Derechos individuales y derechos nacionales

Frente a las reivindicaciones nacionales de los pueblos, la derecha más rancia, centralista e imperialista ha puesto de moda el argumento de que “son las personas los titulares de los derechos, y no los territorios”. Argumento difícil de rebatir, especialmente cuando nadie defiende el derecho de una fanegada de tierra a esto o lo otro. Esta diatriba se complementa con el corolario de que “si damos derecho de autodeterminación a Catalunya (o a Canarias), ¿por qué no dárselo a Tarragona, a Fuerteventura o a la más pequeña pedanía?”.

La verdad es que resulta cansino responder a semejantes memeces, pero hay que hacerlo porque prenden en sectores populares. Así que pongamos manos a la obra.

En primer lugar, los derechos son hitos sociales, colectivos. Alguien que viviera apartado de la sociedad, una especie de Robinson Crusoe, no tendría derechos. ¿A quién se los iba a exigir? ¿A la isla desierta, a las piedras, al cielo? Los derechos lo son siempre frente al poder establecido y, por lo tanto, no sólo son siempre colectivos, sino que se establecen como conquistas históricas. Evidentemente, esos derechos colectivos, alcanzados socialmente, se traducen después en derechos individualizados.

Sin embargo nuestros sofistas burgueses se empeñan en considerar que los derechos vienen “de serie”, como el color de la piel o de los ojos. Como si el derecho a la vida, a votar o cualquier otro, nos hubiesen sido consustanciales desde el austrolopithecus. Por eso se empeñan en contraponer artificialmente derechos individuales (defendidos por los neoliberales, que serían “verdaderos”) y derechos colectivos (inventados por los malvados marxistas).

Para estos “defensores del individuo”, las personas son entes abstractos, meramente teóricos, depositarios de todos los “derechos”. Con la limitación de que “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”, latiguillo que deja bien a las claras que consideran la libertad del otro como cortapisa a la propia. De ahí a que el prójimo sea el enemigo solo hay un paso.

La cosa tiene su lógica. Para el burgués, el ser humano es el ser humano burgués, y sus derechos (libertad de empresa, propiedad privada, garantía de cobrar las deudas, derecho a despedir) son los derechos humanos. Y los derechos colectivos (esto es, los derechos individuales ejercidos colectivamente, como el de huelga) se le aparecen no como tales, sino como una amenaza y una grave quiebra de sus propios derechos (esto es, de los derechos del hombre).

No es algo nuevo. La historia nos enseña que los derechos siempre fueron patrimonio de las clases dominantes, que consideraban sus privilegios como “derechos naturales”. La tan traída y manoseada “democracia ateniense” era sólo para los esclavistas, no para los esclavos, diez veces más numerosos. Los señores feudales ejercían sin reserva mental el “derecho de pernada”. Hasta la propia democracia burguesa comenzó siendo una democracia censitaria, esto es, sólo para los propietarios.

Es “natural”, por lo tanto, que el burgués se vea a sí mismo como el arquetipo del “hombre”, de la persona. Que esa abstracción eluda al ser humano concreto, con una realidad concreta, con sus necesidades, su historia, su cultura, su idioma, su forma de supervivencia, su fisiología y hasta su geografía concretas. Y que frente a sus problemas concretos, necesita conquistas colectivas de derechos, los definamos como individuales o colectivos, sea el de votar, el de ir a la huelga o cualquier otro.

Para esa inmensa humanidad, los derechos individuales siempre se conquistaron colectivamente, en guerra abierta contra los privilegios (“derechos”) de la minoría que detentaba el poder. Así se conquistaron todos, los de las mujeres, los de los asalariados, los de los pueblos.

Pero hete aquí que el concepto de “pueblo” produce ahora una especial urticaria a nuestros teóricos del imperialismo español. Vuelve lo colectivo, lo “etarra”, la “horda bolchevique”, digamos. Para ellos no hay más pueblo que el español, uno, grande y libre, o bien Villaconejos de Abajo. El pueblo como nación ya les queda lejos: cosas de la revolución francesa, ya se sabe. Y como no se reconocen los derechos colectivos, el derecho individual a mi propia lengua, mi propia cultura y mi propio país no existe ni se va a permitir que exista.

Y para eso, reducimos las cosas al absurdo. Como no quieren reconocer la existencia de los pueblos y las naciones, construyen la argucia de equiparar a la parte con el todo. ¿Autodeterminación para que Canarias pueda separarse de España? Pues autodeterminación para que La Gomera se separe de Canarias, o San Andrés de Santa Cruz de Tenerife. O sea, Canarias no es una nación (ni Catalunya, ni Euskal Herria, etc.) y, si lo es, también lo será cualquier barrio. Y dado que no es una nación, no le reconocemos derechos nacionales, y aquí España y después bizcocho.

Lo cual no deja de ser de un cinismo de campeonato porque, por el contrario, si se da pábulo a la existencia de la “nación española” y a los derechos nacionales de “España” para someter a todos, en los límites territoriales que domina (es decir, que domina militarmente), a su “soberanía” y su “derecho” de imponer su lengua, su versión de la historia, su cultura, su justicia y hasta sus toros. Esto es, el derecho de la oligarquía central a imponerse de forma omnímoda a los demás.

Y por si las moscas, se vuelve a argüir que, si se celebrase un referéndum de autodeterminación, tendrían que votar “todos los españoles”, ya que la separación de un territorio “afectaría a todos”. Por la misma regla de tres, Cuba seguiría siendo provincia española, ya que si celebrase un referéndum conjunto, y al ser los cubanos menos, ganaría la posición de la “madre patria”. Fantasías imperiales, al fin.

Las naciones aparecen apareciendo, dando cauce a las aspiraciones de sus pueblos, y conquistan su libertad conquistándola. La mayor prueba de que una clase social ha llegado a su ocaso es su incapacidad para entender la realidad, su ceguera ante los profundos movimientos históricos. Las clases dominantes de la España menguante de los siglos XIX y XX, donde cada vez se ha puesto más el sol, son buena prueba de ello. Claro que ese final puede durar más o puede durar menos, alargando o acortando el periodo de sufrimiento.

Porque, al fin y a la postre, lo decisivo es que una nueva visión del propio ser humano (concreto, real, palpable) se gane a la mayoría. Y esa batalla, compañeras y compañeros, es la decisiva.


tdr.santana@gmail.com


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Teodoro Santana


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