me despierta curiosidad y me da por investigar sobre ese pueblo: su ubicación geográfica, su cultura, su origen, sus costumbres, sus sabores. Es una especie de juego como el de los cincos, el trompo, el yoyo, el totito, con el que me entretengo y me sirve también para buscar lecturas que me permiten viajar alrededor del mundo.

Y mejor aún, es una forma también de romper el hielo cuando me encuentro con desconocidos que son de ese lugar: ¡mire que yo probé tal tipo de pan de su pueblo, de su ciudad, de su país y sabía delicioso! Cuénteme, ¿qué otro tipo de pan hacen en su pueblo? Y espero con ansias esa primera expresión facial, que disfruto mucho. Y así inician historias que son sucesión de otras, libros que jamás se terminarán de escribir, historias que se entrelazan como la enredadera del frijol en la milpa, así estén sembradas en Europa, en Asia o en América…

Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com



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Ilka Oliva Corado

Escritora y poetisa guatemalteca. Se graduó de maestra de Educación Física para luego dedicarse al arbitraje profesional de fútbol. Hizo estudios de Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala, carrera interrumpida por su decisión de emigrar a Estados Unidos en 2003, travesía que realizó como indocumentada cruzando el desierto de Sonora-Arizona.
Es autora de doce libros: Historia de una indocumentada. Travesía en el desierto de Sonora-Arizona; Post Frontera; Poemario de luz de faro; En la melodía de un fonema; Niña de arrabal; Destierro; Nostalgia; Agosto; Ocre y desarraigo; Relatos; Crónicas de una inquilina y Transgredidas, publicados en Ilka Editorial.
Una nube pasajera que bajó a su ladera la bautizó como “inmigrante indocumentada con maestría en discriminación y racismo”.
Sitio web: https://cronicasdeunainquilina.com/

 cronicasdeunainquilina@gmail.com      @ilkaolivacorado

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