Y entonces… se nos apareció Jesús (cuento de navidad)

La gente se agolpaba en la plaza, y abandonaba lo que llevaba, comidas, bicicletas, carros, bueyes, caballos o motos, hijos o novias, esposas o queridas, ansiosa por ver al Señor. Llegaban enfermos renqueando; los hospitales y ambulatorios quedaron vacíos; acudían ciegos, cojos y desdentados, y una anciana de pañoleta en la cabeza gritaba: "Está llegando en este momento. Él mismo lo había anunciado y al fin con nosotros después de veintiún siglos, desde aquel día cuando dijo NO TARDARÉ EN VOLVER. Sí, está aquí con nosotros. Tardaste mucho, Jesús, demasiado tiempo, pero al fin estás de vuelta…".

Todos titiritando de emoción; unos sudaban, otros no podían creerlo y se frotaban los ojos; las lágrimas brotaban incontrolables: era como una fiebre o una felicidad sobrecogedora.

  • ¡Nos vamos a salvar!, gracias, bendito Dios. ¡Has venido para salvarnos! – decía un niño.

  • Ya qué importa pensar en la inmortalidad –agregó un miembro de la Academia El Gran Pastor, filósofo.

  • Ya no hará falta soñar en la libertad- sentenció un político.

  • Él es el único camino a la paz, y está con nosotros- completó un poeta.

Todos estaban poseídos por un profundo e insondable misterio.

  • Lo hemos traído porque la fe mueve montañas – clamaba echado en el suelo un mendigo.

Todos en la plaza sentían a Cristo y los que le habían esperado con tanta devoción porque veían en este mundo el infierno de otro planeta se sentían ahora liberados: despojados de las hartas necesidades del día a día, y los seres hambrientos, los sin techo, los sin apoyo para sus traumas y dolores se abrazaban con delirio. Habían sufrido en realidad tanto como Cristo. Que de tanto pedir que al menos se apareciera un instante, de pronto se mostraba, y se estaba apareciendo allí en la plaza de San Cristóbal. Y estaba allí como el relámpago del Ocaso al Oriente.

Y habló:

  • Es, hijos míos, una corta visita. He vuelto a tomar la forma humana por un rato. Solamente por un corto tiempo, queridos hermanos.

Tenían un brillo enceguecedor sus ojos. Los obispos corrieron para ser los primeros en colocarse a su lado y por un momento fueron rechazados por latigazos que venían del cielo. La confusión no permitía ver al fondo de la plaza donde se agitaba otro cortejo, el del Gran Cardenal.

El Gran Cardenal pedía a gritos que le dejaran pasar. El Gran Cardenal estaba en una carroza. Había llegado guarnecido por guardias del templo. Al fondo de la plaza crepitaban cenizas de unas hogueras que encendían bandas de desalmados. La barahúnda de la gente corriendo, los gritos de histeria y los lloros eran espantosos y se confundían con el estruendo de los petardos.

  • ¡Apártense que ahí viene el Gran Cardenal! – gritó el gerente de Empresas Alimenticias. Era una voz que tronó por encima de todos los clamores y estruendos piadosos o amorosos.

Nadie sabe cómo los magnates, las damas más ricas, los caballeros de rancio linaje, los altos dignatarios de la Iglesia, se estaban abriendo paso poco a poco para controlar y hacerse con un lugar de privilegio al lado de Jesús.

Cristo pidió calma y trató de colocarse al lado de los atormentados y miserables; abrazar al pueblo, y avanzó como pudo, ahora convertido en ser humano, hacia la amada pobreza; su querida plebe, y lo hacía en un silencio sencillo, modesto, procurando llamar lo menos posible la atención.

Pero era imposible.

Como una ola enfurecida otra vez la canalla trató de rodearle buscando tocarle. Cristo con su mirada conmovedora, lentamente, con una sonrisa de comprensión en los labios, procuró complacerles a todos. Era un amor que quemaba; sus ojos fluyeron Luz de esperanza en todos, mientras afuera las autoridades exigían orden y respeto.

