Hace 24 años entré a una cárcel. Visité a un recluso. Llegué tempranito, para estar entre los primeros en entrar. ¡Sorpresa!: no estuve entre los primeros. Fui el primero. Yo fui la cola. La fila de los hombres, sencillamente, no existía.
A pocos metros y paralelamente, estaban ellas. De todas las edades. De cualquier tez. Cargando bolsas. Bajo el sol. Ordenadas hasta donde las circunstancias lo permitían. Esa sí era una cola: inmensa. La mujer, siempre fiel; siempre amorosa; siempre dispuesta a todo por nosotros sus hijos, amantes o amigos.
Trece años tiene la niña que por estos días públicamente acudió al registro de la Misión Hijos de Venezuela. Preñada. Linda. Inocente aún.
Su presencia despertó –como era de suponer, dirían algunos– cualquier cantidad de comentarios. Desde el típico pobrecita hasta el condenatorio quién la manda. Sí: pobre, muy pobre si hablamos en términos de dinero. Está en el 7% “duro” de la pobreza extrema. Forma parte de los casi 3 millones de seres que tienen la arepa cuadrada, más cuadrada que cualquiera a diario.
Ligera, y durísimamente, las voces apuntaron hacia ella y otras como ellas. Emergieron las “recomendaciones”: desde la planificación con pastillas hasta el famoso amarre de las trompas. Pero nunca, jamás, leí o escuché un consejo hacia los varones. Es más, muy pocas veces veo en las colas del médico, del mercado o la taquilla para pagar la luz a quien tiene la otra mitad de la responsabilidad.
Siempre ellas, sólo ellas. Generalmente de corta edad. De cualquier tez. ¿Y ellos? ¿Trabajando? Podría ser. ¿Haciendo nada? Probablemente. ¿Y la campaña para que ellos, los niños-padres, también entiendan de una vez que no deben evadir la tarea que deja el acostarse con la pareja querida? ¿Por qué sólo se plantean y se dibujan fórmulas para que sean ellas quienes “entiendan”? ¿Cuándo comenzaremos a llamar la atención de quienes tienen pipí?
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