Todo ocurrió el pasado viernes 17 de diciembre, a media mañana. Juan Carlos Loyo, ministro del Poder Popular para Agricultura y Tierras, ocupaba buena parte de la pantalla de Venezolana de Televisión. La cosa era en vivo. En vivo y en directo, como solemos decir. Rodeado de una gruesa cantidad de hombres y mujeres, su encendido verbo socialista lanzaba granadas fragmentarias de sociopolítica.
Justicia social y economía tuvieron en su voz el mayor peso, allí al Sur del Lago. Sí, al Sur del Lago, porque ese día se averiguaría el estado de más de 40 latifundios. Ejecutaba Loyo la orden emanada de Hugo Chávez, presidente campesino dispuesto a aniquilar para siempre cualquier asomo de desequilibrio clasista en Venezuela.
Joven, decidido y resteado calculaba sus cortos pasos dentro del círculo humano que parecía amasar aquellos valiosos minutos. Desde el rojo enclavado en la tela de su franela, Ernesto Guevara parecía dirigir la obra. Militares y civiles atendían. Parecían acatar.
Al cinto, la pistola también iba y venía. ¿La pistola? ¿el ministro empistolao? Sí: la pistola, enfundada y ladeada hacia la mano diestra. “…bueno que saquen las armas, si sacan las armas nosotros pelamos por las de nosotros también, lo que es igual no es trampa”, destacó entonces Chávez Frías a propósito de la delicada operación.
¡He allí la razón del arma de Loyo!: defensa legítima, precaución, disposición a jugarse el todo por el todo en caso de ser necesario. Aunque su pistola fue resaltada por algunos medios que no pelaron el bonche para hacerlo, no pasó igual con la de los rapaces que siempre volcaron la suya para asesinar de hambre al pueblo. Jamás difundieron que del otro lado los latifundistas estaban hasta los dientes.
Tiempos de revolución. De eso: de jugarse el todo por el todo. Cada quien desde su trinchera, cada quien blandiendo el arma que mejor sepa manipular. ¡Ah!, y como sentenció una vez el tipo cuya imagen estaba incrustada en la tela de Loyo: ¡Hasta la victoria siempre!
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