  • ¡Por favor, orden! ¡Señores, si no se controlan tendremos que actuar! Hay que dejar los celos de lado. Dios nos ama y nos quiere a todos. Fuera el egoísmo y la hipocresía –imploraban las autoridades que trataban de abrirle paso hacia Jesús, al Gran Cardenal.

Jesús abría los brazos, bendiciendo al pueblo. De Él emanaba una gran fuerza curativa. Los ciegos comenzaron a ver, los cojos perdieron sus cojeras y las llagas de unos viejos desaparecieron al instante.

Todos besaban con locura la tierra. Cantaban sin dejar de llorar:

  • ¡Dios mío! ¡Jesús! ¡Eres realmente Jesús! ¡Has vuelto!

  • Ya no nos hace falta nada. Somos felices y lo seremos para siempre.

La muchedumbre prosternada, con estupor, ante Él sentía que le pasaban la mano bendita y sagrada de Dios por sus cuerpos, y que ya estaban en el reino de los cielos. Que se salvarían. Que lavarían todos sus pecados.

Pero ya el Gran cardenal estaba cerca de Jesús. El Gran Cardenal traía una sonrisa hierática y una nobleza en sus modales que se imponía ante la chusma. La chusma habría querido reaccionar con un odio secular de venganza por una muy antiquísima estafa a su fe, pero no sabía si con ello estaría insultando u ofendiendo al propio Jesús. No estaba segura la chusma si el Gran Cardenal tenía o no la razón, el derecho, para querer estar al lado de Jesús; si el Gran Cardenal merecía, tenía el derecho, de estar más cerca de Jesús espiritualmente que ellos.

La masa no sabía cómo imponerse, cómo reclamar su lugar (si es que acaso tenía uno); como oponerse o imponerse a la presencia del Gran Cardenal para que no fueran a dejarla de lado. Pero el Gran Cardenal traía un coro, una banda, una vistosa guardia y si Jesús con su poder no hacía nada…, cosa que el pueblo esperaba que reaccionara como toda la vida lo ha esperado, era imposible… impedirle el paso.

Fulgurando una llama de amor, Jesús miró a lo lejos al Gran Cardenal. El pueblo vio cómo detrás del Gran Cardenal unos esbirros del Santo Poder le seguían a respetuosa distancia.

La muchedumbre dejó de gritar y se apartó despavorida cuando el Gran Cardenal dijo con espesa voz:

–¡Prendedle, este es un pillo, es un impostor!

Y fue tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante las palabras del Gran Cardenal que la multitud se apartó, al punto, silenciosa, y los esbirros cogieron a Cristo y se lo llevaron.

Como un solo hombre, el pueblo se inclinó al paso de El Gran Cardenal y acogieron con resignación su bendición. Luego la multitud lentamente fue dispersándose, descreída de todo lo que había visto y sentido.

Los esbirros condujeron al preso a la cárcel y lo encerraron en una angosta y oscura celda.

Luego el Gran Cardenal se enfrentó a Jesús:

–Ya sé que eres Tú, en efecto. No hables, calla. ¿A qué has venido, a consolar a los locos, a soliviantar los ánimos de esa turba de vagos y muertos de hambre? Vuelves con tus insolencias y tus hábitos de amar a los brutos, a los que no trabajan, a los que no sirven para nada. Sabes bien que te podemos volver a condenar. Nada nos cuesta. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresurará, a una señal mía, a escupirte, a condenarte y crucificarte de nuevo. Nada de esto te sorprende, ¿verdad?... ¡Vete y no te atrevas a volver nunca más... Me oyes: ¡nunca!

Y el preso dejaba la cárcel y salía a la calle desierta, por allí, por la misma plaza de San Cristóbal. Se alejaba cabizbajo y sólo un perro callejero le seguía sus pasos... su sombra…



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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