Una triste historia

La OEA es una organización que jamás protegió la dignidad de América Latina, que nunca ha defendido una causa verdaderamente justa para estos países. Durante la época de las dictaduras, impuestas por EEUU, vivió como pez en el agua, todo le fue gracioso. No ha debido sobrevivir a esa etapa, hizo todos los méritos para ser repudiada. Venezuela ha sido siempre una de sus víctimas, sufrió su dictadura, con su violencia y crímenes, en santa paz con la OEA, respaldando así la protección que le brindó el Gobierno estadounidense. Su burocracia contempló impávida los delitos, crímenes y saqueos cometidos durante nuestra Cuarta República. Recientemente alentó la información de la insólita prensa venezolana sobre el antisemitismo del Gobierno de Venezuela, como consecuencia del asalto a la sinagoga que resultó ser un crimen de delito común, urdido con personal de la propia comunidad judía. Permaneció indiferente ante uno de los más grandes crímenes cometidos en el país, cuando unos asaltantes, despojados de cualquier ideología, depusieron al Presidente de Venezuela en abril de 2002, quien estuvo cerca de ser asesinado.

Cuando ocurrió el estallido social en Caracas en 1989, con un saldo de miles de muertos, la burocracia indigna de la OEA permaneció en silencio.

La OEA ha sido testigo o partícipe en todos los crímenes que se han cometido contra América Latina: invasiones, masacres, violaciones de todos los derechos humanos, dictaduras propiciadas por EEUU. Tiene una doble faz: una, que irradia mansedumbre ante la gran nación del norte, y la otra, que refleja el espectro manipulador de la verdad.

La OEA tiene más cara de monstruo para los latinoamericanos que de santidad y de defensora de los derechos humanos. ¿Por qué existe entonces? Sobre todo en una América Latina que trata de limpiar su rostro, sanear la justicia, su soberanía e instaurar el verdadero respeto de los derechos humanos.

La historia de la OEA es tan triste y torcida que, si el presidente Chávez cumple su amenaza de abandonarla o tratar de disolverla, ni Venezuela ni América Latina perderían algo importante; sería como si en un museo el jarrón que se rompe es el más feo y destartalado.

Abogado


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Manuel Quijada


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